San Ignacio nació en 1491 en el castillo de Loyola, en
Guipúzcoa, norte de España, cerca de los montes Pirineos, en el límite con
Francia. Sus padres, de familias muy distinguidas, eran Bertrán De Loyola y Marina
Sáenz. San Ignacio entró a la carrera militar y ascendió a capitán, pero en
1521, a la edad de 30 años, sucedió un acontecimiento que cambiaría su vida
para siempre. En una de las batallas contra los franceses, fue gravemente
herido mientras defendía el Castillo de Pamplona, por lo que la guarnición
capituló. Los vencedores lo enviaron a su Castillo de Loyola a que fuera
tratado de su herida. Allí le hicieron tres operaciones en la rodilla,
dolorosísimas, y sin anestesia; pero no permitió que lo atasen ni que nadie lo
sostuviera. Durante las operaciones no prorrumpió ni una queja, provocando la
admiración de los médicos. Para que la pierna operada no le quedara más corta
le amarraron unas pesas al pie y así estuvo por semanas con el pie en alto,
soportando semejante peso. Sin embargo el tratamiento no resultó y quedó rengo
para toda la vida.
En
el período de convalecencia se produjo su conversión: mientras hacía el
obligado reposo para curar sus heridas pidió que le llevaran libros de su
género favorito de literatura, las novelas de caballería, llenas de narraciones
inventadas e imaginarias. Pero su hermana le dijo que no tenía más libros que “La
vida de Cristo” y el “Año Cristiano”, o sea un santoral, la historia del santo
de cada día. Fue a través de esas lecturas que recibió San Ignacio la gracia de
la conversión. Antes, mientras leía novelas y narraciones inventadas, en el
momento sentía satisfacción pero después quedaba con un sentimiento de tristeza
y frustración. En cambio ahora al leer la vida de Cristo y las Vidas de los
santos sentía una alegría inmensa que le duraba por días y días. Además de
impresionarlo profundamente, San Ignacio se decía a sí mismo, a causa de estas
lecturas sobre las vidas de los grandes santos: “¿Y por qué no tratar de
imitarlos? Si ellos pudieron llegar a ese grado de santidad, ¿por qué no lo voy
a lograr yo? ¿Por qué no tratar de ser como San Francisco, Santo Domingo, etc.?
Estos hombres estaban hechos del mismo barro que yo. ¿Por qué no esforzarme por
llegar al grado que ellos alcanzaron?”. Y finalmente lo consiguió, porque San
Ignacio llegó a ser uno de los más grandes santos de la Iglesia Católica. En él
se cumplió el dicho que dice: “Cuidado con lo que deseas, porque lo conseguirás”.
Mientras
estaba convaleciente, se le apareció una noche Nuestra Señora con su Hijo
Santísimo y esa visión lo consoló inmensamente. Desde entonces se propuso no
dedicarse a servir a gobernantes de la tierra sino al Rey del cielo. Apenas
terminó su período de curación se fue en peregrinación al famoso Santuario de
la Virgen de Monserrat, en donde concretó sus propósitos de cambiar de vida
para Cristo: comenzó una vida de penitencia por sus pecados, dejó de lado sus
vestidos lujosos y los cambió por unos mucho más sobrios, se consagró a la
Virgen e hizo confesión general de toda su vida.
Luego
se fue a un pueblecito llamado Manresa, a 15 kilómetros de Monserrat a orar y
hacer penitencia y allí estuvo un año. Cerca de Manresa había una cueva y en
ella se encerraba a dedicarse a la oración y a la meditación. Allá recibió la
inspiración para escribir los Ejercicios Espirituales, que tanto bien habrían
de hacer a la Iglesia a lo largo de los siglos.
Poco
tiempo después entró en lo que se denomina “la noche oscura del alma”, que
consiste en que, en vez de experimentar gozo y consuelo en la oración, experimentaba
aburrimiento y cansancio por todo lo que fuera espiritual. Es un estado
espiritual necesario para que el alma sepa que los consuelos son una gracia y
que se debe buscar “al Dios de los consuelos y no a los consuelos de Dios”. Luego
padeció otra enfermedad espiritual, llamada “escrúpulos”, que consisten en
creer que todo es pecado.
Ahora
bien, San Ignacio iba anotando todo lo que le sucedía y lo que sentía y estos
datos le proporcionaron después mucha sabiduría espiritual para poder dirigir
espiritualmente a otros convertidos y según sus propias experiencias poderles
enseñar el camino de la santidad. Orando en Manresa adquirió lo que se llama “Discernimiento
de espíritus”, que consiste en saber determinar qué es lo que le sucede a cada
alma y cuáles son los consejos que más necesita, y saber distinguir lo bueno de
lo malo. A un amigo suyo le decía después: “En una hora de oración en Manresa
aprendí más a dirigir almas, que todo lo que hubiera podido aprender asistiendo
a universidades”.
Luego
de estudiar en Barcelona y en la Universidad de Alcalá, San Ignacio de Loyola fue
acusado injustamente ante la autoridad religiosa y estuvo dos meses en la
cárcel. Después lo declararon inocente, aunque lo mismo había gente que estaba
en contra suyo y que lo perseguía. Consideraba todos estos sufrimientos como un
medio que Dios le proporcionaba para que fuera pagando sus pecados. Y
exclamaba: “No hay en la ciudad tantas cárceles ni tantos tormentos como los
que yo deseo sufrir por amor a Jesucristo”.
Se
fue a París a estudiar en la Universidad de La Sorbona. Allá formó un grupo con
seis compañeros doctorandos que se convertirían en el núcleo fundacional de la Compañía
de Jesús. Ellos son: Pedro Fabro, Francisco Javier, Laínez, Salnerón, Simón
Rodríguez y Nicolás Bobadilla.
Los
siete hicieron votos o juramentos de ser puros, obedientes y pobres, el día 15
de Agosto de 1534, fiesta de la Asunción de María. Se comprometieron a estar
siempre, con la Compañía de Jesús, a las órdenes del Sumo Pontífice para que él
los emplease en lo que mejor le pareciera para la gloria de Dios. Luego fueron
recibidos en Roma por el Papa Pablo III, quien autorizó sus respectivas
ordenaciones sacerdotales. En Roma, San Ignacio se dedicó a predicar Ejercicios
Espirituales y a catequizar al pueblo. A su vez, sus compañeros se dedicaron a
dictar clases en universidades y colegios y a dar conferencias espirituales a
toda clase de personas. Se propusieron como principal oficio enseñar la
religión a la gente. En 1540 el Papa Pablo III aprobó su comunidad llamada “Compañía
de Jesús” o “Jesuitas”. El Superior General de la nueva comunidad fue San
Ignacio hasta su muerte. En Roma pasó todo el resto de su vida. Era tanto el
deseo que tenía de salvar almas que exclamaba: “Estaría dispuesto a perder todo
lo que tengo, y hasta que se acabara mi comunidad, con tal de salvar el alma de
un pecador”.
Fundó
casas de su congregación en España y Portugal. Envió a San Francisco Javier a
evangelizar el Asia. De los jesuitas que envió a Inglaterra, veintidós murieron
martirizados por los protestantes. Sus dos grandes amigos Laínez y Salmerón
fueron famosos sabios que dirigieron el Concilio de Trento. A San Pedro Canisio
lo envió a Alemania y este santo llegó a ser el más célebre catequista de aquél
país. Recibió como religioso jesuita a San Francisco de Borja que era un rico político
y gobernador en España. San Ignacio escribió más de 6 mil cartas dando consejos
espirituales.
El
Colegio que San Ignacio fundó en Roma llegó a ser modelo en el cual se
inspiraron muchísimos colegios, para luego convertirse en la célebre Universidad
Gregoriana. Los jesuitas fundados por San Ignacio llegaron a ser los más sabios
y combativos adversarios de los protestantes y supieron combatir y detener en
todas partes a la herejía protestante, que en esos tiempos –como en los
nuestros- hacía estragos en el campo católico. San Ignacio les recomendaba que
tuvieran mansedumbre y gran respeto hacia el adversario pero que al mismo
tiempo no descuidaran la formación católica al presentarse al combate contra
los protestantes[2].
La
obra espiritual más grandiosa de San Ignacio se titula: “Ejercicios
Espirituales” y es lo mejor que se ha escrito acerca de cómo hacer bien los
santos ejercicios y a su vez los Ejercicios son lo mejor para toda alma: para
el que no se convirtió, para que se convierta; para el que ya está convertido,
para que se enfervorice en el amor a Nuestro Señor y a la Santa Religión
Católica.
Su
lema era: “A la mayor gloria de Dios” (Ad Maiorem Dei Gloriam, AMDG). Y a ello dirigía todas sus acciones,
palabras y pensamientos: A que Dios fuera más conocido, más amado y mejor
obedecido. En los 15 años que San Ignacio dirigió a la Compañía de Jesús, esta
pasó de siete socios a más de mil. Murió súbitamente el 31 de julio de 1556 a
la edad de 65 años. En 1622 el Papa lo declaró Santo y después Pío XI lo
declaró Patrono de los Ejercicios Espirituales en todo el mundo.
Mensaje
de santidad.
La
cosmovisión de San Ignacio de Loyola está plasmada en una de las meditaciones
de los Ejercicios Espirituales –llamada “Dos Banderas”-, en la que dos
ejércitos se enfrentan: el ejército de Cristo el Señor, comandados por el Gran
Capitán Jesucristo, cuya bandera es el estandarte ensangrentado de la Santa
Cruz, siendo secundado Nuestro Señor por la Virgen Santísima, cuya bandera es
el manto celeste y blanco que indica que Ella es la Inmaculada Concepción. Pertenecen
a este ejército de Jesús y María todos los hombres y mujeres que luchan por el
Reino de Dios en la tierra. El otro ejército es el ejército de Satanás, a quien
San Ignacio describe como un monstruo o dragón que está sentado en un gran
trono de fuego, humo y azufre y a cuyas órdenes están los demonios, pero
también los hombres malos que, influenciados por el Demonio, luchan contra
Jesucristo, la Virgen y los hombres que desean el Reino de Dios. En la
cosmovisión de San Ignacio, estos dos ejércitos se enfrentan entre sí y el
tesoro por el cual ambos pelean son las almas de los hombres; el campo de
batalla es el mundo y las armas con las que se combate son espirituales: la
oración, la penitencia, el ayuno, la misericordia, haciendo el Demonio todo lo
posible para que el hombre caiga en la soberbia, el orgullo, la pereza y todo
tipo de pecados, para perder su alma para siempre. Podemos decir que la
cosmovisión de San Ignacio no está limitada a su tiempo, sino que se extiende a
todo tiempo, desde Adán y Eva hasta el fin del mundo, porque hasta el fin del
mundo durará la lucha entre los que son de Cristo y los que pertenecen al
Anticristo.
El
mayor legado de San Ignacio, en el que está plasmada esta cosmovisión, son los
apreciados Ejercicios Ignacianos o Ejercicios Espirituales de San Ignacio de
Loyola, que ha sido el que ha convertido a cientos de miles de almas desde que
comenzaron a predicarse, además de ser el promotor de grandes santos para la
Iglesia.
Los
Ejercicios Ignacianos –predicados en su íntegra pureza espiritual, tal como los
predicaba San Ignacio- son el remedio para los males que afligen a la Iglesia y
al mundo de hoy: las sectas, el secularismo, el materialismo, el ateísmo, el
gnosticismo, el ocultismo y toda clase de perversión espiritual que aleja a las
almas de Cristo y su eterna salvación.
[2] Él deseaba que el apóstol
católico fuera muy instruido y así es como debe ser, porque la ignorancia
conduce al protestantismo, tal como dice el dicho: “Católico ignorante, futuro
protestante”.
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