De todas las enseñanzas que nos transmitió San Ignacio de
Loyola[1] hay
una en particular, que es sumamente útil para la vida espiritual, y es acerca
de cómo podemos diferenciar o discernir cuáles son los “espíritus” que actúan
sobre nuestra vida y nuestra alma. San Ignacio de Loyola lo llamó: “discernimiento
de espíritus”, y es un instrumento muy necesario para la vida interior. Según relata
Luis Gonzalves, miembro de la Compañía de los Jesuitas, San Ignacio aprendió
por experiencia propia a hacer este discernimiento, en un momento de su vida en
el que, por una herida sufrida en la rodilla, tuvo que hacer mucho reposo, lo
cual fue aprovechado por San Ignacio, para leer la “Vida de Cristo” y las vidas
de los santos. Dice así Luis Gonzalves: “Ignacio era muy aficionado a los
llamados libros de caballerías, narraciones llenas de historias fabulosas e
imaginarias. Cuando se sintió restablecido, pidió que le trajeran algunos de
esos libros para entretenerse, pero no se halló en su casa ninguno; entonces le
dieron para leer un libro llamado “Vida de Cristo” y otro que tenía por título Flos sanctorum, escritos en su lengua
materna. Con la frecuente lectura de estas obras, empezó a sentir algún interés
por las cosas que en ellas se trataban. A intervalos volvía su pensamiento a lo
que había leído en tiempos pasados y entretenía su imaginación con el recuerdo
de las vanidades que habitualmente retenían su atención durante su vida
anterior”.
Continúa
luego Gonzalves: “Pero entretanto iba actuando también la misericordia divina,
inspirando en su ánimo otros pensamientos, además de los que suscitaba en su
mente lo que acababa de leer. En efecto, al leer la vida de Jesucristo o de los
santos, a veces se ponía a pensar y se preguntaba a sí mismo: “¿Y si yo hiciera
lo mismo que san Francisco o que santo Domingo?”. Y, así, su mente estaba
siempre activa. Estos pensamientos duraban mucho tiempo, hasta que, distraído
por cualquier motivo, volvía a pensar, también por largo tiempo, en las cosas
vanas y mundanas. Esta sucesión de pensamientos duró bastante tiempo”[2]. Es
en este momento, según Gonzalves, en donde San Ignacio comienza a hacer un
discernimiento, puesto que comienza a ser atraído por la vida de santidad de
los santos y se pregunta: “¿Por qué yo no puedo ser santo?”.
Es
decir, San Ignacio comienza a vislumbrar una vida de santidad, como
consecuencia de la acción de la gracia en él, que poco a poco comienza a
disipar sus tinieblas espirituales.
Sin
embargo, todavía faltaría un poco más, para poder luego establecer la
distinción que es esencial para la vida espiritual: qué pensamientos vienen del
mundo –y del maligno- y conducen a él, y qué pensamientos vienen de Dios –de su
Espíritu- y conducen a él.
Continúa
Gonzalves: “Pero había una diferencia; y es que, cuando pensaba en las cosas
del mundo, ello le producía de momento un gran placer; pero cuando, hastiado,
volvía a la realidad, se sentía triste y árido de espíritu; por el contrario,
cuando pensaba en la posibilidad de imitar las austeridades de los santos, no
sólo entonces experimentaba un intenso gozo, sino que además tales pensamientos
lo dejaban lleno de alegría. De esta diferencia él no se daba cuenta ni le daba
importancia, hasta que un día se le abrieron los ojos del alma y comenzó a
admirarse de esta diferencia que experimentaba en sí mismo, que, mientras una
clase de pensamientos lo dejaban triste, otros, en cambio, alegre. Y así fue
como empezó a reflexionar seriamente en las cosas de Dios. Más tarde, cuando se
dedicó a las prácticas espirituales, esta experiencia suya le ayudó mucho a
comprender lo que sobre la discreción de espíritus enseñaría luego a los suyos”[3]. Es
en este momento, entonces, en donde San Ignacio adquiere la luz para hacer un
discernimiento de espíritus: las cosas del mundo provocan “gran placer”, pero
se trata de un placer efímero, fugaz, más ligado a las pasiones y a lo terrenal,
y dejan al alma en un estado de “tristeza” y de “aridez de espíritu”. Esto es
así, porque el mundo –y el maligno-, aun cuando seduzcan con luces de colores,
con música estridente y con carcajadas fáciles y perversas, es decir, aun
cuando intenten hacer aparecer las cosas como “divertidas”, cuando en realidad
son un veneno para el alma, no pueden nunca satisfacer al alma y colmarla de
aquello para lo cual el alma ha sido creada: alegría, paz, gozo en el espíritu,
porque todas esas cosas vienen, por participación, solo y únicamente de Dios
Uno y Trino. Esto lo confirmó por experiencia propia San Ignacio cuando, según
el relato de Gonzalves, “cuando pensaba en la posibilidad de imitar las
austeridades de los santos, no sólo entonces experimentaba un intenso gozo,
sino que además tales pensamientos lo dejaban lleno de alegría”.
A
diferencia del mundo, que paradójicamente provoca hastío y tristeza en el alma,
a pesar de ofrecer lo que en teoría debería dar gozo, como es la rienda suelta
a las pasiones, el solo hecho de pensar en la santidad de vida de los amigos de
Cristo, los santos, e imitarlos en su austeridad, llenaba a San Ignacio de
verdadero gozo y alegría espiritual, y la razón es que Dios inhabita en quien “carga
la cruz de todos los días negándose a sí mismo y va en pos de Cristo” (cfr. Mt 16, 24), mortificando sus pasiones
desordenadas y elevando la mente y el corazón al Reino de los cielos.
Que
San Ignacio interceda para que siempre hagamos un buen discernimiento de
espíritus, para que la Alegría que brota de la cruz de Jesucristo y el
pensamiento de alcanzar un día el Reino de los cielos, por medio de la cruz, sea
nuestra única alegría, en medio de las tribulaciones de la vida presente.
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