En el extremo izquierdo, un hombre corre la lápida que cerraba la tumba de Lázaro, que llevaba ya tres días muerto; detrás de la puerta, asoma Lázaro, ya de pie y resucitado por orden de Jesús; el centro de la escena está dominado por la figura resplandesciente de Jesús; y detrás de Jesús, las dos hermanas de Lázaro: Marta, casi arrodillada, o en cuclillas, asombrada o atemorizada por lo que está viendo, y María, de pie y a espaldas de Jesús. Jesús tiende la mano a Lázaro, inmediatamente después de decirle: “¡Lázaro, Yo te lo ordeno, levántate y anda!”. La omnipotente y amorosa Voz del Verbo transporta en un instante al alma de Lázaro, ya separada del cuerpo y por lo tanto en el Hades, y la une nuevamente a su cuerpo, infundiéndole vida, y esa Voz omnipotente y amorosa se traduce en la mano tendida de un Dios a su creatura, que de esa manera lo rescata de la muerte, pero no solamente de la muerte corporal, como a Lázaro, sino de la muerte eterna, porque con su muerte en cruz y resurrección, Jesucristo nos libra de la segunda muerte, de la “condenación eterna” (Plegaria Eucarística I, Misal Romano).
Toda la vida de Marta, como santa, está caracterizada por
girar en torno a Jesús: era, junto con sus hermanos María y Lázaro, uno de los
grandes amigos de Jesús, en su paso por su vida terrena; debido a este amor de
amistad, en el Evangelio aparece como “distraída” con respecto a Jesús, puesto
que en una de las visitas a su casa por parte de Jesús, Marta se encuentra
ocupada en los quehaceres domésticos, a diferencia de su hermana María, que se
postra a los pies de Jesús, para adorarlo, aunque en el fondo, la ocupación de
Marta demostraba su gran amor a Jesús, pues quería que su casa estuviera limpia
y en orden para cuando Él llegara, y además, se ocupaba por agasajarlo con un
rico plato de comida; en el episodio evangélico en el que Jesús resucita a su
hermano Lázaro, que llevaba días ya muerto, Marta se caracteriza no sólo por
gran templanza frente al dolor, sino por su gran confianza en Jesús como Dios, pues
es de ella esta confesión, luego de que Jesús revelara la resurrección final: “Yo
creo que Tú eres el Hijo de Dios” (Jn
11, 27). En premio a esta gran fe de Marta en Jesús en cuanto Dios, Jesús
resucita a Lázaro, trayendo su alma desde el Hades, el infierno de los justos
del Antiguo Testamento, de nuevo a esta tierra, para que se una con su cuerpo,
además de restaurar su cuerpo a nuevo, puesto que ya estaba carcomido por la
descomposición orgánica propia de los cadáveres.
A ejemplo de Santa Marta, busquemos también de ser amigos de
Jesús, como ella, sin perder de vista que Marta, junto a sus hermanos, eran grandes
amigos de Jesús, con lo que esa amistad significa: compartir todo con Jesús –los
temores, la alegría, los buenos y los malos momentos; a ejemplo de Santa Marta,
que cuando Jesús fue a visitarla a ella y a sus hermanos, se puso a arreglar su
casa, a limpiarla, a perfumarla, y a poner todo en orden, además de prepararle
una rica comida, también nosotros nos preocupemos por tener nuestra casa –nuestra
alma y nuestro corazón-, limpio, arreglado, en orden, y perfumada, para cuando
llegue a nuestra casa Jesús Eucaristía, y esto se logra por la gracia
santificante; por último, a ejemplo de Santa Marta, que confió en Cristo Dios y
por su fe fue premiada con lo que más quería su corazón, que era la
resurrección de su hermano Lázaro, también nosotros, confiando en Cristo Dios,
le supliquemos y le imploremos por nuestros hermanos, por nuestros prójimos,
sobre todo los que yacen “en sombras de muerte”, porque viven en pecado mortal
-por lo que, a pesar de aparentar salud, sus almas en pecado están en estado de
descomposición y apestan, así como lo hace un cadáver de varios días- y le
supliquemos a Jesús, más que la vida corporal, la salvación eterna para estas
almas de nuestros prójimos. Por último, junto a Santa Marta, profesemos a Jesús
nuestro amor de amistad y nuestra fe en su condición divina, diciéndole a Jesús
en la Eucaristía: “Yo creo que Tú eres el Hijo de Dios”.
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