Podemos decir que Santa Teresita hace suyo el pedido de
Jesús: “Si no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los cielos” (Mt 18, 3). En efecto, en una de sus
obras, Santa Teresita escribe así: “Mi caminito es el camino de una infancia
espiritual, el camino de la confianza y de la entrega absoluta”. Para Santa
Teresita, el camino al cielo es el camino de una “infancia espiritual”. Esto aparece
como una contradicción con las enseñanzas del mundo, porque el mundo enseña,
precisamente, en contra de toda inocencia, la madurez en todos los sentidos –corporal,
física-, de manera tal que los que triunfan según el esquema del mundo, son
aquellos que más prontamente han abandonado la infancia. Para el mundo, la
infancia es un disvalor, o bien es un valor al cual hay que corromper lo antes
posible, contaminándolo precisamente con las máximas mundanas, quitando cuanto
antes todo lo que no sea del mundo. Para el mundo, cuanto antes se pierden las
características de la infancia, tanto mejor es, pues las almas mundanas
necesitan de una astucia de la cual carece la infancia.
Ahora bien, ¿en qué consiste esta infancia espiritual? ¿Cómo
es posible adquirirla, para aquellos que ya no son niños?
Ante todo, la infancia espiritual, como camino espiritual
que conduce al cielo, es decir, a la unión del alma con Dios Uno y Trino, no es
sinónimo de “infantilismo”, ya que esto último no es más que una característica
negativa de la infancia, en la que se destacan la inmadurez emocional,
espiritual y afectiva, propia de todo niño.
La “infancia espiritual” de Santa Teresita, como dijimos,
está fundada sobre las palabras de Jesús: “Si no os hacéis como niños, no
entraréis en el Reino de los cielos”. En la misma descripción de Santa Teresita
ya hay un indicio acerca de en qué consiste: la describe como “camino de
confianza y entrega absoluta”, obviamente, en Dios. En su camino hacia Dios, el
alma debe entonces crecer en estas dos virtudes: confianza y entrega absoluta. Para
darnos una idea de qué se trata, podemos contemplar a un niño recién nacido en
su relación con su madre: movido por el amor filial, el niño confía en su madre
y se abandona en sus brazos; todavía más, desea estar en brazos de su madre, si
fuera posible, las veinticuatro horas del día. Así como el niño no solo no teme
nada malo de su madre y por el contrario, solo se siente seguro y feliz entre
sus brazos, de la misma manera el alma que ama a Dios debe abandonarse en sus
brazos, tal y como lo hace un niño recién nacido y como lo hacen los niños, que
solo esperan bondad y amor de sus madres, así el cristiano, abandonado
filialmente en Dios, solo espera de Él lo que Él Es y puede y quiere dar,
bondad y amor. El alma que ama a Dios experimenta respecto a Él el verdadero
temor, que no es igual a miedo, ya que se funda en el amor, porque ama tanto a
Dios, que el solo hecho de pensar que puede llegar a ofenderlo con un acto
malvado de su parte, lo hace apartarse inmediatamente de este mal. La confianza
en Dios se basa entonces en el amor a Dios: así como un hijo, al amar con toda
su capacidad de amor a su madre, no quiere disgustarla en lo más mínimo y por
ese motivo no solo evita el mal sino que en todo busca complacer a su madre,
con toda clase de obras buenas, así también el alma que ama a Dios, movido por
este amor, se aparta de todo mal y busca solo obrar el bien y la misericordia. No
le basta con no disgustar a su Padre Dios, sino que desea ser de su agrado, y
para ello obra siempre el bien, movido por la gracia.
El otro interrogante relativo a la infancia espiritual es
cómo adquirirla, puesto que quienes ya no están en la edad de la infancia, no
pueden, obviamente, regresar a ella. Ante todo, no se trata de adquirir un
comportamiento ficticio, anti-natural, en el sentido de pretender tener una
edad que no se tiene –la ideología de género, perversión diabólica, sí lo
hace-, sino de crecer –paradójicamente-, desde un estado de madurez espiritual,
hasta un estado de infancia espiritual. Esto, que parece un contrasentido
imposible, es posible para Dios, puesto que es su gracia la que concede la
verdadera y única infancia espiritual necesaria para alcanzar el cielo. Por la
gracia santificante, el alma –independientemente de su edad biológica, ya que puede
ser un niño, un joven, un adulto, un anciano- se hace partícipe de la
Inocencia, el Candor, la Pureza Increadas, que caracterizan el Alma glorificada
del Señor Jesús. Es la Segunda Persona de la Divinidad, la que posee en sí
misma las características propias de la niñez y en un grado infinito: pureza de
cuerpo y alma, candor, inocencia, bondad, amor. Solo de esta manera, es decir,
participando por la gracia de estas características del Ser divino trinitario
que son propias de Jesús, el Hijo de Dios encarnado, puede el alma, a pesar de
su edad biológica –puede ser un anciano- “ser como niño”, esto es, ser como el
Niño Dios, como Dios que se hace Niño para que los hombres, crecidos en la
concupiscencia, adquieran la inocencia y la pureza del Ser trinitario divino. Solo
así el niño –aquel que es niño biológicamente- adquiere la madurez y la
sabiduría celestial necesarias para crecer espiritualmente y estar así en grado
de alcanzar el Reino de los cielos. Ser espiritualmente como niños recién
nacidos, por la gracia santificante, es esto lo que Santa Teresita del Niño
Jesús afirma cuando dice: “Mi caminito es el camino de una infancia espiritual,
el camino de la confianza y de la entrega absoluta”. Como niños recién nacidos,
que descansan confiados y alegres en los brazos de su madre, así el cristiano,
convertido en niño recién nacido por la gracia, se abandona confiado y con
total amor en brazos de su Madre, la Virgen Santísima.
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