San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

sábado, 11 de agosto de 2018

Santa Teresa Benedicta de la Cruz



         Vida de santidad[1].

         Nació el 12 de octubre de 1891, en la entonces ciudad alemana de Breslau (hoy Wroclaw-capital de la Silesia, que pasó a pertenecer a Polonia después de la Segunda Guerra Mundial). Ella era la menor de los 11 hijos que tuvo el matrimonio Stein. Sus padres, Sigfred y Auguste, dedicados al comercio, eran judíos. Él murió antes de que Edith cumpliera los dos años, y su madre hubo de cargar con la dirección del comercio y la educación de sus hijos.Judía de nacimiento, abraza la fe católica ya siendo profesora de universidad y reconocida filósofa. Entra en las Carmelitas descalzas y muere víctima de los nazis en Aushwitz. Canonizada por Juan Pablo II el 11 de Octubre, 1998. Consideró su conversión a la fe católica como una conversión también hacia una más profunda identificación con su identidad judía. Su testimonio ilustra dos temas inseparables: La unidad entre el judaísmo y la fe católica y el valor del sufrimiento.

         Mensaje de santidad[2].

         Además de su gran vida de santidad, su mensaje está en sus escritos. En uno de ellos, titulado: Ave Crux, spes única (Salve Cruz, esperanza única), Santa Teresa Benedicta o Edith Stein manifiesta la razón por la cual los cristianos ponemos toda nuestra esperanza y  nuestra única esperanza, en la cruz. Dice así: “Te saludamos, Cruz santa, única esperanza nuestra”. Así lo decimos en la Iglesia en el tiempo de Pasión, tiempo dedicado a la contemplación de los amargos sufrimientos de Nuestro Señor Jesucristo”. Edith Stein se refiere a una de las antífonas que la Iglesia canta en uno de los más importantes tiempos litúrgicos, el tiempo de Cuaresma, en donde la Iglesia no solo medita sino que participa, místicamente, de la Pasión del Señor, “de los amargos sufrimientos de Nuestro Señor Jesucristo”.
         Luego prosigue describiendo la situación actual del mundo contemporáneo, una situación en la que todo está envuelto en llamas, como producto de la “lucha entre Cristo y el Anticristo”: “El mundo está en llamas: la lucha entre Cristo y el Anticristo ha comenzado abiertamente, por eso si te decides en favor de Cristo, ello puede acarrearte incluso el sacrificio de la vida”. Dice Santa Edith Stein que vivimos en una época en la que abiertamente luchan Cristo y el Anticristo y no se refiere simplemente a las luchas o guerras materiales, en las que se enfrentan un ejército contra otro, pues esta situación es consecuencia de una lucha espiritual entre las fuerzas del Bien, representadas en Cristo y su Iglesia, y las fuerzas del mal, representadas en el Anticristo y los hombres malvados a él aliados. En esta lucha, una probabilidad muy cierta es que, quien lucha para Cristo, deba ofrendar su vida por Él: “ello puede acarrearte incluso el sacrificio de la propia vida”.
Más adelante, la santa nos anima a contemplar a Jesús crucificado, que por todos y cada uno de nosotros “cuelga del madero” en su obediencia al Padre hasta la muerte de cruz: “Contempla al Señor que ante ti cuelga del madero, porque ha sido obediente hasta la muerte de Cruz. Él vino al mundo no para hacer su voluntad, sino la del Padre”. Es necesario contemplar a Jesús crucificado porque si el alma quiere desposarse en desposorios místicos con el Cordero, debe imitarlo en todo, principalmente, en su obediencia al Padre hasta la muerte de cruz: “Si quieres ser la esposa del Crucificado debes renunciar totalmente a tu voluntad y no tener más aspiración que la de cumplir la voluntad de Dios”.
La renuncia a todo bien terreno –y a toda gloria terrena- forma parte esencial del seguimiento de Nuestro Señor Jesucristo, puesto que Él muere pobre en la cruz. Si alguien desea seguir a Cristo pero no se decide a dejar los bienes terrenos, el apetito por los bienes materiales se interpondrá como un muro entre el alma y Jesucristo: “Frente a ti el Redentor pende de la Cruz despojado y desnudo, porque ha escogido la pobreza. Quien quiera seguirlo debe renunciar a toda posesión terrena”.
Quien desee seguir a Cristo debe arrodillarse ante su cruz con un corazón contrito, que ha renunciado de modo absoluto a toda posesión material y terrena, porque el Señor ha derramado hasta la última gota de us Sangre Preciosísima para demostrar cuánto amor nos tiene y así ganar nuestro amor. La renuncia a los bienes materiales y a la gloria mundana son necesarias para participar de su pureza, que en el hombre se traduce en “santa castidad”. Así, el alma que desee seguir a Jesucristo no debe tener otro pensamiento ni otro anhelo que no sea el mismo Jesucristo: “Ponte delante del Señor que cuelga de la Cruz, con corazón quebrantado; Él ha vertido la sangre de su corazón con el fin de ganar el tuyo. Para poder imitarle en la santa castidad, tu corazón ha de vivir libre de toda aspiración terrena; Jesús crucificado debe ser el objeto de toda tu tendencia, de todo tu deseo, de todo tu pensamiento”.
Como consecuencia de la lucha entre el Bien y el Mal, el mundo arde en llamas y esas llamas son tan altas y peligrosas que incluso pueden alcanzar la relativa seguridad del propio hogar. En esta situación, la cruz se presenta no solo como el único refugio seguro, sino como el único camino que nos quita de este mundo en llamas y nos traslada al Reino de los cielos: “El mundo está en llamas: el incendio podría también propagarse a nuestra casa, pero por encima de todas las llamas se alza la cruz, incombustible. La cruz es el camino que conduce de la tierra al cielo”.
Quien se abraza al madero de la cruz, es transportado al seno mismo de la Trinidad, porque es el Espíritu Santo quien, en Cristo, lleva al alma al Padre: “Quien se abraza a ella con fe, amor y esperanza se siente transportado a lo alto, hasta el seno de la Trinidad”.
Las llamas espirituales, que brotan del mismo Infierno y que abrasan este mundo terreno, solo pueden ser apagadas por la Sangre Preciosísima del Cordero, que brota inagotable de sus heridas abiertas: “El mundo está en llamas: ¿Deseas apagarlas? Contempla la cruz: del Corazón abierto brota la sangre del Redentor, sangre capaz de extinguir las mismas llamas del infierno”.
Quien mantiene fielmente los votos de castidad, obediencia y pobreza, no solo imita sino que participa del Acto de Ser divino trinitario y así su corazón se encuentra verdaderamente libre de toda clase de esclavitud, al tiempo que sobre él se derraman “torrentes del amor divino”: “Mediante la fiel observancia de los votos, mantén tu corazón libre y abierto; entonces rebosarán sobre él los torrentes del amor divino, haciéndolo desbordar fecundamente hasta los confines de la tierra”.
Quien se abraza a la cruz puede, verdaderamente, dar consuelo a las almas que están en este mundo en llamas y que por lo tanto sufren, aun cuando no sepan el origen de su dolor. El que así obra, se vuelve corredentor junto al Redentor: “Gracias al poder de la cruz puedes estar presente en todos los lugares del dolor a donde te lleve tu caridad compasiva, una caridad que dimana del Corazón Divino, y que te hace capaz de derramar en todas partes su preciosísima sangre para mitigar, salvar y redimir”.
Desde la cruz, Jesús nos mira a lo más profundo de nuestro ser y nos pregunta si aceptamos, libremente, el pacto por el cual Él derrama su Sangre sobre nuestros corazones y nosotros a cambio le damos la totalidad de nuestros pobres corazones y en ese pacto celestial, que brota de la cruz, radica toda nuestra esperanza y ésa es la razón por la cual decimos: “Salve, Cruz, esperanza única!”: “El Crucificado clava en ti los ojos interrogándote, interpelándote. ¿Quieres volver a pactar en serio con Él la alianza? Tú sólo tienes palabras de vida eterna. ¡Salve, Cruz, única esperanza!”.


[2] Edith Stein Weke, II. Band, Verborgenes Leben ‘Vida Escondida’, Freiburg-Basel-Wien 1987, S. 124-126

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