Contemplando al Niño de Belén, el Mesías, que ha venido para
cancelar la deuda que el hombre tenía para con Dios, Isaías dice: “¡Consuelen,
consuelen a mi Pueblo, dice su Dios! Hablen al corazón de Jerusalén y
díganle a voces que su lucha ha terminado, que su iniquidad ha sido quitada, que
ha recibido de la mano del Señor el doble por todos sus pecados”. El Niño
Dios, nacido en Belén, ha venido para cancelar definitivamente la deuda que
toda la humanidad había contraído con Dios a causa del pecado original; con su
Sangre, que será derramada en la Cruz, la culpa del hombre ha sido perdonada, y
esto es motivo de consuelo y de alivio para el Pueblo de Dios, porque ya no
pesa más sobre él la pesada mano de la Justicia divina; con el Niño de Belén, Dios
ha retirado la mano de su Justicia, y le ha tendido su mano abierta, la mano
que ofrece el perdón, la paz y la reconciliación.
Para
recibir a este Niño Dios, que trae la paz y el perdón de Dios; para recibir a
este Niño que es el perdón divino encarnado porque es la misericordia divina
materializada, el hombre necesita purificar su corazón, porque el Ser
trinitario del Niño de Belén es puro, purísimo, inmaculado, perfectísimo, y
delante de Él no puede comparecer un corazón turbio, con doblez, con
imperfecciones, con impurezas, y es por esto que Isaías pide enderezar
senderos, rellenar valles y abajar montañas, es decir, convertir el corazón,
para comparecer delante de nuestro Dios, y para contemplar su gloria, que se
hace visible, como un Niño, para Navidad: “Una voz proclama: ¡Preparen en el desierto el camino del Señor, tracen en
la estepa un sendero para nuestro Dios! ¡Que se rellenen todos los valles y se aplanen todas
las montañas y colinas; que las quebradas se conviertan en llanuras y
los terrenos escarpados, en planicies! Entonces se revelará la gloria del Señor
y todos los hombres la verán juntamente, porque ha hablado la boca del Señor”.
Pero
también Isaías anuncia que la llegada del Mesías, con su gracia santificante, “hace
nuevas todas las cosas”, y la primera cosa que hace nueva es el hombre mismo,
que sin Dios es como la hierba, que por la mañana está fresca, y por la tarde
se seca; el hombre sin Dios y sin su gracia, es como la flor de los campos, que
por la mañana está fresca y floreciente, pero al atardecer se pone marchita y
mustia; el hombre en la tierra, lugar de destierro, su paso por ella, y los
días de su existencia, son como la hierba que a la madrugada está verde y
rozagante, pero con el paso del día y el calor del sol se va marchitando hasta
secarse por completo: así es el hombre, que en su juventud está sano y
vigoroso, y su musculatura y sus huesos son fuertes, pero a medida que pasan
los años declina cada vez más, hasta llegar a la época de la senectud en que perece:
“Una voz dice:
‘¡Proclama!’.
Y yo respondo: “¿Qué proclamaré?”. (Proclama que) “Toda carne
es hierba y toda su consistencia, como la flor de los campos: la hierba se
seca, la flor se marchita cuando sopla sobre ella el aliento del Señor. Sí, el
pueblo es la hierba.
Si
el hombre y sus días en la tierra es como “hierba que se marchita”, porque camina,
desde que nace, hacia la muerte, no es así el Mesías, el Niño de Belén, la
Palabra de Dios hecha Niño, porque Dios es eterno, Él es su misma eternidad: “La hierba se seca,
la flor se marchita,
pero la palabra de nuestro Dios permanece para siempre”. La Palabra de Dios, encarnada en el Niño de Belén, es eterna, estable, inmutable, y aunque existe desde la eternidad, es por siempre joven y fresca, como agua cristalina y pura, y ha venido para comunicar al hombre marchito y perimido de esta su juventud divina, para que el hombre que envejece en la tierra sea para siempre, eternamente joven en el cielo.
Es este el mensaje que la Iglesia –y por
lo tanto, todo bautizado- debe transmitir en Adviento, el mismo mensaje que
anunciaba Isaías al Pueblo Elegido: señalar a los hombres, “con toda la fuerza
de la voz”, “sin temor”, desde lo alto de las montañas, desde lo alto del
cielo, desde los satélites creados por el hombre, a toda la tierra, a los
hombres que habitan en la tierra, a los que vuelan por el espacio, a los que
viajan bajo tierra, a los que surcan los océanos y bucean en las profundidades
del mar, que nuestro Dios, el Dios Salvador, está ahí, en el Pesebre de Belén,
en la pequeña humanidad de un pequeño Niño recién nacido; en Adviento, la
Iglesia –y todo bautizado- grita al mundo, con toda la potencia de su voz,
señalando al Niño del Pesebre: “¡Aquí está nuestro Dios!”. Es esto lo que
Isaías quiere decir cuando dice: “Súbete a una montaña elevada, tú que llevas
la buena noticia a Sión; levanta con fuerza tu voz, tú que llevas la buena
noticia a Jerusalén. Levántala sin temor, di a las ciudades de Judá: “¡Aquí está tu Dios!”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario