Vivimos en un siglo tan caracterizado por la inmediatez, la
multiplicidad de sensaciones, por la urgencia de las cuestiones temporales, que
nos lleva a olvidar una verdad fundamental, verdad que nos la recuerda San
Antonio María Claret, y esa verdad es la realidad de la eternidad, como vida
que comienza apenas termina esta vida terrena. Con respecto a la eternidad,
decía así el santo: “Esta idea de la eternidad quedó en mí tan grabada, que, ya
sea por lo tierno que empezó en mí o ya sea por las muchas veces que pensaba en
ella, lo cierto es que es lo que más tengo presente. Esta misma idea es la que
más me ha hecho y me hace trabajar aún, y me hará trabajar mientras viva, en la
conversión de los pecadores”. San Antonio María Claret pensaba en la eternidad
más que en la vida terrena, y si pensaba en la vida terrena, era para que los
hombres se convirtieran a Nuestro Señor Jesucristo, para que vivieran una feliz
eternidad, y para que evitaran el Infierno, una eternidad en la que el dolor
del cuerpo y el alma es increíblemente intenso y dura para siempre. Era esta
realidad de la eternidad la que lo movía a hacer apostolado, es decir, a
predicar la Buena Nueva de Nuestro Señor Jesucristo. Ahora bien, si queremos
profundizar un poco: ¿qué es la eternidad? La define así uno de los más grandes
teólogos del siglo XIX, el alemán Matthias Joseph Scheeben[1],
hablando del conocimiento y el amor de Dios que el alma experimenta, no por sus
propias fuerzas, sino por la participación a la vida divina –eterna- por medio
de la gracia: “Siendo así que la posesión y el goce de Dios, que sus hijos
alcanzan como herencia correspondiente a su alta dignidad, sin una grandiosa
elevación y glorificación de su vida no pueden concebirse y, porque la
intuición misma de Dios, en que se concentran su posesión y goce, es un acto
vital divino, por esto la toma de posesión de la herencia de los hijos de Dios,
como nueva participación de la vida divina, ha de ser para ellos un nuevo
nacimiento del seno (ex sinu) de
Dios. Por este nuevo nacimiento la divina fuerza de vida inunda a la creatura y
ensancha su capacidad de comprensión de tal manera que la creatura puede
concebir en sí la esencia divina –que penetra en lo más profundo e íntimo del espíritu-
y con el conocimiento y amor de la misma puede desplegar la vida más elevada,
una vida que del modo más admirable radica al mismo tiempo en Dios y saca de él
su alimento, una vida verdaderamente divina, por la cual la creatura vive en
Dios y Dios vive en ella”[2]. En
pocas palabras, lo que dice Scheeben es que, por la gracia, la creatura se
vuelve capaz de conocer y amar a Dios como Él se conoce y se ama, y esto porque
se hace partícipe de la vida divina, que por nacer del seno –ex sinu- de Dios, es vida eterna.
¿Qué es la vida eterna, entonces, por la cual amamos y
conocemos a Dios como Él se ama y conoce? Continúa Scheeben: “Si bajo el
atributo “eterno” se entiende solamente el carácter imperecedero, la
inmortalidad de la vida, evidentemente no habrá misterio sobrenatural en ello”.
Es decir, la vida eterna no se define meramente por la inmortalidad, la vida
sin fin. “El espíritu creado es inmortal por naturaleza, también su vida
natural es imperecedera y por tanto eterna. La eternidad del espíritu y de su
vida es una cosa que de suyo se impone, tanto, que nuestra razón natural debe admitirla
como necesaria; es tan comprensible, que lo contrario es completamente
incomprensible para la razón (…) el Salvador designa la vida eterna como una
vida que ha de llegarnos mediante la unión con Él, Hijo natural de Dios, y
mediante la unión con su Padre eterno; como una vida, que del Padre pasa a Él y
de Él a todos aquellos que mediante la fe o la Eucaristía se asimilan a la
fuerza vital propia de Él. De modo que necesariamente ha de ser una vida
sobrenatural, que se infunde a la creatura desde arriba, desde el seno de la
divinidad; y si en esta relación es designada como vida eterna, entonces la
eternidad de la misma ha de estribar precisamente en que nosotros, mediante
ella, participamos de la vida absolutamente eterna de Dios. La vida eterna, que
Cristo nos prometió, es eterna no sólo porque en alguna manera es sencillamente
inmortal, imperecedera, sino porque es una emanación de la vida absolutamente
eterna, sin principio ni fin, inmutable de la divinidad”[3]. Y
esta vida eterna, como nos dice Scheeben, la vida eterna que Cristo nos
prometió y que fue por la que San Antonio María Claret dio su vida terrena, la
obtenemos, por la gracia, por la fe y por la Eucaristía, en la silenciosa
adoración Eucarística, y en la Santa Misa, en la consagración, y la poseemos ya
desde esta vida terrena, como anticipo, si comulgamos en gracia.
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