Además
de su vida de santidad extraordinaria y de los asombrosos milagros de todo tipo
realizados –tanto en vida terrena como luego de su muerte-, lo que más se
destaca en el Padre Pío de Pietrelcina, son sus estigmas, es decir, las llagas
visibles que llevó durante muchos años, hasta su muerte. El Padre Pío es el
primer sacerdote estigmatizado de la historia, porque hasta él, solo había
recibido los estigmas visiblemente San Francisco de Asís, pero San Francisco no
era sacerdote, sino hermano religioso. Otros santos recibieron los estigmas,
como Santa Gemma Galgani, aunque de un modo invisible y no visible, como el
Padre Pío. El hecho de que fueran visibles, nos lleva a preguntarnos por su
significado y el significado es el de la participación en la Pasión de Jesús. En
efecto, si bien Jesús, el Hombre-Dios, ya cumplió su misterio pascual de Muerte
y Resurrección, y por lo tanto, ascendió a los cielos y allí se encuentra,
vivo, glorioso y resucitado, y ya no muere más, sin embargo, su Pasión continúa
en su Cuerpo Místico, los bautizados en la Iglesia Católica, hasta el fin de
los tiempos. Así lo afirma el Magisterio de la Iglesia por la voz del Papa Pío
XI: “La pasión expiadora de Cristo se renueva y en cierto modo se continúa y se
completa en el Cuerpo místico, que es la Iglesia”[1] (…) “aunque
la copiosa redención de Cristo sobreabundantemente ‘perdonó nuestros pecados’[2] (…)
por (…) admirable disposición de la divina Sabiduría (…) ha de completarse en
nuestra carne lo que falta en la pasión de Cristo por su cuerpo que es la
Iglesia[3] (por
lo tanto), a las oraciones y satisfacciones ‘que Cristo ofreció a Dios en
nombre de los pecadores’ podemos y debemos añadir también las nuestras”[4].
Esto
lo pide también la Iglesia en la Liturgia de las Horas, cuando en las preces reza
para que “los fieles vean en sus enfermedades y tribulaciones una participación
en la Pasión de Jesús”[5]. En la misma Misa del Padre Pío se pide, en la Oración Colecta, que los fieles nos asociemos "a los sufrimientos de Cristo", para luego participar de su Resurrección" (cfr. Misal Romano, pág. 757, Edición Típica Latina). Por
eso, aun cuando no llevemos las llagas visiblemente, como el Padre Pío, ni
tampoco invisiblemente, como Santa Gemma Galgani, todos los cristianos, todos
los bautizados, estamos llamados a unirnos -con nuestras existencias cotidianas
y comunes-, a la Pasión de Jesús, ofreciendo nuestras vidas de todos los días,
nuestros sufrimientos, nuestras tribulaciones, nuestras enfermedades, nuestras
derrotas y fracasos, pero también nuestras alegrías y nuestros triunfos,
grandes o pequeños, y todo lo debemos ofrecer a Jesús, al pie de la cruz, por
manos de la Virgen, porque la Virgen está de pie, al lado de la cruz de su Hijo
Jesús. Y si lo debemos ofrecer al pie de la cruz, no hay otro momento y lugar
más adecuado para hacerlo, que la Santa Misa, porque la Santa Misa es la
renovación incruenta del Santo Sacrificio del Calvario. Es ahí entonces, en
donde debemos, con toda la intensidad de la que es capaz nuestro amor, de
elevar nuestras oblaciones y ofrecimientos a Jesús crucificado y a la Virgen
que está al pie de la cruz, diciéndole a Jesús, por medio de la Virgen: “Señor,
que seas carne en mi carne, alma en mi alma, para que todo aquel que me vea,
te vea, me oiga, te oiga. Amén”.
La
conmemoración del Padre Pío, entonces, nos debe recordar que, como miembros del
Cuerpo Místico de Jesús, estamos llamados a participar de su Pasión y que, por
lo tanto, debemos unirnos a Él en su cruz, en la Santa Misa, ofreciéndole en
oblación toda nuestra vida y todo nuestro ser, en el tiempo, para la eternidad.
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