San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

lunes, 10 de diciembre de 2012

San Isaías y la esperanza del Adviento



         Contemplando al Niño de Belén, el Mesías, que ha venido para cancelar la deuda que el hombre tenía para con Dios, Isaías dice: “¡Consuelen, consuelen a mi Pueblo, dice su Dios! Hablen al corazón de Jerusalén y díganle a voces que su lucha ha terminado, que su iniquidad ha sido quitada, que ha recibido de la mano del Señor el doble por todos sus pecados”. El Niño Dios, nacido en Belén, ha venido para cancelar definitivamente la deuda que toda la humanidad había contraído con Dios a causa del pecado original; con su Sangre, que será derramada en la Cruz, la culpa del hombre ha sido perdonada, y esto es motivo de consuelo y de alivio para el Pueblo de Dios, porque ya no pesa más sobre él la pesada mano de la Justicia divina; con el Niño de Belén, Dios ha retirado la mano de su Justicia, y le ha tendido su mano abierta, la mano que ofrece el perdón, la paz y la reconciliación.
Para recibir a este Niño Dios, que trae la paz y el perdón de Dios; para recibir a este Niño que es el perdón divino encarnado porque es la misericordia divina materializada, el hombre necesita purificar su corazón, porque el Ser trinitario del Niño de Belén es puro, purísimo, inmaculado, perfectísimo, y delante de Él no puede comparecer un corazón turbio, con doblez, con imperfecciones, con impurezas, y es por esto que Isaías pide enderezar senderos, rellenar valles y abajar montañas, es decir, convertir el corazón, para comparecer delante de nuestro Dios, y para contemplar su gloria, que se hace visible, como un Niño, para Navidad: “Una voz proclama: ¡Preparen en el desierto el camino del Señor, tracen en la estepa un sendero para nuestro Dios! ¡Que se rellenen todos los valles y se aplanen todas las montañas y colinas; que las quebradas se conviertan en llanuras y los terrenos escarpados, en planicies! Entonces se revelará la gloria del Señor y todos los hombres la verán juntamente, porque ha hablado la boca del Señor”.
Pero también Isaías anuncia que la llegada del Mesías, con su gracia santificante, “hace nuevas todas las cosas”, y la primera cosa que hace nueva es el hombre mismo, que sin Dios es como la hierba, que por la mañana está fresca, y por la tarde se seca; el hombre sin Dios y sin su gracia, es como la flor de los campos, que por la mañana está fresca y floreciente, pero al atardecer se pone marchita y mustia; el hombre en la tierra, lugar de destierro, su paso por ella, y los días de su existencia, son como la hierba que a la madrugada está verde y rozagante, pero con el paso del día y el calor del sol se va marchitando hasta secarse por completo: así es el hombre, que en su juventud está sano y vigoroso, y su musculatura y sus huesos son fuertes, pero a medida que pasan los años declina cada vez más, hasta llegar a la época de la senectud en que perece: “Una voz dice: ‘¡Proclama!’. Y yo respondo: “¿Qué proclamaré?”. (Proclama que) “Toda carne es hierba y toda su consistencia, como la flor de los campos: la hierba se seca, la flor se marchita cuando sopla sobre ella el aliento del Señor. Sí, el pueblo es la hierba.
Si el hombre y sus días en la tierra es como “hierba que se marchita”, porque camina, desde que nace, hacia la muerte, no es así el Mesías, el Niño de Belén, la Palabra de Dios hecha Niño, porque Dios es eterno, Él es su misma eternidad: “La hierba se seca, la flor se marchita, pero la palabra de nuestro Dios permanece para siempre”. La Palabra de Dios, encarnada en el Niño de Belén, es eterna, estable, inmutable, y aunque existe desde la eternidad, es por siempre joven y fresca, como agua cristalina y pura, y ha venido para comunicar al hombre marchito y perimido de esta su juventud divina, para que el hombre que envejece en la tierra sea para siempre, eternamente joven en el cielo. 
Es este el mensaje que la Iglesia –y por lo tanto, todo bautizado- debe transmitir en Adviento, el mismo mensaje que anunciaba Isaías al Pueblo Elegido: señalar a los hombres, “con toda la fuerza de la voz”, “sin temor”, desde lo alto de las montañas, desde lo alto del cielo, desde los satélites creados por el hombre, a toda la tierra, a los hombres que habitan en la tierra, a los que vuelan por el espacio, a los que viajan bajo tierra, a los que surcan los océanos y bucean en las profundidades del mar, que nuestro Dios, el Dios Salvador, está ahí, en el Pesebre de Belén, en la pequeña humanidad de un pequeño Niño recién nacido; en Adviento, la Iglesia –y todo bautizado- grita al mundo, con toda la potencia de su voz, señalando al Niño del Pesebre: “¡Aquí está nuestro Dios!”. Es esto lo que Isaías quiere decir cuando dice: “Súbete a una montaña elevada, tú que llevas la buena noticia a Sión; levanta con fuerza tu voz, tú que llevas la buena noticia a Jerusalén. Levántala sin temor, di a las ciudades de Judá: “¡Aquí está tu Dios!”.

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