Vida de santidad.
Nacido
de familia pagana, Lucas –cuyo nombre significa: “luminoso, iluminado”, ya que viene
del latín “luce”, que es luz-, es el único escritor del Nuevo Testamento que no
es israelita, puesto que nació en Grecia. Se convirtió a la fe y acompañó al
apóstol Pablo, de cuya predicación es reflejo el evangelio que escribió[1].
Es autor también del libro denominado “Hechos de los apóstoles”, en el que se
narran los orígenes de la vida de la Iglesia hasta la primera prisión de Pablo
en Roma[2].
San
Lucas es denominado “el gran poeta de María”, y a diferencia de Juan, que
profundiza en el aspecto místico y sobrenatural de la Madre de Dios –al punto
de apenas poder distinguirse entre la Madre de Jesús de la Madre-Iglesia-, Lucas
posee una visión mística de la Virgen aunque esta visión comienza en lo
particular, en lo concreto, en lo humano: en Lucas, María Santísima se percibe
a sí misma, en su persona, como nada infinita frente a la majestad de Dios; canta
las maravillas que Dios hizo en ella, como en el Magnificat y se alegra del gran don con el que ha sido honrada, de
ser Virgen y Madre de Dios y que sufre en el silencio su participación mística
a la Pasión de su Hijo. Según una antigua tradición, se le atribuye a San Lucas
el ser el primero en plasmar, en una pintura, a la Virgen.
San
Lucas redactó, por inspiración del Espíritu Santo –toda la Escritura está
inspirada por el Espíritu Santo- el tercer Evangelio y Los Hechos de los
apóstoles. Era médico y testimonio de esto último es que San Pablo lo llama “Lucas,
el médico muy amado”, y probablemente cuidaba de la quebrantada salud del gran
apóstol en los viajes de San Pablo. En los Hechos de los apóstoles, al narrar
los grandes viajes del Apóstol, habla en plural diciendo “fuimos a... navegamos
a...”. Narra con todo detalle los sucesos ocurridos a San Pablo en sus cuatro
viajes: acompañó a San Pablo cuando éste estuvo prisionero, primero dos años en
Cesarea y después otros dos en Roma.
Mensaje
de santidad.
El
evangelio de Lucas, “el médico carísimo” de Pablo, es llamado también el
evangelio de la misericordia de Cristo, Médico Divino de cuerpo y alma que “pasó
por todas partes haciendo el bien y sanando a todos los esclavizados por el
diablo” (Hch 10, 38)[3]. Lucas
recoge cuidadosamente las palabras con que Zacarías anuncia la próxima llegada
de este misericordioso samaritano celestial y le proclama como el que dona la
misericordia de Dios y perdona las pecados movido por el amor entrañable de
nuestro Dios (Lc 1,72, 77,78 ).
San
Lucas describe en su Evangelio al Cristo misericordioso que, cual médico
celestial, sana no solo los cuerpos sino también las almas, liberándolas de la
tiranía del demonio, del pecado y de la muerte. Así, da testimonio del perdón de
Dios a la “mujer pecadora” (Lc 7, 36-50);
la llamada a Zaqueo, “el publicano y hombre pecador” (Lc 19, 1, 10); la respuesta al ataque farisaico, “éste come con los
pecadores”, en las tres parábolas de la misericordia: la de la oveja
descarriada y otra vez vuelta al redil en brazos del pastor, la de la dracma
perdida y encontrada de nuevo tras búsqueda trabajosa, la del hijo pródigo y de
nuevo en la casa paterna entre los brazos del padre. Describe a Cristo como al
Médico compasivo que desde la cruz perdona a quienes le quitan la vida, al
tiempo que promete el Paraíso a quienes, como el Buen Ladrón, se arrepienten y
reciben su perdón misericordioso en esta vida (Lc 23, 34-43).
En
el libro de los Hechos de los Apóstoles, escrito en Roma años antes del 70, repite
el último mandato de Cristo, el Salvador del mundo, a los apóstoles el día de
la Ascensión: “Seréis mis testigos en Jerusalén, en Judea y en Samaria, y hasta
el último confín de la tierra” (Hch
1, 8). Es decir, el llamado a la conversión, por la misión, para recibir la
Misericordia Divina, a todos los pecadores del mundo.
San
Lucas muestra entonces a un Jesús que es Dios misericordioso, que se compadece
de las miserias del hombre y sana tanto su cuerpo como su alma, al tiempo que
ofrece esta Misericordia Divina a todos los hombres, sin distinción de raza, de
edad, de condición social. Pero el Cristo Misericordioso de Lucas, que ofrece
su Misericordia Divina de forma inagotable al pecador en esta vida, para que se
arrepienta y se convierta, es también el Cristo Juez Implacable que dará el
Cielo a los que fueron misericordiosos con sus hermanos, al tiempo que dará el
Infierno eterno a los que, persistiendo voluntariamente en el pecado, se
negaron obstinadamente a ser misericordiosos con sus prójimos más necesitados. El
mismo Cristo misericordioso, que perdona sin medida en esta vida, es el mismo
Cristo que dirá a los que se condenen en el Infierno por no haber querido obrar
la misericordia: “¡Apártense de Mí (…) No os conozco, hacedores de maldad!”
(cfr. Lc 13, 25-27). En definitiva,
el Cristo de Lucas es el mismo Cristo de Sor Faustina Kowalska, que nos
advierte: “Que los más grandes pecadores [pongan] su confianza en Mi
misericordia. Ellos más que nadie tienen derecho a confiar en el abismo de Mi
misericordia. Hija Mía, escribe sobre Mi misericordia para las almas afligidas.
Me deleitan las almas que recurren a Mi misericordia. A estas almas les concedo
gracias por encima de lo que piden. No puedo castigar aún al pecador más grande
si él suplica Mi compasión, sino que lo justifico en Mi insondable e
impenetrable misericordia. Escribe: Antes de venir como Juez Justo abro de par
en par la puerta de Mi misericordia. Quien no quiere pasar por la puerta de Mi
misericordia, tiene que pasar por la puerta de Mi justicia”[4].
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