Nacido
en 1549, en Montilla, Andalucía, España, y luego de ser enviado a misionar al
Continente Americano, más concretamente a Sud América, Fray Francisco Solano
recorrió durante 20 años estas tierras predicando, especialmente a los habitantes
originarios de América[1].
Pero su viaje más largo fue el que tuvo que hacer a pie, con incontables
peligros y sufrimientos, desde Lima hasta Tucumán (Argentina), llegando más
tarde hasta las pampas y el Chaco Paraguayo, recorriendo más de 3.000 kilómetros
y sin ninguna comodidad, sólo confiando en Dios y movido por el deseo de salvar
almas[2].
Esta
etapa misionera de San Francisco se caracterizó por dos hechos prodigiosos que
lo acompañaron siempre y que nos hace recordar las palabras de Nuestro Señor en
el Evangelio, cuando después de resucitado envía a sus discípulos a misionar: “Y
el Señor, después que les habló, fue recibido arriba en el cielo, y se sentó a
la diestra de Dios y ellos, saliendo, predicaron en todas partes, ayudándoles
el Señor y confirmando la Palabra con las señales que le seguían” (cfr. Mc 19, 19-20): si esto se cumplió en
numeroso santos, fue particularmente notorio en el caso Francisco Solano, a
quien se lo llegó a llamar “el Taumaturgo del Nuevo Mundo”, debido a la
cantidad de prodigios y milagros que obtuvo en Sudamérica[3].
Esta
presencia (invisible, pero real y misteriosa) de Jesús, acompañando a San Francisco
Solano con los numerosos prodigios, fue notoria en varios hechos, como por
ejemplo, la facilidad del santo para aprender dialectos nativos, difíciles y
desconocidos, además de lograr la conversión en la gran mayoría de los que lo
escuchaban. En efecto, San Francisco se caracterizó por una su gran capacidad
de aprendizaje para los idiomas, puesto que lograba aprender con extraordinaria
facilidad los dialectos de los americanos a las dos semanas de estar con ellos,
aunque el milagro principal no consistía en esto: además de aprender fácilmente
una gran cantidad de dialectos incomprensibles para un europeo como San
Francisco, todos los que lo escuchaban, no sólo entendían los sermones, sino
que quedaban cautivados por la Palabra de Dios que se les predicaba. El hecho
era tan notorio, que los mismos misioneros, compañeros de San Francisco, se
admiraban de este prodigio y lo consideraban un verdadero milagro de Dios. Y como consecuencia de la paz de Dios que
recibían los indígenas, se dio otro milagro dentro del milagro: que incluso las
tribus más agresivas y belicosas, y opuestas a los blancos, se pacificaban,
luego de escuchar los sermones del santo. Es decir, Dios le había concedido la
eficacia de la palabra y la gracia de no solo conseguir la simpatía y buena
voluntad de sus oyentes, sino ante todo, por la obra del Espíritu Santo en las
almas que lo escuchaban, le había concedido también la gracia de la conversión
para quienes lo escucharan. Esto es lo que explica que San Francisco, después
de predicarles por unos minutos con un crucifijo en la mano, conseguía que
todos empezaran a escucharle con un corazón dócil y que se hicieran bautizar
por centenares y miles[4].
El otro hecho prodigioso era que, a imitación de su patrono
San Francisco de Asís, el padre solano sentía gran cariño por los animalillos
de Dios. Las aves lo rodeaban muy frecuentemente, y luego a una voz suya,
salían por los aires revoloteando, cantando alegremente como si estuvieran
alabando a Dios[5].
Su armonía interior con la Creación se repitió prodigiosamente el día de su
muerte: el 14 de julio, una bandada de pajaritos entró cantando a su habitación
y el Padre Francisco exclamó: “Que Dios sea glorificado”, y expiró[6]. Además,
numerosos testigos coincidieron en que su habitación, el día de su muerte,
estuvo iluminada con una luz no terrena, sino celestial, durante toda la
noche. Otro hecho prodigioso y
documentado, fue el modo milagroso en el que San Francisco logró que un toro
embravecido, que amenazaba a todo un pueblo, se convirtiera en un animal dócil
y pacífico, que en vez de amenazar con sus cuernos, lamió sus manos mansamente
luego de una orden de su voz[7]. Esto
es, como consecuencia de lo que dice Benedicto XVI, de que el hombre en gracia –y
mucho más un santo, como San Francisco- se reconcilia con la Creación: “La
primera creación encuentra su cumbre en la nueva creación en Cristo” (es decir,
el hombre gracia). En otras palabras, era la gracia santificante la que le
concedía a San Francisco el dominio sobre estas aves. Dice así San Juan Pablo
II: “(Dios) Todo lo ha puesto a disposición del hombre, rey de la creación,
para hacer de lo creado un himno de alabanza a Dios; y la gloria de Dios es el
hombre viviente, que tiene su vida en la visión de Dios”[8].
Ahora
bien, si esto es verdad, como lo es, hay que decir, también con el Santo Padre
Benedicto XVI, que lo opuesto también es verdad, en el sentido de que el pecado
enemista al hombre con la Creación: “El pecado arruina la armonía de la
naturaleza”.
También tuvo el don de profecía, ya que profetizó que una
ciudad del norte argentino –Esteco-, quedaría sepultada bajo los escombros,
debido a un terremoto: se atribuye al santo esta frase. “Por las maldades de
estas gentes, todo lo que está a mi alrededor será destruido y no quedará sino
el sitio desde donde estoy predicando. Salta saltará y Esteco se hundirá”. Efectivamente,
tiempo después, esta ciudad desapareció a causa de un fuerte terremoto,
quedando intacto únicamente el sitio desde donde el santo había predicado[9].
Al
recordar a San Francisco Solano, quien convertía a los habitantes de América–tanto
a los naturales, como a los españoles ya radicados- con el crucifijo en la mano,
por el poder del Espíritu Santo que brotaba de Cristo crucificado, le pidamos
su intercesión para que el Espíritu Santo actúe y provoque nuevas y prodigiosas
conversiones en todos los habitantes de Sudamérica –el continente que “habla en
español y reza a Jesucristo”- especialmente de quienes se encuentran más
alejados de la Palabra de Dios.
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