Nació el 12 de octubre de
1891, en la entonces ciudad alemana de Breslau (hoy Wroclaw-capital de la
Silesia, que pasó a pertenecer a Polonia después de la Segunda Guerra Mundial).
Ella era la menor de los 11 hijos que tuvo el matrimonio Stein. Sus padres,
Sigfred y Auguste, dedicados al comercio, eran judíos. Él murió antes de que
Edith cumpliera los dos años, y su madre hubo de cargar con la dirección del
comercio y la educación de sus hijos.Judía de nacimiento, abraza la fe católica
ya siendo profesora de universidad y reconocida filósofa. Entra en las
Carmelitas descalzas y muere víctima de los nazis en Aushwitz. Canonizada por
Juan Pablo II el 11 de Octubre, 1998. Consideró su conversión a la fe católica
como una conversión también hacia una más profunda identificación con su
identidad judía. Su testimonio ilustra dos temas inseparables: La unidad entre
el judaísmo y la fe católica y el valor del sufrimiento.
Además de su gran vida de
santidad, su mensaje está en sus escritos. En uno de ellos, titulado: Ave Crux,
spes única (Salve
Cruz, esperanza única), Santa Teresa Benedicta o Edith Stein manifiesta la
razón por la cual los cristianos ponemos toda nuestra esperanza y nuestra única esperanza, en la cruz. Dice así:
“Te saludamos, Cruz santa, única esperanza nuestra”. Así lo decimos en la
Iglesia en el tiempo de Pasión, tiempo dedicado a la contemplación de los
amargos sufrimientos de Nuestro Señor Jesucristo”. Edith Stein se refiere a una
de las antífonas que la Iglesia canta en uno de los más importantes tiempos
litúrgicos, el tiempo de Cuaresma, en donde la Iglesia no solo medita sino que
participa, místicamente, de la Pasión del Señor, “de los amargos sufrimientos
de Nuestro Señor Jesucristo”.
Luego prosigue describiendo la situación actual del mundo
contemporáneo, una situación en la que todo está envuelto en llamas, como
producto de la “lucha entre Cristo y el Anticristo”: “El mundo está en llamas:
la lucha entre Cristo y el Anticristo ha comenzado abiertamente, por eso si te
decides en favor de Cristo, ello puede acarrearte incluso el sacrificio de la
vida”. Dice Santa Edith Stein que vivimos en una época en la que abiertamente
luchan Cristo y el Anticristo y no se refiere simplemente a las luchas o
guerras materiales, en las que se enfrentan un ejército contra otro, pues esta
situación es consecuencia de una lucha espiritual entre las fuerzas del Bien,
representadas en Cristo y su Iglesia, y las fuerzas del mal, representadas en
el Anticristo y los hombres malvados a él aliados. En esta lucha, una
probabilidad muy cierta es que, quien lucha para Cristo, deba ofrendar su vida
por Él: “ello puede acarrearte incluso el sacrificio de la propia vida”.
Más
adelante, la santa nos anima a contemplar a Jesús crucificado, que por todos y
cada uno de nosotros “cuelga del madero” en su obediencia al Padre hasta la
muerte de cruz: “Contempla al Señor que ante ti cuelga del madero, porque ha
sido obediente hasta la muerte de Cruz. Él vino al mundo no para hacer su
voluntad, sino la del Padre”. Es necesario contemplar a Jesús crucificado
porque si el alma quiere desposarse en desposorios místicos con el Cordero,
debe imitarlo en todo, principalmente, en su obediencia al Padre hasta la
muerte de cruz: “Si quieres ser la esposa del Crucificado debes renunciar
totalmente a tu voluntad y no tener más aspiración que la de cumplir la
voluntad de Dios”.
La
renuncia a todo bien terreno –y a toda gloria terrena- forma parte esencial del
seguimiento de Nuestro Señor Jesucristo, puesto que Él muere pobre en la cruz. Si
alguien desea seguir a Cristo pero no se decide a dejar los bienes terrenos, el
apetito por los bienes materiales se interpondrá como un muro entre el alma y
Jesucristo: “Frente a ti el Redentor pende de la Cruz despojado y desnudo,
porque ha escogido la pobreza. Quien quiera seguirlo debe renunciar a toda
posesión terrena”.
Quien
desee seguir a Cristo debe arrodillarse ante su cruz con un corazón contrito,
que ha renunciado de modo absoluto a toda posesión material y terrena, porque
el Señor ha derramado hasta la última gota de us Sangre Preciosísima para
demostrar cuánto amor nos tiene y así ganar nuestro amor. La renuncia a los
bienes materiales y a la gloria mundana son necesarias para participar de su
pureza, que en el hombre se traduce en “santa castidad”. Así, el alma que desee
seguir a Jesucristo no debe tener otro pensamiento ni otro anhelo que no sea el
mismo Jesucristo: “Ponte delante del Señor que cuelga de la Cruz, con corazón
quebrantado; Él ha vertido la sangre de su corazón con el fin de ganar el tuyo.
Para poder imitarle en la santa castidad, tu corazón ha de vivir libre de toda
aspiración terrena; Jesús crucificado debe ser el objeto de toda tu tendencia,
de todo tu deseo, de todo tu pensamiento”.
Como
consecuencia de la lucha entre el Bien y el Mal, el mundo arde en llamas y esas
llamas son tan altas y peligrosas que incluso pueden alcanzar la relativa
seguridad del propio hogar. En esta situación, la cruz se presenta no solo como
el único refugio seguro, sino como el único camino que nos quita de este mundo
en llamas y nos traslada al Reino de los cielos: “El mundo está en llamas: el
incendio podría también propagarse a nuestra casa, pero por encima de todas las
llamas se alza la cruz, incombustible. La cruz es el camino que conduce de la
tierra al cielo”.
Quien
se abraza al madero de la cruz, es transportado al seno mismo de la Trinidad,
porque es el Espíritu Santo quien, en Cristo, lleva al alma al Padre: “Quien se
abraza a ella con fe, amor y esperanza se siente transportado a lo alto, hasta
el seno de la Trinidad”.
Las
llamas espirituales, que brotan del mismo Infierno y que abrasan este mundo
terreno, solo pueden ser apagadas por la Sangre Preciosísima del Cordero, que
brota inagotable de sus heridas abiertas: “El mundo está en llamas: ¿Deseas
apagarlas? Contempla la cruz: del Corazón abierto brota la sangre del Redentor,
sangre capaz de extinguir las mismas llamas del infierno”.
Quien
mantiene fielmente los votos de castidad, obediencia y pobreza, no solo imita
sino que participa del Acto de Ser divino trinitario y así su corazón se
encuentra verdaderamente libre de toda clase de esclavitud, al tiempo que sobre
él se derraman “torrentes del amor divino”: “Mediante la fiel observancia de
los votos, mantén tu corazón libre y abierto; entonces rebosarán sobre él los
torrentes del amor divino, haciéndolo desbordar fecundamente hasta los confines
de la tierra”.
Quien
se abraza a la cruz puede, verdaderamente, dar consuelo a las almas que están
en este mundo en llamas y que por lo tanto sufren, aun cuando no sepan el
origen de su dolor. El que así obra, se vuelve corredentor junto al Redentor: “Gracias
al poder de la cruz puedes estar presente en todos los lugares del dolor a
donde te lleve tu caridad compasiva, una caridad que dimana del Corazón Divino,
y que te hace capaz de derramar en todas partes su preciosísima sangre para
mitigar, salvar y redimir”.
Desde
la cruz, Jesús nos mira a lo más profundo de nuestro ser y nos pregunta si
aceptamos, libremente, el pacto por el cual Él derrama su Sangre sobre nuestros
corazones y nosotros a cambio le damos la totalidad de nuestros pobres
corazones y en ese pacto celestial, que brota de la cruz, radica toda nuestra
esperanza y ésa es la razón por la cual decimos: “Salve, Cruz, esperanza única!”:
“El Crucificado clava en ti los ojos interrogándote, interpelándote. ¿Quieres
volver a pactar en serio con Él la alianza? Tú sólo tienes palabras de vida
eterna. ¡Salve, Cruz, única esperanza!”.
[2] Edith Stein Weke, II. Band, Verborgenes Leben ‘Vida
Escondida’, Freiburg-Basel-Wien 1987, S. 124-126
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