Vida de santidad[1].
Nació en Caleruega,
España, en 1171. Su madre, Juana de Aza, que ha sido declarada beata, era una
mujer admirable en virtudes cristianas y fue quien lo educó y le transmitió la
fe cristiana. A los 14 años se fue a vivir con un tío sacerdote en Palencia en
cuya casa trabajaba y estudiaba. Leía con asiduidad libros religiosos, además
de dedicarse a hacer caridad a la gente. Una vez entrado en la religión, Santo
Domingo se destacó por ser un hombre de asidua oración, de duros sacrificios,
pero también de gran alegría y buen humor. La gente lo veía siempre con rostro
alegre, gozoso y amable. Sus compañeros decían: “De día nadie más comunicativo
y alegre. De noche, nadie más dedicado a la oración y a la meditación”. Pasaba
noches enteras en oración. Cuando se
trataba de temas mundanos era parco, pero cuando había que hablar de Nuestro
Señor y de temas religiosos entonces sí que charlaba con verdadero entusiasmo. Sus libros favoritos eran el Evangelio de San
Mateo y las Cartas de San Pablo. Siempre los llevaba consigo para leerlos día
por día y prácticamente se los sabía de memoria. A sus discípulos les
recomendaba que no pasaran ningún día sin leer alguna página del Nuevo
Testamento o del Antiguo.
Al
acompañar en un viaje apostólico por el sur de Francia a su obispo, se dio
cuenta de una peligrosa y gravísima situación para la Iglesia: los herejes –llamados
cátaros y albigenses- habían invadido regiones enteras y estaban haciendo un
gran mal a las almas, provocando la apostasía de innumerables católicos. Esta
secta enseña que existen dos dioses, uno del bien y otro del mal: el bueno creó
todo lo espiritual mientras que el dios malo, el mundo material. En consecuencia,
todo lo material, incluido el cuerpo, es malo para los albigenses, contrariando
así una de las enseñanzas de la Iglesia Católica, que enseña que la materia es
buena porque fue creada por Dios Trino y nada de lo que hace Dios es malo. Como
los albigenses sostenían que todo lo material era malo, también afirmaban en
consecuencia y erróneamente que Jesús no es Dios, puesto que tiene un cuerpo
material, humano, como todos los hombres –aunque Él es el Hombre-Dios, porque
en realidad no es una persona humana, sino la Persona Segunda de la Trinidad-. Así,
los albigenses negaban la divinidad de Jesucristo, como muchas otras verdades
católicas: la existencia de los sacramentos y la condición de la Virgen de ser
la Madre de Dios. También rechazaban la autoridad del Papa y de la jerarquía de
la Iglesia, estableciendo sus propias normas y creencias, erradas desde el
principio al fin. Para combatir a tan peligrosa secta, los Papas habían
enviado, hasta Santo Domingo, a numerosos y santos sacerdotes que trataron de
convertirlos, aunque con muy poco éxito.
Frente
a esta situación, se había demostrado el método empleado por los misioneros
católicos se demostraba absolutamente inadecuado e ineficiente.
Santo
Domingo se decidió a emprender la misión de convertir a los herejes y para ello
reunió un buen grupo de compañeros y junto con ellos decidió que llevarían una
vida de absoluta pobreza, además de buscar vivir la santidad día a día. En
agosto de 1216 fundó Santo Domingo su Comunidad de predicadores, con 16
compañeros que lo querían y le obedecían como al mejor de los padres. Ocho eran
franceses, siete españoles y uno inglés. Los preparó de la mejor manera que le
fue posible y los envió a predicar, y la nueva comunidad tuvo una bendición de
Dios tan grande que a los pocos años ya los conventos de los dominicos eran más
de setenta, se hicieron famosos en las grandes universidades, especialmente en
la de París y en la de Bolonia. El gran fundador le dieron a sus religiosos
unas normas que les han hecho un bien inmenso por muchos siglos. Además,
numerosísimos cátaros y albigenses se convirtieron a la fe católica, al punto
que la secta prácticamente desapareció.
Ahora
bien, en realidad, lo que les dio la santidad a los dominicos que recién
comenzaban y el éxito apostólico en la conversión de almas no fue el empeño ni
el propio esfuerzo –que sí hay que ponerlo-, sino una poderosísima arma
espiritual que la mismísima Virgen María entregó en manos de Santo Domingo: el
Santo Rosario. En efecto, fue la Madre de Dios quien, en una aparición a Santo
Domingo, le enseñó a rezar el rosario, en el año 1208, que en realidad es una
contemplación rezada de la vida de los misterios de Jesucristo. Además, la
Virgen le dijo que propagara esta devoción y que la misma sería un arma
poderosa para utilizar contra de los enemigos de la Fe.
Ahora
bien, la situación entre albigenses y católicos se tensó cada vez más hasta
desembocar en una guerra. Simón De Montfort, jefe del ejército cristiano y a la
vez amigo de Domingo, le pidió que les enseñara a las tropas a rezar el rosario,
el cual, una vez aprendido, lo rezaron con gran devoción antes de su batalla
más importante en la localidad de Muret. De Montfort consideró que su victoria
había sido un verdadero milagro y el resultado del rosario y como signo de
gratitud, De Montfort construyó la primera capilla a Nuestra Señora del
Rosario.
Totalmente
desgastado de tanto trabajar y sacrificarse por el Reino de Dios a principios
de agosto del año 1221 se sintió falto de fuerzas, estando en Bolonia, la
ciudad donde había vivido sus últimos años. Tuvieron que prestarle un colchón
porque no tenía. Y el 6 de agosto de 1221, mientras le rezaban las oraciones
por los agonizantes cuando le decían: “Que todos los ángeles y santos salgan a
recibirte”, dijo: “¡Qué hermoso, qué hermoso!” y expiró. A los 13 años de haber
muerto, el Sumo Pontífice lo declaró santo y exclamó al proclamar el decreto de
su canonización: “De la santidad de este hombre estoy tan seguro, como de la
santidad de San Pedro y San Pablo”.
Mensaje
de santidad.
Es
notorio el antes y el después de la aparición de la Virgen con su don, el
Rosario: antes de la aparición de la Virgen, Santo Domingo trabajó
incansablemente por la propagación del Evangelio entre los sectarios; hizo
continuos ayunos, ofreció oraciones y sacrificios, y sin embargo, logró
convertir solo a unos cuantos. Estando en la capilla de las novicias
benedictinas, Santo Domingo le suplicó a la Virgen que lo ayudara, pues estaba
desanimado, luego de que las conversiones fueran tan escasas y el trabajo tan
arduo.
Respondiendo
a su pedido, la Virgen se le apareció en la capilla de las religiosas
benedictinas. Sostenía un Rosario en su mano y le enseñó a Santo Domingo cómo
recitarlo, prometiéndole que muchos pecadores se convertirían por su rezo. Luego
de que Santo Domingo implementara el Santo Rosario en su orden, las
conversiones, de mínimas que eran, pasaron a ser masivas, por eso decimos que
hubo un claro antes y después de la aparición de la Virgen con el Rosario. Podemos
decir que fue la Virgen quien, con su Rosario, derrotó a la secta de los cátaros
y albigenses que asolaban el sur de Francia. En nuestros días, nos enfrentamos
a una secta inmensamente más peligrosa que la de los albigenses y cátaros y es
la secta luciferina llamada “Nueva Era”, cuyo objetivo declarado es consagrar
la humanidad a Lucifer, el Ángel caído: como en tiempos de Santo Domingo, el
Santo Rosario es el arma potentísima con la cual la Iglesia soportará los
embates de las puertas del Infierno y el medio por el cual el Inmaculado
Corazón de María triunfará.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario