26
de diciembre
Sabemos de la vida de San Esteban por lo que
de él se relata en Hechos de los Apóstoles, capítulo 6: se dice de él que
estaba “lleno de gracia y de poder” y que realizaba “grandes prodigios y
signos” ante el pueblo. Debido a que sus adversarios no podían vencerlo en las
disputas, al estar asistido por el Espíritu Santo, sus enemigos sobornaron a
falsos testigos para que dijeran: “Nosotros hemos oído a este decir palabras
blasfemas contra Moisés y contra Dios” He
6, 11). El pueblo, prestando oídos a la calumnia, se amotina ante Esteban y lo
lleva ante el Sanedrín, el cual siguió acusándolo de que hablaba contra el
templo y contra las tradiciones mosaicas. Entonces todo el Sanedrín vio su
rostro como el rostro de un ángel. Continuó preguntándole el sumo sacerdote y
San Esteban le hizo un largo discurso sobre Abraham, la Alianza y Moisés.
Mientras
lo escuchaban, se consumían de rabia. En un momento determinado, San Esteban
dijo: “Veo los cielos abiertos y al Hijo del hombre de pie a la derecha de
Dios” (He 7, 56). Dicho esto, todos a
una se abalanzaron sobre Esteban, lo arrastraron fuera de la ciudad y lo
apedrearon. Mientras, él decía: “Señor Jesús, recibe mi espíritu”. Y añadió,
estando de rodillas: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”.
Mensaje
de santidad de San Esteban, protomártir
El mensaje de santidad de San Esteban es el mensaje
del martirio, porque es el primer mártir de la Iglesia de Cristo, y por
eso su nombre, “protomártir”. San Esteban es mártir porque derrama su sangre
por Cristo y, al igual que Cristo, perdona a sus enemigos, a los que le quitan
la vida: “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”.
Por
esto mismo, para apreciar un poco más el mensaje de santidad de San Esteban,
meditamos brevemente acerca del martirio.
El mártir continúa la Pasión de Cristo
Cuando
se recuerda a un mártir, por lo general, se evoca su vida y, por supuesto, su
muerte, y se piensa, con razón, que el mártir es un ejemplo de vida cristiana,
puesto que es el testigo de Cristo por excelencia. Se piensa también que el
mártir es aquél que vivió en grado de perfección heroica las virtudes, tanto
las naturales como las sobrenaturales, y que por esto es ejemplo que perdura en
la Iglesia :
el mártir es aquél a quien hay que imitar en el ejercicio de las virtudes.
Son sus virtudes lo
que se considera, por lo general, cuando se evoca la muerte del mártir:
valentía, cuando un mártir afronta la muerte, y derrama su sangre y entrega su
vida por confesar del nombre de Cristo; fe sobrenatural, cuando un mártir no
solo no reniega de Cristo, sino que dona su vida por confesar su fe en Cristo
como el Hombre-Dios; fortaleza sobrehumana, cuando soporta torturas
sobrehumanas; perseverancia sobrenatural, cuando se ve la firme voluntad del
mártir de profesar la fe en Cristo, a pesar de que le va la vida en ello.
Por lo general, se
considera en el mártir su aspecto humano, de heroicidad; es decir, se considera
al mártir como lo que es: un ejemplo de cómo una persona humana puede vivir las
virtudes en grado heroico, hasta dar la vida por esas virtudes.
Todo esto está bien,
y es esto lo que hay que considerar en la evocación de la memoria del mártir,
pero hay algo más, en la vida y muerte del mártir, mucho más profundo y
misterioso, que un gran ejemplo de cómo practicar virtudes.
La heroicidad en la
práctica de las virtudes –que es lo que le granjea al mártir la entrada al cielo-, es sólo un
aspecto de la realidad del mártir: es, por así decirlo, su aspecto más humano.
Hay algo en el mártir, en su muerte martirial, que sobrepasa infinitamente a la
naturaleza humana -y es lo que le da el carácter propiamente martirial-, y es
la presencia de lo divino y sobrenatural: el mártir, más que un instrumento
asociado a la Pasión
de Cristo, participa de tal manera de su Pasión, que puede decirse que el mismo
Cristo quien, en el mártir, continúa su Pasión. El mártir es algo más que un
ejemplo de virtudes: el mártir imita, continúa y prolonga, la Pasión de Cristo[2];
puede decirse que, en la muerte del mártir, si bien es la persona humana del
mártir la que muere, es también, al mismo tiempo, el mismo Cristo quien, en la
persona humana del mártir, continúa su Pasión; en el derramamiento de sangre
del mártir, miembro del Cuerpo Místico de Cristo, es Cristo quien continúa
derramando su sangre, como muestra de su amor misericordioso por la humanidad.
Es por esto que, en cada mártir que muere, entregando su vida y derramando su
sangre, la Iglesia
ve al mismo Cristo que continúa, en el signo de los tiempos, entregando su vida
y derramando su sangre.
Es
esta dimensión del misterio la que resalta la Iglesia con el color
litúrgico: el color litúrgico rojo, utilizado en la conmemoración de los
mártires, simboliza, más que la sangre derramada por el mártir, la Sangre del propio Cristo,
Rey de los mártires, que con ella cubrió su cuerpo, vistiéndose de color rojo
púrpura en el supremo martirio del Calvario. Por eso, al celebrar a los
mártires, que derramaron su sangre por Cristo, no se puede pasar por alto al
mismo Cristo, Rey de los mártires, a quien los mártires imitan y continúan, en
el tiempo y en la historia humana, en su Pasión de amor.
Todo
cristiano está llamado al martirio -aunque no necesariamente cruento, porque la
muerte cruenta es proporcionalmente escasa-, y es el martirio o testimonio de
confesar, día a día, en todo ámbito, más con las obras que con las palabras,
que Cristo, Rey de los mártires, entrega su vida y derrama su sangre en el
Santo Sacrificio del altar, la Santa Misa.
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