Santa
Brígida de Suecia, Patrona de Europa, recibió abundantes locuciones y
apariciones de Nuestro Señor Jesucristo, las cuales fueron puestas por escrito
por la santa, y compiladas en un libro que se llama: “El Libro de las revelaciones
celestiales”.
En
el Capítulo 1 de dicho libro, Nuestro Señor se refiere a Santa Brígida como “su
elegida y muy querida esposa”, le dice quién Es, le relata su Encarnación,
condena la violación profana y el abuso de confianza que hacemos de nuestra fe
y bautismo, e invita a su “querida esposa” a que lo ame.
Jesús
comienza sus alocuciones a Santa Brígida relatando su origen divino y su
Encarnación por obra del Amor de Dios en el seno de María Virgen, comparando su
admirable y prodigiosa Encarnación con la de un rayo de sol que atraviesa un
cristal -al igual que los Padres de la Iglesia- y relatando además que asume
nuestra naturaleza, pero no por eso deja de ser Dios: “Yo soy el Creador del
Cielo y de la tierra, uno en divinidad con el Padre y el Espíritu Santo. Yo soy
el que habló a los profetas y patriarcas, y a quien ellos esperaban. Para
cumplir sus deseos y de acuerdo con mi promesa, tomé carne sin pecado ni
concupiscencia, entrando en el cuerpo de la Virgen, como el brillo del sol a
través de un clarísimo cristal. Igual que el sol no daña al cristal entrando en
él, tampoco se perdió la virginidad de mi Madre cuando tomé la humana
naturaleza. Tomé carne pero sin abandonar mi divinidad”[1].
Luego
relata de qué manera Él, siendo Dios, se encarnó en la Virgen, y siguió siendo Dios
en el seno de María –en la etapa gestacional, desde cigoto, pasando por
embrión, hasta el Niño de nueve meses y compara a esta unión de la divinidad
con su humanidad, a la unión del fuego con el resplandor: “No fui menos Dios,
todo lo gobernaba y abastecía con el Padre y el Espíritu Santo, pese a que, con
mi naturaleza humana, estuve en el vientre de la Virgen. Igual que el
resplandor nunca se separa el fuego, tampoco mi divinidad se separó de mi
humanidad, ni siquiera en la muerte”. Jesús le dice a Santa Brígida que
inmediatamente después de la Encarnación, deseó sufrir la Pasión; es decir,
adquirió un Cuerpo para que sea sacrificado en la cruz, por nuestra salvación:
“Lo siguiente que deseé para mi cuerpo puro y sin mancha fue ser herido desde
la planta de mis pies hasta la coronilla de mi cabeza, por los pecados de todos
los hombres, y ser colgado en la Cruz”. Y ese mismo Cuerpo, que fue crucificado
en el Monte Calvario, se ofrece ahora, por la Santa Misa, en la Eucaristía,
para poder Él ser adorado y amado cada día más: “Ahora mi cuerpo se ofrece cada
día en el altar, para que las personas puedan amarme más y recordar mis favores
con más frecuencia”[2].
Pero luego se queja amargamente no solo por el abandono e indiferencia hacia su
Presencia sacramental, que recibe de parte de los cristianos, sino porque
estos, despreciándolo en su condición de Rey, que quiere reinar en los
corazones de los hombres, han elegido al demonio por su amo y señor: “Ahora,
sin embargo, estoy totalmente olvidado, ignorado y despreciado, como un rey
desterrado de su reino en cuyo lugar ha sido elegido un perverso ladrón al que
se colma de honores. Yo quise que mi reino estuviera dentro del ser humano, y
por derecho yo debería ser Rey y Señor de él, dado que Yo lo creé y lo redimí.
Ahora, sin embargo, él ha roto y profanado la fe que me prometió en el
bautismo. Ha violado y rechazado las leyes que establecí para él. Ama su propia
voluntad y despectivamente se niega a escucharme. Encima, exalta al más malvado
de los ladrones, el demonio, por encima de mí y en él deposita su fe”[3].
Jesús
le dice que no rechazará a quien, arrepentido, se vuelva a su Misericordia,
pero quienes persistan en su alejamiento voluntario, les aplicará su Justicia
Divina, porque es como Él mismo le dijo a Santa Faustina: “Quien no quiera
pasar por mi Misericordia, pasará por mi Justicia” y quienes lo desprecien, se
lamentarán de haberlo hecho. Dice así Jesús: “Pese a que ahora soy tan
menospreciado, aún soy tan misericordioso que perdonaré los pecados de
cualquiera que pida mi misericordia y se humille a sí mismo, y lo liberaré del
perverso ladrón. Pero aplicaré mi justicia sobre aquellos que perseveren en
menospreciarme, y los que la oigan temblarán, mientras que los que la
experimenten dirán: ‘¡Ay de nosotros, que fuimos nacidos o concebidos! ¡Ay, que
hemos provocado la ira del Señor de la majestad!’”[4].
Por
último, Jesús le habla a Santa Brígida, animándola a que lo ame “más que a
cualquier cosa en el mundo”, puesto que Él ha sufrido la Pasión por su amor, y
que si esto hace, se gozará y alegrará “por toda la eternidad”: “Pero tú, hija
mía, a quien he elegido para mí y con quien hablo en el Espíritu, ¡ámame con
todo tu corazón, no como amas a tu hijo o a tu hija o a tus padres sino más que
cualquier cosa en el mundo! Yo te creé y no evité que ninguno de mis miembros
sufriera por ti. Aún amo tanto a tu alma que, si fuera posible, me dejaría ser
de nuevo clavado en la cruz antes que perderte. Imita mi humildad: Yo, que soy
el Rey de la gloria y de los ángeles, fui vestido de pobres harapos y estuve
desnudo en el pilar mientras mis oídos oían todo tipo de insultos y burlas.
Antepón mi voluntad a la tuya porque mi Madre, tu Señora, desde el principio
hasta el final, nunca quiso nada más que lo que yo quise. Si haces esto,
entonces tu corazón estará con el mío y lo inflamaré con mi amor, de la misma
forma que lo árido y seco se inflama fácilmente ante el fuego (...) Si crees en
mis palabras y las cumples, ni el gozo ni la alegría te faltarán jamás en toda
la eternidad”[5].
Ahora
bien, puesto que las palabras dichas a Santa Brígida se aplican a toda alma, debemos
tomarlas como dichas también a nosotros; por lo tanto, hagamos el propósito de
no solo no dejar a Jesús Eucaristía en el abandono y la indiferencia, sino de adorarlo
y amarlo cada vez más en su Presencia Eucarística, para que Él sea el único Rey
de nuestros corazones, en el tiempo y en la eternidad.
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