San
Andrés nació en Betsaida, población de Galilea, situada a orillas del lago
Genesaret. Era hijo del pescador Jonás y hermano de Simón Pedro. La familia
tenía una casa en Cafarnaúm, y era en esa casa en la que Jesús se hospedaba
cuando predicaba en esta ciudad. Según la Tradición, San Andrés murió mártir
bajo el reinado del cruel emperador Nerón, el 30 de noviembre del año 63.
Mensaje de santidad.
Andrés
tiene el honor de haber sido el primer discípulo que tuvo Jesús, junto con San
Juan el evangelista. Los dos eran discípulos de Juan Bautista, y este al ver
pasar a Jesús (cuando volvía el desierto después de su ayuno y sus tentaciones)
exclamó: “He ahí el Cordero de Dios”. Al oír esto y movido por el Espíritu
Santo, San Andrés fue, junto con Juan Evangelista, en busca de Jesús. Cuando lo
alcanzaron, Jesús se volvió, entablándose el siguiente diálogo: “¿Qué buscan?”,
les dijo Jesús. Ellos le dijeron: “Señor, ¿dónde vives?”. Jesús les respondió: “Vengan
y verán”. El Evangelio relata que San Andrés y San Juan Evangelista fueron con
Jesús y pasaron con Él aquella tarde. Luego de este encuentro, San Andrés,
también iluminado por el Espíritu Santo, fue a ver a su hermano Simón y le
dijo: “Hemos encontrado al Salvador del mundo, el Mesías”.
Andrés
y Simón, pescadores, fueron llamados por Jesús, cuando se encontraban en su
oficio. Jesús les dijo: “Síganme” y ellos, dejándolo todo, lo siguieron. De esa
manera, Jesús elevaba su oficio de pescadores a un nivel sobrenatural: de ahora
en adelante no serían más pescadores de peces, sino pescadores de almas,
aquellas destinadas el Reino eterno de Dios.
Andrés,
que vivió junto a Jesús por tres años, tuvo el privilegio de presenciar, con
sus propios ojos, la gran mayoría de los milagros que hizo Jesús, además de
escuchar, uno por uno, sus maravillosos sermones, con toda su sabiduría divina.
En el milagro de la multiplicación de los panes, fue Andrés el que llevó a Jesús
el muchacho que tenía los cinco panes.
En
el día de Pentecostés, Andrés recibió junto con la Virgen María y los demás
Apóstoles, al Espíritu Santo en forma de lenguas de fuego, y desde entonces se
dedicó a predicar el Evangelio con la fortaleza y la sabiduría de Dios.
Una
tradición muy antigua cuenta que el apóstol Andrés fue crucificado en Patrás,
capital de la provincia de Acaya, en Grecia. Según esta tradición, lo amarraron
a una cruz en forma de X, dejándolo padecer en esa posición durante tres días,
los cuales aprovechó para predicar e instruir en la religión a todos los que se
le acercaban. Dicen que cuando vio que le llevaban la cruz para martirizarlo,
exclamó: “Yo te venero, oh cruz santa, que me recuerdas la cruz donde murió mi
Divino Maestro. Mucho había deseado imitarlo a Él en este martirio. Dichosa
hora en que tú al recibirme en tus brazos, me llevarán junto a mi Maestro en el
cielo”.
La
vida de San Andrés es modelo para nuestra vida cristiana, pero sobre todo a
partir de su encuentro personal con Jesús, encuentro que habría de cambiar su
vida, literalmente, para siempre. Como hemos visto, San Andrés tuvo el
privilegio de haber escuchado el Nombre Nuevo dado por Juan el Bautista al
Mesías: “Éste es el Cordero de Dios”, y de ser invitado por el mismo Jesús en
Persona a su morada, luego de que San Andrés le preguntara “dónde vivía”: “Vengan
y verán”. Ahora bien, también nosotros,
al igual que San Andrés, tenemos el mismo privilegio de San Andrés, y aún
mayor: a nosotros no nos anuncia Juan el Bautista dónde está el Cordero de
Dios, sino que es la Iglesia quien nos lo anuncia, a través del sacerdote
ministerial cuando, luego de producida la transubstanciación –el cambio de la
substancia del pan y del vino por la substancia del Cuerpo y la Sangre del
Señor, la Eucaristía-, el sacerdote ministerial eleva la Hostia y la ostenta al
Pueblo fiel para que este la adore, al tiempo que dice: “Éste es el Cordero de
Dios”. Y al igual que Andrés, que fue adonde vivía Jesús para estar con Él,
también nosotros somos llamados por el Espíritu Santo, para “estar con Él”, en
donde Él vive, en el sagrario, por medio de la Adoración Eucarística y también
recibimos el Espíritu Santo, no solo en la Confirmación, sino también en cada
comunión eucarística, en la cual y por la cual Jesús, Dador del Espíritu junto
al Padre, sopla sobre nuestras almas al Amor de Dios, la Tercera Persona de la
Trinidad. Un último ejemplo de santidad es su amor a la cruz y el deseo de
morir crucificado en ella, a imitación de Jesús, tal como lo dice en su oración
a la cruz. Imitemos a San Andrés, y le pidamos a Nuestra Madre del cielo, la
Virgen, la gracia de amar la cruz y de ser crucificados, como San Andrés, por
amor a Jesús.
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