Vida
de santidad[1].
Ignacio, segundo sucesor de Pedro en el gobierno de la
Iglesia de Antioquía, fue condenado a morir devorado por las fieras. Para ese
fin, fue trasladado a Roma y allí, bajo el imperio de Trajano, recibió la
corona de su glorioso martirio el año 107. En su viaje a Roma escribió siete
cartas, dirigidas a varias Iglesias, en las que trata sabiamente de Cristo, de
la constitución de la Iglesia y de la vida cristiana.
Mensaje de santidad[2].
Para comprender el sentido de las palabras de la siguiente
carta de San Ignacio, hay que entender en el contexto en que fue escrita: la
escribió camino de su martirio y en ella, lejos de pedir a los fieles que
intercedieran ante las autoridades para que lo liberen, les suplica que no lo
hagan y que lo dejen ir al martirio, para así dar testimonio de Cristo e
ingresar en el Reino de Dios. Analicemos brevemente su carta.
Dice así: “Yo voy escribiendo a todas las Iglesias, y a
todas les encarezco lo mismo: que moriré de buena gana por Dios, con tal que
vosotros no me lo impidáis. Os lo pido por favor: no me demostréis una
benevolencia inoportuna. Dejad que sea pasto de las fieras, ya que ello me hará
posible alcanzar a Dios. Soy trigo de Dios y he de ser molido por los dientes
de las fieras, para llegar a ser pan limpio de Cristo. Rogad por mí a Cristo,
para que, por medio de esos instrumentos, llegue a ser una víctima para Dios”.
San Ignacio dice que “morirá de buena gana por Dios”; que es “trigo de Dios y
que ha de ser molido por los dientes de las fieras” y que no lo impidan, puesto
esto –ser devorado por las fieras- le hará posible “alcanzar a Dios”. Mientras
en otras religiones hay que matar a los infieles para alcanzar la felicidad del
cielo, en el catolicismo hay que entregar la propia vida como testimonio del Reino
de Dios y su Cristo.
Luego
continúa: “De nada me servirán los placeres terrenales ni los reinos de este
mundo. Prefiero morir en Cristo Jesús que reinar en los confines de la tierra.
Todo mi deseo y mi voluntad están puestos en aquel que por nosotros murió y
resucitó. Se acerca ya el momento de mi nacimiento a la vida nueva. Por favor,
hermanos, no me privéis de esta vida, no queráis que muera; si lo que yo anhelo
es pertenecer a Dios, no me entreguéis al mundo ni me seduzcáis con las cosas
materiales; dejad que pueda contemplar la luz pura; entonces seré hombre en
pleno sentido. Permitid que imite la pasión de mi Dios. El que tenga a Dios en
si entenderá lo que quiero decir y se compadecerá de mi, sabiendo cuál es el
deseo que me apremia”. Aquí se ve cómo San Ignacio desprecia profundamente este
mundo, al tiempo que anhela, con todas sus fuerzas, morir a esta vida terrena
para vivir en la vida eterna, pues “todo su deseo está puesto en Cristo Jesús”.
Morir será, para él, el “nacer a la Vida eterna” y por eso pide que no se
opongan a ello.
Prosigue:
“El príncipe de este mundo me quiere arrebatar y pretende arruinar mi deseo que
tiende hacia Dios. Que nadie de vosotros, los aquí presentes, lo ayude; poneos
más bien de mi parte, esto es, de parte de Dios. No queráis a un mismo tiempo
tener a Jesucristo en la boca y los deseos mundanos en el corazón. Que no
habite la envidia entre vosotros. Ni me hagáis caso si, cuando esté aquí, os
suplicare en sentido contrario; haced más bien caso de lo que ahora os escribo.
Porque os escribo en vida, pero deseando morir. Mi amor está crucificado y ya
no queda en mí el fuego de los deseos terrenos; únicamente siento en mi
interior la voz de una agua viva que me habla y me dice: “Ven al Padre”. No
encuentro ya deleite en el alimento material ni en los placeres de este mundo.
Lo que deseo es el pan de Dios, que es la carne de Jesucristo, de la
descendencia de David, y la bebida de su sangre, que es la caridad
incorruptible”. Afirma que si alguien se interpone en su martirio, aun con la
mejor de las intenciones, en realidad está secundando el trabajo del Demonio, quien
precisamente no quiere que muera mártir: “el Príncipe de este mundo pretende
arruinar mi deseo que tiende hacia Dios (…) que nadie lo ayude”. Ya no tiene
ningún deseo terreno; se han apagado en él todos los fuegos de la concupiscencia
y sólo siente una voz celestial que lo llama y le dice: “Ven al Padre”. Sólo desea
alimentarse de la Eucaristía, “el Pan de Dios, la carne de Jesucristo” y “la
bebida de su Sangre”, que es el Vino de la Alianza Nueva y Eterna.
Por
último, concluye así: “No quiero ya vivir más la vida terrena. Y este deseo
será realidad si vosotros lo queréis. Os pido que lo queráis, y así vosotros
hallaréis también benevolencia. En dos palabras resumo mi súplica: hacedme
caso. Jesucristo os hará ver que digo la verdad, él, que es la boca que no
engaña, por la que el Padre ha hablado verdaderamente. Rogad por mí, para que
llegue a la meta. Os he escrito no con criterios humanos, sino conforme a la
mente de Dios. Si sufro el martirio, es señal de que me queréis bien; de lo
contrario, es que me habéis aborrecido”. San Ignacio ya no desea “vivir la vida
terrena”, porque desea vivir en la Vida eterna, en compañía de Jesucristo y
para eso desea que se cumpla el martirio; de parte de sus discípulos, si no se
oponen al martirio, eso será señal de que lo aman. Finalmente, al escribir esta
última carta deseando el martirio en nombre de Cristo, lo hace movido “no por
criterios humanos, sino conforme a la mente de Dios”.
Le
pidamos a San Ignacio que también nosotros no sólo despreciemos este mundo y
sus placeres, sino que deseemos ardientemente morir en gracia para alcanzar el
Reino de los cielos.
[2] De la carta de
san Ignacio de Antioquía, obispo y mártir, a los Romanos, Cap. 4. 1-2; 6, 1--8,
3: Funk 1, 217-223.
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