Las palabras de los mártires, pronunciadas en los instantes
previos antes de morir, tienen un enorme valor, porque son palabras inspiradas
por el Espíritu Santo, y deben tenerse como tales, y como inspiradas por el
Espíritu Santo, como venidas del mismo Espíritu de Dios, deben ser escuchadas,
meditadas en el corazón, guardadas, custodiadas como un tesoro de valor
inapreciable, inestimable, incalculable, con más celo que un avaro custodia sus
monedas de oro. Un mártir, antes de morir, está asistido por el Espíritu Santo,
y esto se puede comprobar por muchos indicios, uno de los cuales, es la
extraordinaria y sobrenatural fortaleza, que los lleva a soportar la extrema
ferocidad con la que los verdugos se ensañan contra ellos; una ferocidad que no
se explica por meros apasionamientos humanos, sino por la incitación demoníaca,
que busca hacer apostatar al mártir, es decir, lo que busca el verdugo con sus
torturas es que el mártir reniegue de la fe en Jesucristo, porque ése es el
objetivo del Demonio, pero como el mártir está asistido por el Espíritu Santo,
es el Espíritu Santo el que le concede ya, como anticipo, una fortaleza
sobrehumana, como un anticipo de la glorificación del cuerpo que el mártir
recibirá como premio en los cielos, y es así que provocan admiración, a los
mismos verdugos y ejecutores de las torturas y penas de muertes, la entereza y
la serenidad de ánimo, e incluso hasta la alegría, con la cual los mártires
soportaban las crudelísimas torturas a las que los sometían, hasta provocarles
la muerte. Por ejemplo, entre los que acompañaban a San Andrés Kim Taegon, está
un niño de 13 años, Pedro Ryou, a quien le destrozaron la piel de tal manera
que podía tomar pedazos de ella y tirarla a los jueces[1]; a
Columba Kim, soltera de 26 años, la quemaron con herramientas calientes y
carbones y finalmente la decapitaron; y como estos, miles de ejemplos más, que muestran
claramente que es imposible que los mártires soporten con sus solas fuerzas
naturales la brutal agresión de los verdugos y que su fortaleza física no tiene
otra explicación que un origen celestial.
Pero
más que la fortaleza física, lo que asombra son el amor y la sabiduría
sobrenatural que demuestran los mártires, signos ambos, más que elocuentes, también
de la inhabitación en sus almas, del Espíritu Santo. Con respecto a San Andrés
Kim Taegon, sus últimas palabras, dichas con serenidad y valentía, antes de ser
decapitado, fueron: “¡Ahora comienza la eternidad!”. Estas palabras nos sirven
para nosotros, hombres del siglo XXI, porque nuestro siglo, caracterizado por
el materialismo, el relativismo, el ateísmo y el hedonismo, nos ha llevado a
olvidar, precisamente, que existe una eternidad que nos espera; nos ha llevado
a pensar que esta vida es para siempre, con su materialismo, con su dinero, con
sus placeres mundanos, y como esta vida está llena de miserias, de rapiña, de
codicia y de toda clase de cosas bajas y mundanas, nuestro corazón, al
olvidarse que le espera un destino de eternidad –que puede ser en el amor o en
el dolor-, se olvida de la eternidad y se aferra a la tierra, a la materia, al
tiempo, a las cosas, al dinero, a lo que es caduco, a lo que se pudre y se
descompone, a lo que no da ni puede dar, nunca jamás -porque no la tiene-, la
felicidad.
“¡Ahora
comienza la eternidad!”. Que las últimas palabras de San Andrés Kim Taegon,
inspiradas por el Espíritu Santo, no encuentren en nosotros una tierra reseca
por el sol ardiente, cubierta de espinas y de piedras, sino una tierra fértil,
en donde germine y de fruto del ciento por uno, frutos de vida eterna. Que estas palabras nos ayuden a despegarnos de lo caduco y temporal, y nos hagan fijar la vista en lo que es eterno y que, siendo eterno, está en nuestro tiempo: la Eucaristía, porque la Eucaristía es Cristo, Dios Eterno e inmortal.
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