San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

sábado, 17 de octubre de 2020

San Ignacio de Antioquía

 


         Vida de santidad[1].

         Ignacio, segundo sucesor de Pedro en el gobierno de la Iglesia de Antioquía, fue condenado a morir devorado por las fieras. Para ese fin, fue trasladado a Roma y allí, bajo el imperio de Trajano, recibió la corona de su glorioso martirio el año 107. En su viaje a Roma escribió siete cartas, dirigidas a varias Iglesias, en las que trata sabiamente de Cristo, de la constitución de la Iglesia y de la vida cristiana.

         Mensaje de santidad[2].

         Para comprender el sentido de las palabras de la siguiente carta de San Ignacio, hay que entender en el contexto en que fue escrita: la escribió camino de su martirio y en ella, lejos de pedir a los fieles que intercedieran ante las autoridades para que lo liberen, les suplica que no lo hagan y que lo dejen ir al martirio, para así dar testimonio de Cristo e ingresar en el Reino de Dios. Analicemos brevemente su carta.

         Dice así: “Yo voy escribiendo a todas las Iglesias, y a todas les encarezco lo mismo: que moriré de buena gana por Dios, con tal que vosotros no me lo impidáis. Os lo pido por favor: no me demostréis una benevolencia inoportuna. Dejad que sea pasto de las fieras, ya que ello me hará posible alcanzar a Dios. Soy trigo de Dios y he de ser molido por los dientes de las fieras, para llegar a ser pan limpio de Cristo. Rogad por mí a Cristo, para que, por medio de esos instrumentos, llegue a ser una víctima para Dios”. San Ignacio dice que “morirá de buena gana por Dios”; que es “trigo de Dios y que ha de ser molido por los dientes de las fieras” y que no lo impidan, puesto esto –ser devorado por las fieras- le hará posible “alcanzar a Dios”. Mientras en otras religiones hay que matar a los infieles para alcanzar la felicidad del cielo, en el catolicismo hay que entregar la propia vida como testimonio del Reino de Dios y su Cristo.

Luego continúa: “De nada me servirán los placeres terrenales ni los reinos de este mundo. Prefiero morir en Cristo Jesús que reinar en los confines de la tierra. Todo mi deseo y mi voluntad están puestos en aquel que por nosotros murió y resucitó. Se acerca ya el momento de mi nacimiento a la vida nueva. Por favor, hermanos, no me privéis de esta vida, no queráis que muera; si lo que yo anhelo es pertenecer a Dios, no me entreguéis al mundo ni me seduzcáis con las cosas materiales; dejad que pueda contemplar la luz pura; entonces seré hombre en pleno sentido. Permitid que imite la pasión de mi Dios. El que tenga a Dios en si entenderá lo que quiero decir y se compadecerá de mi, sabiendo cuál es el deseo que me apremia”. Aquí se ve cómo San Ignacio desprecia profundamente este mundo, al tiempo que anhela, con todas sus fuerzas, morir a esta vida terrena para vivir en la vida eterna, pues “todo su deseo está puesto en Cristo Jesús”. Morir será, para él, el “nacer a la Vida eterna” y por eso pide que no se opongan a ello.

Prosigue: “El príncipe de este mundo me quiere arrebatar y pretende arruinar mi deseo que tiende hacia Dios. Que nadie de vosotros, los aquí presentes, lo ayude; poneos más bien de mi parte, esto es, de parte de Dios. No queráis a un mismo tiempo tener a Jesucristo en la boca y los deseos mundanos en el corazón. Que no habite la envidia entre vosotros. Ni me hagáis caso si, cuando esté aquí, os suplicare en sentido contrario; haced más bien caso de lo que ahora os escribo. Porque os escribo en vida, pero deseando morir. Mi amor está crucificado y ya no queda en mí el fuego de los deseos terrenos; únicamente siento en mi interior la voz de una agua viva que me habla y me dice: “Ven al Padre”. No encuentro ya deleite en el alimento material ni en los placeres de este mundo. Lo que deseo es el pan de Dios, que es la carne de Jesucristo, de la descendencia de David, y la bebida de su sangre, que es la caridad incorruptible”. Afirma que si alguien se interpone en su martirio, aun con la mejor de las intenciones, en realidad está secundando el trabajo del Demonio, quien precisamente no quiere que muera mártir: “el Príncipe de este mundo pretende arruinar mi deseo que tiende hacia Dios (…) que nadie lo ayude”. Ya no tiene ningún deseo terreno; se han apagado en él todos los fuegos de la concupiscencia y sólo siente una voz celestial que lo llama y le dice: “Ven al Padre”. Sólo desea alimentarse de la Eucaristía, “el Pan de Dios, la carne de Jesucristo” y “la bebida de su Sangre”, que es el Vino de la Alianza Nueva y Eterna.

Por último, concluye así: “No quiero ya vivir más la vida terrena. Y este deseo será realidad si vosotros lo queréis. Os pido que lo queráis, y así vosotros hallaréis también benevolencia. En dos palabras resumo mi súplica: hacedme caso. Jesucristo os hará ver que digo la verdad, él, que es la boca que no engaña, por la que el Padre ha hablado verdaderamente. Rogad por mí, para que llegue a la meta. Os he escrito no con criterios humanos, sino conforme a la mente de Dios. Si sufro el martirio, es señal de que me queréis bien; de lo contrario, es que me habéis aborrecido”. San Ignacio ya no desea “vivir la vida terrena”, porque desea vivir en la Vida eterna, en compañía de Jesucristo y para eso desea que se cumpla el martirio; de parte de sus discípulos, si no se oponen al martirio, eso será señal de que lo aman. Finalmente, al escribir esta última carta deseando el martirio en nombre de Cristo, lo hace movido “no por criterios humanos, sino conforme a la mente de Dios”.

Le pidamos a San Ignacio que también nosotros no sólo despreciemos este mundo y sus placeres, sino que deseemos ardientemente morir en gracia para alcanzar el Reino de los cielos.

 



[2] De la carta de san Ignacio de Antioquía, obispo y mártir, a los Romanos, Cap. 4. 1-2; 6, 1--8, 3: Funk 1, 217-223.

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