Vida de santidad[1].
San
Ignacio de Antioquía, discípulo del apóstol San Juan y segundo sucesor de san
Pedro en la sede de Antioquía, fue condenado al suplicio de las fieras y
trasladado a Roma, donde consumó su glorioso martirio, en tiempo del emperador
Trajano. Durante el viaje, mientras experimentaba la ferocidad de sus
centinelas, semejante a la de los leopardos, escribió siete cartas dirigidas a
diversas Iglesias, en las cuales exhortaba a los hermanos a servir a Dios
unidos con el propio obispo, y a que no le impidiesen poder ser inmolado como
víctima por Cristo.
Mensaje de santidad.
Debido al testimonio que ofrece de la vida eterna y de
Jesucristo, con su vida y con sus cartas, es muy importante, para el católico
de todos los tiempos, reflexionar sobre el contenido de sus palabras, dejadas
en el Acta de martirio, como en sus cartas. Desde época muy remota, se ha
creído que el interrogatorio al que fue sometido San Ignacio por Trajano fue el
siguiente[2]:
Trajano: ¿Quién eres tú, espíritu
malvado, que osas desobedecer mis órdenes e incitas a otros a su perdición?
Ignacio: Nadie llama a Teóforo
espíritu malvado.
Trajano: ¿Quién es Teóforo?
Ignacio: El que lleva a Cristo
dentro de sí.
Trajano: ¿Quiere eso decir que
nosotros no llevamos dentro a los dioses que nos ayudan contra nuestros
enemigos?
Ignacio: Te equivocas cuando llamas
dioses a los que no son sino diablos. Hay un sólo Dios que hizo el cielo, la
tierra y todas las cosas; y un solo Jesucristo, en cuyo reino deseo
ardientemente ser admitido.
Trajano: ¿Te refieres al que fue
crucificado bajo Poncio Pilato?
Ignacio: Sí, a Aquél que con su
muerte crucificó al pecado y a su autor, y que proclamó que toda malicia
diabólica ha de ser hollada por quienes lo llevan en el corazón.
Trajano: ¿Entonces tú llevas a
Cristo dentro de ti?
Ignacio: Sí, porque está escrito,
viviré con ellos y caminaré con ellos.
En
el interrogatorio, San Ignacio no se muestra desesperado por aferrarse a la
vida terrena; no busca congraciarse con quien es su perseguidor, que tiene a su
vez el poder de ordenar su muerte. Por el contrario, defiende, con toda
dignidad y con toda valentía, el Santísimo Nombre de Jesús, de manera que se
siente ofendido cuando le dicen “malvado”, porque él no se considera malvado,
ya que porta a Cristo Dios con él, y por eso quiere ser llamado “Teóforo”, “el
que lleva a Cristo dentro de sí”. Puesto que Cristo es Dios y Dios es Bondad y
Amor infinitos, es una calumnia llamar “malvado” a quien lo lleva a Cristo en
su corazón. Otro testimonio es contra la fe del emperador romano, ya que San
Ignacio le llama a sus dioses “demonios”, tal como lo dice la Escritura: “Los
dioses de los gentiles son demonios”: “llamas dioses a los que no son sino diablos”.
Hay un solo Dios, Nuestro Señor Jesucristo, Creador de todas las cosas y en las
cuales él desea “ser ardientemente admitido”. No desea el reino terreno del
emperador Trajano, adorador de demonios, sino el Reino eterno del Cordero de
Dios, Jesucristo. Trajano le pregunta si el Cristo al que se refiere es “el que
fue crucificado bajo Poncio Pilato”, y San Ignacio dice que sí, que es El que “con
su muerte crucificó al pecado y a su autor”, es decir, lo proclama triunfador
en la cruz sobre el pecado, el demonio y la muerte.
Una
vez finalizado el interrogatorio y la proclamación de fe en Jesucristo, Trajano
mandó encadenar al obispo para que lo llevaran a Roma y ahí lo devoraran las
fieras en el circo romano. En ese momento, el santo exclamó: “Te doy gracias,
Señor, por haberme permitido darte esta prueba de amor perfecto y por dejar que
me encadenen por Ti, como tu apóstol Pablo”.
Rezó
por la Iglesia, la encomendó con lágrimas a Dios, y con gusto sometió sus
miembros a los grillos; y lo hicieron salir apresuradamente los soldados para
conducirlo a Roma. Según consta en las Actas martiriales, las numerosas paradas
dieron al santo oportunidad de confirmar en la fe a las iglesias cercanas a la
costa de Asia Menor. Dondequiera que el barco atracaba, los cristianos enviaban
sus obispos y presbíteros a saludarlo, y grandes multitudes se reunían para
recibir su bendición. Se designaron también delegaciones que lo escoltaron en
el camino. En Esmirna tuvo la alegría de encontrar a su antiguo condiscípulo San
Policarpo; allí se reunieron también el obispo Onésimo, quien iba a la cabeza
de una delegación de Éfeso, el obispo Dámaso, con enviados de Magnesia, y el
obispo Polibio de Tralles. Burrus, uno de los delegados, fue tan servicial con
san Ignacio, que éste pidió a los efesios que le permitieran acompañarlo. Desde
Esmirna, el santo escribió cuatro cartas. Como vemos, la Iglesia primitiva no
rehuía ni del martirio, ni de los mártires, sino que los acompañaba hasta el
martirio y se consideraban felices si lograban ser contados entre los que daban
la vida por Jesucristo. Todo lo opuesto a una Iglesia esposada con el mundo,
que desea complacer a todos, so pena de apostatar de Cristo.
Precisamente,
refiriéndose a este amor de caridad recibido por parte de los cristianos, San
Ignacio dice así en una de sus cartas: “Temo que vuestro amor me perjudique, a
vosotros os es fácil hacer lo que os agrada; pero a mí me será difícil llegar a
Dios, si vosotros no os cruzáis de brazos. Nunca tendré oportunidad como ésta
para llegar a mi Señor... Por tanto, el mayor favor que pueden hacerme es
permitir que yo sea derramado como libación a Dios mientras el altar está
preparado; para que formando un coro de amor, puedan dar gracias al Padre por
Jesucristo porque Dios se ha dignado traerme a mí, obispo sirio, del Oriente al
Occidente para que pase de este mundo y resucite de nuevo con Él...”. De forma
admirable, San Ignacio les agradece el amor que le demuestran, pero les suplica
que “se queden cruzados de brazos” con respecto a cualquier acción intencionada
a rescatarlo; él no solo no quiere ser rescatado, sino que desea fervientemente
ser ejecutado y morir, porque no muere por una causa vacía, sino que muere
dando testimonio de Jesucristo, lo cual es una gracia que San Ignacio reconoce
y agradece. Para el santo, la mayor muestra de amor que le pueden dar los
cristianos, es dejar que él sea “derramado como una libación a Dios”, para
morir a este mundo y “pasar de este mundo a la resurrección”, a la vida eterna
con Él. No solo no se aferra a esta vida, sino que desea “salir” de ella, pero porque
dando testimonio de Cristo, resucitará a la vida eterna.
Continúa
luego: “Sólo les suplico que rueguen a Dios que me dé gracia interna y externa,
no sólo para decir esto, sino para desearlo, y para que no sólo me llame
cristiano, sino para que lo sea efectivamente...”. Les pide que recen para que
no solo lo diga, sino que lo desee realmente, para así poder ser llamado “cristiano”.
De esto deducimos que, para San Ignacio –y también para toda la Iglesia- el
nombre de “cristiano” o “católico”, implica un desapego de esta vida terrena y
un deseo ardiente de la vida eterna, de la resurrección en Cristo. Si un
cristiano o un católico se muestra apegado a esta vida y sus placeres, y no
muestra deseos de la eternidad en Jesucristo, entonces debe meditar en lo que
el nombre de cristiano o católico significa y para eso está la vida de San
Ignacio de Antioquía.
Más
adelante, dice así: “Permitid que sirva de alimento a las bestias feroces para
que por ellas pueda alcanzar a Dios. Soy trigo de Cristo y quiero ser molido
por los dientes de las fieras para convertirme en pan sabroso a mi Señor
Jesucristo. Animad a las bestias para que sean mi sepulcro, para que no dejen
nada de mi cuerpo, para que cuando esté muerto, no sea gravoso a nadie...”. Les
pide a los cristianos que no solo no intervengan para impedir su muerte, sino
que “permitan que él sirva de alimento a las bestias feroces”, así él, que es “trigo
de Cristo”, pueda ser ofrecido a Cristo “como pan sabroso”. Parecería lo inverso
a lo que sucede en la comunión eucarística, en la que el alma parece comulgar a
Jesucristo, Pan de Vida eterna, mientras que en la realidad, es el mártir el que,
inhabitado por el Espíritu Santo, es consumido por Cristo, por así decirlo, ya
que por la muerte martirial, se une a Él de modo orgánico e íntimo, por el
Espíritu Santo. Entonces, todo lo opuesto a lo que el mundo de hoy nos dice con
respecto al cuerpo y a la vida terrena: tanto el cuerpo como la vida terrena
son para despreciar, si es que así se da testimonio del Hombre-Dios Jesucristo.
Se
considera no un apóstol, sino un “reo condenado” y “un esclavo”, pero un
esclavo que, por el sufrimiento de la muerte, llegará a ser libre en Cristo,
porque “resucitará en Él”: “No os lo ordeno, como Pedro y Pablo: ellos eran
apóstoles, yo soy un reo condenado; ellos eran hombres libres, yo soy un
esclavo. Pero si sufro, me convertiré en liberto de Jesucristo y en Él
resucitaré libre”.
Sabiendo
que las bestias están prontas para destrozarlo, no solo no muestra congoja
alguna, sino que muestra alegría al saber que será devorado por ellas, e incluso
las incitará a atacarlo si las bestias no lo hacen por sí mismas, ya que San
Ignacio desea que sean las bestias quienes le quiten aquello que le impide el
gozo total y pleno, en la gloria del cielo, y es esta vida terrena: “Me gozo de
que me tengan ya preparadas las bestias y deseo de todo corazón que me devoren
luego; aún más, las azuzaré para que me devoren inmediatamente y por completo y
no me sirvan a mí como a otros, a quienes no se atrevieron a atacar. Si no
quieren atacarme, yo las obligaré”.
San
Ignacio sabe que esta muerte terrena “es lo que le conviene” y es la que lo
hace ser verdaderamente “discípulo” de Cristo, porque si Cristo dio su vida al
Padre en la cruz, él lo imita y participa de su Pasión, ofreciendo su vida a
Cristo. De modo que el discípulo no teme a la muerte, en tanto y en cuanto esta
muerte lo conduce a la vida eterna, a la resurrección: “Os pido perdón. Sé lo
que me conviene. Ahora comienzo a ser discípulo. Que ninguna cosa visible o
invisible me impida llegar a Jesucristo”.
No
importa la crueldad de la muerte que tenga que sufrir, con tal que que así
llegue a ver a Cristo: “Que venga contra mí fuego, cruz, cuchilladas,
desgarrones, fracturas y mutilaciones; que mi cuerpo se deshaga en pedazos y
que todos los tormentos del demonio abrumen mi cuerpo, con tal de que llegue a
gozar de mi Jesús”. El mundo nos enseña un apego desordenado a esta vida
terrena, pero San Ignacio nos ayuda a medirla en su verdadera magnitud: un
estadio intermedio antes de la vida eterna.
Si
alguien pretende impedir su muerte martirial, estará siendo cómplice del
Demonio y por eso les pide que “se pongan de su lado y del lado de Dios”: “El
príncipe de este mundo trata de arrebatarme y de pervertir mis anhelos de Dios.
Que ninguno de vosotros le ayude. Poneos de mi lado y del lado de Dios”.
El
verdadero cristiano no puede amar el mundo y
nombrar a Jesucristo; el verdadero cristiano debe despreciar este mundo
y la vida terrena y nada debe hacerlo cambiar de opinión, porque la verdadera
vida es la vida eterna: “No llevéis en vuestros labios el nombre de Jesucristo
y deseos mundanos en el corazón. Aun cuando yo mismo, ya entre vosotros os
implorara vuestra ayuda, no me escuchéis, sino creed lo que os digo por carta.
Os escribo lleno de vida, pero con anhelos de morir”. Tiene ganas de morir,
pero para vivir eternamente adorando al Cordero de Dios, Jesucristo. San
Ignacio de Antioquía nos da ejemplo de cómo debemos ser los católicos de todo
tiempo, incluidos nosotros, los que vivimos en este siglo XXI, materialista,
hedonista y ateo.
[1] http://evangeliodeldia.org/main.php?language=SP&module=saintfeast&localdate=20171017&id=12260&fd=0
[2] http://evangeliodeldia.org/main.php?language=SP&module=saintfeast&localdate=20171017&id=12260&fd=0;
Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI.
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