“Mujer,
¿por qué lloras?” (Jn 20,1-2.11-18). María
Magdalena, de quien Jesús había expulsado “siete demonios”, va temprano al
sepulcro, movida por el amor que le tenía a Jesús, como lo dice San Gregorio
Magno[1]. No
se resignaba a su muerte y su amor ardiente, es el que la conduce hasta el
sepulcro, para estar más cerca de su Señor, aunque sea de su cuerpo muerto y
frío. Al llegar, nota con sorpresa que la piedra del sepulcro había sido
removida y, al asomarse al interior del sepulcro, observa que el Cuerpo de
Jesús ya no está, y esto le produce una profunda tristeza; tanta, que comienza
a llorar. Es en ese momento en el que dos ángeles le preguntan por la causa de
su llanto: “Mujer, ¿por qué lloras?”. Y María Magdalena responde, sumergida en
la tristeza: “Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. En
ese momento, Jesús se le aparece y le hace la misma pregunta que le habían
hecho los ángeles: “Mujer, ¿por qué lloras?”. María Magdalena, confundiendo a
Jesús con el cuidador del jardín, le dice, pensando que es él quien ha
trasladado el Cuerpo de Jesús a otro lugar: “Señor, si tú lo has llevado, dime
dónde lo has puesto, y yo iré a buscarlo”. Como dice San Gregorio Magno, era el
“intenso amor ardiente” que María Magdalena experimentaba por su Salvador, lo
que la llevaba a buscar al que no encontraba, pero ahora que lo encuentra, no
lo reconoce. Reconocerá a Jesús, es decir, su mente y su corazón se abrirán a
la luz de Jesús resucitado, cuando Él la llame por su nombre, tocando con su
palabra la raíz más profunda del acto de ser de María Magdalena: “¡María!”. En ese
mismo instante, iluminada desde lo más profundo de su ser, sus sentidos
espirituales son plenificados por la gracia santificante y así se vuelve capaz
de reconocer con su mente y de amar con su corazón a Jesús resucitado y,
reconociéndolo, le dice: “¡Rabboní!”, que significa “maestro”. Al reconocerlo
ya como al Hombre-Dios resucitado, y al contemplarlo en la gloria de su
Resurrección, María Magdalena se arroja a sus pies para adorarlo. Luego Jesús
le encomienda a María Magdalena la misión más importante de su vida, que será
la misión de la misma Iglesia, que vaya a anunciar a los demás que Él ha
resucitado: “Ve a decir a mis hermanos: subo a mi Padre y Padre de ustedes; a
mi Dios y Dios de ustedes”.
“Mujer,
¿por qué lloras?”. Es de destacar que tanto los dos ángeles, como el mismo
Jesús, dirigen a María la misma pregunta: “Mujer, ¿por qué lloras?”. Y la causa
del llanto de María Magdalena es que busca a Jesús, pero a un Jesús muerto: María
va al sepulcro a buscar a un Jesús que no existe, porque el Jesús muerto del
Viernes Santo, ya no está más en el sepulcro, el Domingo de Resurrección,
porque ha resucitado. La causa del llanto de María Magdalena es que ha olvidado
las palabras de Jesús, de que Él resucitaría “al tercer día” y por esta razón,
busca a un Jesús que no existe. Eso sucede cuando racionalizamos la fe y
oscurecemos así la luz de la gracia: sólo la luz de la gracia, que ilumina
nuestra fe, nos hace capaces de contemplar a Jesús resucitado. De manera
análoga, muchos en la Iglesia, tienen la fe de María Magdalena antes del
encuentro con Jesús resucitado: buscan a un Jesús que no existe, creen en
Jesús, pero en un Jesús muerto el Viernes Santo, pero que no ha resucitado y
que mucho menos, prolonga y actualiza su misterio pascual, en la Eucaristía,
porque no creen que Jesús resucitado esté, en Persona, con su Cuerpo y Alma
humanos glorificados, en el Santo Sacramento del altar. Y porque no creen ni en Jesús
resucitado ni en su Presencia gloriosa en la Eucaristía, frente a las
tribulaciones, se derrumban como María Magdalena, sin saber dónde está Jesús.
Es
por eso que debemos pedir la gracia de la fe: “Señor, auméntanos la fe” (Lc 17, 5), la fe en Cristo muerto y
resucitado, que prolonga su misterio pascual en la Eucaristía. Como María
Magdalena luego del encuentro con Jesús, también nosotros debemos ir a anunciar
a nuestros hermanos que Jesús ha resucitado y que por eso el sepulcro está
vacío, pero nuestro anuncio no se detiene en el hecho de que Jesús sólo ha
resucitado y ha dejado el sepulcro vacío, porque su Cuerpo muerto ya no está
más allí, tendido sobre la loza fría sepulcral: debemos anunciar que Jesús ha
dejado el sepulcro vacío, para ir a ocupar los altares y los sagrarios, con su
Cuerpo glorificado, en la Eucaristía. A diferencia de María Magdalena, que “no
sabía dónde estaba el Cuerpo del Señor”, nosotros sí sabemos dónde está el
Cuerpo de Jesús glorificado: en la Eucaristía, en los altares, en los
sagrarios, y es allí adonde debemos ir a adorarlo.
[1] De las Homilías de san Gregorio
Magno, papa, sobre los Evangelios; Homilía 25, 1-2. 4-5: PL 76, 1189-1193.
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