Nació
en Nápoles el año 1696; obtuvo el doctorado en ambos derechos, recibió la
ordenación sacerdotal e instituyó la Congregación llamada del Santísimo
Redentor. Para fomentar la vida cristiana en el pueblo, se dedicó a la
predicación y a la publicación de diversas obras, sobre todo de teología moral.
Fue elegido obispo de Sant' Agata de' Goti, pero algunos años después renunció
a dicho cargo. Murió en Pagami, cerca de Nápoles, el año 1787.
Mensaje de santidad.
En una de sus obras[2] en
las que trata acerca del amor que debemos tener a Jesucristo, San Alfonso
afirma que, precisamente, la perfección del cristiano consiste en amar a
Jesucristo, quien es “nuestro Dios, nuestro sumo bien y nuestro redentor”: “Toda
la santidad y la perfección del alma consiste en el amor a Jesucristo, nuestro
Dios, nuestro sumo bien y nuestro redentor”. El alma se vuelve perfecta en el
amor porque es el amor sobrenatural, es decir, la caridad, la que unifica y da
consistencia a todas las virtudes, que hacen perfecta al alma: “La caridad es
la que da unidad y consistencia a todas las virtudes que hacen al hombre
perfecto”.
Luego
afirma que Dios merece todo nuestro amor y no solo una parte de él, porque Dios
nos ha amado desde toda la eternidad, no solo desde nuestra concepción o
nacimiento y para ello, utiliza una frase que es la que Dios diría al alma que
ama, a toda alma. Dice así el santo: “¿Por ventura Dios no merece todo nuestro
amor? Él nos ha amado desde toda la eternidad. “Considera, oh hombre -así nos
habla-, que yo he sido el primero en amarte. Aún no habías nacido, ni siquiera
existía el mundo, y yo ya te amaba. Desde que existo, yo te amo”.
Para
que el hombre se decidiera a amarlo, Dios lo atrajo con aquello que el hombre
ama hacer y es amar, precisamente y para eso lo atrajo con lazos de amor, a
través de la Creación primero y a través de Jesucristo después: “Dios, sabiendo
que al hombre se lo gana con beneficios, quiso llenarlo de dones para que se
sintiera obligado a amarlo: “Quiero atraer a los hombres a mi amor con los
mismos lazos con que habitualmente se dejan seducir: con los vínculos del amor”.
Para que el hombre lo amase, Dios lo colmó de
dones por medio de la Creación, sacando de la nada todo un universo –visible e
invisible- destinado todo para el hombre, de manera tal que el hombre,
contemplando la inmensidad del amor de Dios derramado en la Creación y
contemplándose a sí mismo y viéndose creado a imagen y semejanza de Dios, no
tuviera pretextos para no amarlo. Dice así: “Y éste es el motivo de todos los
dones que concedió al hombre. Además de haber dado un alma dotada, a imagen
suya, de memoria, entendimiento y voluntad, y un cuerpo con sus sentidos, no
contento con esto, creó, en beneficio suyo, el cielo y la tierra y tanta
abundancia de cosas, y todo ello por amor al hombre, para que todas aquellas
creaturas estuvieran al servicio del hombre, y así el hombre lo amara a él en
atención a tantos beneficios”.
Pero no contento con esto y también con el objetivo de que
el hombre lo amase, Dios no solo lo colmó de dones por medio de la Creación del
universo y del mismo hombre, sino que se donó Él mismo, por medio de
Jesucristo, al hombre, para que el hombre lo poseyera como una posesión suya,
para que el hombre no pudiera decir que Dios lo ama, sí, pero con una parte
limitada de su amor: Dios se donó todo sí mismo, en Cristo Jesús, sin
reservarse nada para sí, para demostrarle al hombre que su amor por él no tiene
límites: “Y no sólo quiso darnos aquellas creaturas, con toda su hermosura, sino
que además, con el objeto de conquistarse nuestro amor, llegó al extremo de
darse a sí mismo por entero a nosotros. El Padre eterno llegó a darnos a su
Hijo único. Viendo que todos nosotros estábamos muertos por el pecado y
privados de su gracia, ¿qué es lo que hizo? Llevado por su amor inmenso, mejor
aún, excesivo, como dice el Apóstol, nos envió a su Hijo amado para satisfacer
por nuestros pecados y para restituirnos a la vida, que habíamos perdido por el
pecado”.
Y encima de todo, no solo envió a su Hijo para que Él nos
diera su amor, sino que además quitó nuestros pecados y lavó nuestras almas con
su Sangre Preciosísima, dejándonos impecables e inmaculados como Él,
transformándonos a imagen y semejanza del Hombre-Dios Jesucristo: “Dándonos al
Hijo, al que no perdonó, para perdonarnos a nosotros, nos dio con él todo bien:
la gracia, la caridad y el paraíso, ya que todas estas cosas son ciertamente
menos que el Hijo: El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la
muerte por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él todo lo demás?”.
Nosotros
podemos agregar que este don de sí mismo lo renueva Dios Hijo en cada
Eucaristía. ¿Qué esperamos para decidirnos a amar a Dios, que se nos dona todo
sí mismo, sin reservarse nada, en la Eucaristía?
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