San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

sábado, 24 de octubre de 2020

Solemnidad de Todos los Santos

 



(Ciclo A – 2020)

         La Iglesia celebra en este día a “Todos los Santos”. ¿Quiénes son los santos? Los santos son seres humanos que han sido glorificados con la gloria divina luego de su muerte terrenal y, luego de morir y atravesar el Juicio Particular, fueron considerados dignos de ingresar en el Reino de los cielos, para alegrarse y gozarse por toda la eternidad, en la contemplación, amor y adoración de la Trinidad y el Cordero, en compañía de la Santísima Virgen y de los Ángeles de Dios.

         Pero, ¿qué hizo que los santos fueran santos? Todos los santos –con la única excepción de la Madre de Dios, que nació sin la mancha del pecado original- fueron pecadores, porque nacieron, como todos los hombres, con la mancha del pecado original. Y hubieron algunos, como por ejemplo San Agustín, que vivieron largos años en estado de pecado, alejados de la gracia de Dios y de su Iglesia y sus Sacramentos. Sin embargo, todos los Santos, también sin excepción, recibieron, en algún momento de sus vidas, una gracia especialísima, que los convirtió de pecadores en santos, que los hizo abandonar su vida de pecado y los encaminó por el Camino Real de la Cruz y es así que todos los Santos se caracterizan por haber cargado la cruz de cada día y haber seguido a Cristo camino del Calvario, todos los días de su vida, hasta la muerte, siendo esta fidelidad a la gracia y a la cruz lo que los condujo al cielo, en donde ahora habitan, plenos de felicidad, por siglos sin fin. En otras palabras, los santos fueron, antes de ser santos, hombres comunes y pecadores que, de no haber recibido la gracia de la conversión, habrían continuado en su vida de pecado y se habrían condenado. Sin embargo, lo que los hizo convertir de pecadores a santos fue, como dijimos, la recepción de la gracia santificante, gracia que no sólo quitó el pecado de sus almas, sino que hizo que empezaran a vivir, por participación, de la vida del Cordero, ya desde esta vida terrena, vida que ahora viven en su plenitud, en la gloria del Reino de Dios. Esto quiere decir que, sin la gracia santificante, los Santos a los que veneramos y que están en el cielo, habrían sido hombres comunes y pecadores: esto nos anima a nosotros, que somos hombres comunes y pecadores –en realidad, somos “nada más pecado”- a emprender el camino de la santidad, tal como lo hicieron los Santos, camino que consiste, esencialmente, en recibir la gracia santificante, atesorarla en el corazón como el tesoro más preciado, más valioso que el oro y la plata, y cargar la cruz en el seguimiento de Cristo crucificado, para morir en el Calvario al hombre viejo y así nacer a la vida nueva de los hijos de Dios, los santos, destinados al Reino de los cielos. Entonces, es el atesoramiento de la gracia lo que hizo a los Santos ser Santos y merecedores del Reino de los cielos y por éste motivo es que la Iglesia nos pone como ejemplos, para que nosotros los imitemos en su camino de santidad, en su aprecio y amor de la gracia santificante.

         Por último, otra cosa que caracteriza a los Santos, sin excepción, es su amor por la Eucaristía y por la Virgen. No hay santo que no se haya destacado por su fe, devoción, piedad y amor hacia Jesús Eucaristía y hacia la Virgen, que es la Madre de la Eucaristía. Los Santos nos muestran entonces el camino al cielo: poseer la gracia santificante en el alma y amar a Jesús y a la Virgen. Si esto hacemos, algún día, luego de nuestro paso por la tierra y luego de atravesar el Juicio Particular, participaremos con Todos los Santos de su alegría, la contemplación, amor y adoración de la Trinidad y del Cordero, por los siglos sin fin.

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