San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

domingo, 5 de agosto de 2018

San Juan María Vianney



         Vida de santidad[1].

San Juan María Vianney nació en Dardilly, Francia, el 8 de mayo de 1786. En esa época estalló la revolución anticristiana llamada “Revolución Francesa”, que procuraba destruir todo lo que fuera cristianismo. Como la Revolución perseguía a los cristianos, tanto él como su familia debían asistir a misa a escondidas, ya que se arriesgaban a la pena de muerte si los sorprendían en misa.
San Juan María Vianney quería entrar en el seminario, pero en vez de eso, fue reclutado por la Revolución a los 17 años, pero finalmente terminó desertando de ese ejército anticristiano. Regresó a su hogar en 1810, cuando Napoleón decretó el perdón para los que se habían ausentado del ejército.
Trató de ir a estudiar al seminario pero le costaba muy mucho aprender; tanto, que los profesores lo echaron mientras decían: “Es muy buena persona, pero no sirve para estudiante No se le queda nada”.
Viajó en peregrinación hasta la tumba de San Francisco Regis, para pedirle a ese santo que lo ayudara a ingresar en el seminario nuevamente. Finalmente, logró entrar en un pequeño seminario, aunque siguió experimentando grandes dificultades para aprender, aun cuando ponía todo su empeño y voluntad.
Después de tres años de preparación, se presentó a los exámenes del seminario, pero no pudo responder a ninguna pregunta, por lo que se negaron a que fuera ordenado sacerdote.
Pero su gran benefactor, el Padre Balley, no se dio por vencido, lo siguió instruyendo y lo llevó a donde sacerdotes santos y les pidió que examinaran si este joven estaba preparado para ser un buen sacerdote. Ellos se dieron cuenta de que tenía buen criterio, que sabía resolver problemas de conciencia, y que era seguro en sus apreciaciones en lo moral, y varios de ellos se fueron a recomendarlo al Obispo. Éste, al oír todas estas cosas les preguntó: “¿El joven Vianey es de buena conducta?”. Ellos le respondieron: “Es excelente persona. Es un modelo de comportamiento. Es el seminarista menos sabio, pero el más santo”. “Pues si así es que sea ordenado sacerdote, pues aunque le falte ciencia, con tal de que tenga santidad, Dios suplirá lo demás”.
Y fue así que el 12 de agosto de 1815, fue ordenado sacerdote, llegando a ser el más famoso párroco de su siglo.
Y el 9 de febrero de 1818 fue enviado a la parroquia más pobre, ubicada en el pueblo de Ars. Solo tenía trescientos setenta habitantes y a la misa dominical asistían solamente un hombre y algunas mujeres. Su antecesor dejó escrito: “Las gentes de esta parroquia en lo único en que se diferencian de los ancianos, es en que... están bautizadas”. Además, el pequeño pueblo estaba repleto de cantinas y de bailaderos. San Juan María Vianney estuvo allí como párroco durante cuarenta y un años, cambiando radicalmente la situación.
El nuevo Cura Párroco de Ars se propuso un método triple para cambiar a las gentes de su parroquia: rezar mucho, sacrificarse lo más posible y hablar claro y preciso. Compensaba la falta de asistencia a misa haciendo horas seguidas de adoración eucarística. Por la cantidad de cantinas y bailantas, el párroco hizo impresionantes penitencias para convertirlos. Por ejemplo, durante años solamente se alimentó día con unas pocas papas cocidas. Los lunes cocinaba una docena y media de papas, que le duraban hasta el jueves. Y en ese día hará otro cocinado igual con lo cual se alimentará hasta el domingo. En sus sermones, predicaba contra los vicios y las malas costumbres.
Al aumentar su fama, el Padre Vianney es injustamente criticado, lo que lleva al Obispo a enviar a un visitador para que escuche sus sermones y le diga qué cualidades y defectos tiene este predicador. A su regreso, el Obsipo le pregunta: “¿Tienen algún defecto los sermones del Padre Vianey?”. “Sí, Monseñor: Tiene tres defectos. Primero, son muy largos. Segundo, son muy duros y fuertes. Tercero, siempre habla de los mismos temas: los pecados, los vicios, la muerte, el juicio, el infierno y el cielo”. “¿Y tienen también alguna cualidad estos sermones?” - pregunta Monseñor-. “Sì, tienen una cualidad, y es que los oyentes se conmueven, se convierten y empiezan una vida más santa de la que llevaban antes”. El Obispo entonces responde: “Por esa última cualidad se le pueden perdonar al Párroco de Ars los otros tres defectos”.
Los primeros años de su sacerdocio, duraba tres o más horas leyendo y estudiando, para preparar su sermón del domingo. Luego escribía. Durante otras tres o más horas paseaba por el campo recitándole su sermón a los árboles y al ganado, para tratar de aprenderlo. Después se arrodillaba por horas y horas ante el Santísimo Sacramento en el altar, encomendando al Señor lo que iba decir al pueblo. Y sucedió muchas veces que al empezar a predicar se le olvidaba todo lo que había preparado, pero lo que le decía al pueblo causaba impresionantes conversiones.
El Santo Cura de Ars entabló luchas espirituales y hasta físicas con el Demonio, puesto que éste lo odiaba debido a todas las almas que le arrebataba, llegando incluso a prenderle fuego a su cama y a su habitación. Una vez le gritó: “Faldinegro odiado. Agradézcale a esa que llaman Virgen María, y si no ya me lo habría llevado al abismo”.
Un día en una misión en un pueblo, sucedió que varios sacerdotes jóvenes dijeron que eso de las apariciones del demonio eran inventos del Padre Vianey. El párroco los invitó a que fueran a dormir en su propio dormitorio y cuando empezaron los tremendos ruidos y los espantos diabólicos, salieron todos huyendo en pijama hacia el patio y no se atrevieron a volver a entrar al dormitorio ni a volver a burlarse del santo cura. Pero él lo tomaba con toda calma y con humor y decía: “Con el patas hemos tenido ya tantos encuentros que ahora parecemos dos compinches”. Sin embargo, no dejaba de quitarle almas y más almas al maldito Satanás.
Cuando concedieron el permiso para que lo ordenaran sacerdote, escribieron: “Que sea sacerdote, pero que no lo pongan a confesar, porque no tiene ciencia para ese oficio”. Sin embargo, fue en ese oficio en donde desplegó una sabiduría, ciencia e inteligencia sobrenaturales, puesto que lo que allí vale son las iluminaciones del Espíritu Santo, y no la vana ciencia.
Pasaba doce horas diarias en el confesionario durante el invierno y dieciséis durante el verano. Para confesarse con él había que apartar turno con tres días de anticipación, obteniendo en el confesionario abundantes e impresionantes conversiones. Desde 1830 hasta 1845 llegaron trescientas personas por día a Ars, de distintas regiones de Francia a confesarse con el humilde sacerdote Vianey. El último año de su vida los peregrinos que llegaron a Ars fueron cien mil. Junto a la casa curial había varios hoteles donde se hospedaban los que iban a confesarse.
El santo sacerdote se levantaba a las doce de la noche; hacía sonar la campana de la torre, abría la iglesia y empezaba a confesar. A esa hora ya la fila de penitentes era de más de una cuadra de larga. Confesaba hombres hasta las seis de la mañana. Poco después de las seis empezaba a rezar los salmos de su devocionario y a prepararse a la Santa Misa. A las siete celebraba el santo oficio. De ocho a once confesaba mujeres. A las once daba una clase de catecismo para todas las personas que estuvieran ahí en el templo. A las doce iba a tomarse un ligerísimo almuerzo. Se bañaba, se afeitaba, y se iba a visitar un instituto para jóvenes pobres que él costeaba con las limosnas que la gente había traído. Por la calle la gente lo rodeaba con gran veneración y le hacían consultas. De una y media hasta las seis seguía confesando. Sus consejos en la confesión eran muy breves. Pero a muchos les leía los pecados en su pensamiento y les decía los pecados que se les habían quedado sin decir. Era fuerte en combatir la borrachera y otros vicios. En el confesionario sufría los rigores propios del invierno y del verano, pero seguía confesando como si nada estuviera sufriendo. Decía: “El confesionario es el ataúd donde me han sepultado estando todavía vivo”. Ahí era donde conseguía sus grandes triunfos en favor de las almas. Por la noche leía un rato, y a las ocho se acostaba, para de nuevo levantarse a las doce de la noche y seguir confesando. Cuando llegó a Ars solamente iba un hombre a misa. Cuando murió solamente había un hombre en Ars que no iba a misa y se cerraron muchas cantinas y bailaderos.
Siempre se creía un miserable pecador. Jamás hablaba de sus obras o éxitos obtenidos. A un hombre que lo insultó en la calle le escribió una carta humildísima pidiéndole perdón por todo, como si él hubiera sido quien hubiera ofendido al otro. El obispo le envió un distintivo elegante de canónigo y nunca se lo quiso poner. El gobierno nacional le concedió una condecoración y él no se la quiso colocar. El 4 de agosto de 1859 pasó a recibir su premio en la eternidad.

Mensaje de santidad.

Además  de su vida en sí misma, que es todo un mensaje de santidad, podemos decir que su mensaje de santidad está reflejado en el diálogo que mantuvieron el Obispo y el visitador que éste había mandado para que evaluara sus sermones: “¿Tienen algún defecto los sermones del Padre Vianey?”. “Sí, Monseñor: Tiene tres defectos. Primero, son muy largos. Segundo, son muy duros y fuertes. Tercero, siempre habla de los mismos temas: los pecados, los vicios, la muerte, el juicio, el infierno y el cielo”. “¿Y tienen también alguna cualidad estos sermones?” - pregunta Monseñor-. “Sì, tienen una cualidad, y es que los oyentes se conmueven, se convierten y empiezan una vida más santa de la que llevaban antes”. El Obispo entonces responde: “Por esa última cualidad se le pueden perdonar al Párroco de Ars los otros tres defectos”.
Lo que importa en esta vida es que las personas se conviertan a Jesucristo, que dejen de pensar en las cosas terrenas y piensen en las eternas y que deseen ganar el cielo, para lo cual tienen que conocer y meditar acerca de lo que les predicaba el Santo Cura de Ars: muerte, juicio particular, purgatorio, cielo e infierno. Si el sacerdote no predica de estas cosas, está predicando otra religión que no es la Santa Religión Católica.

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