¿Es
posible que San Jerónimo, un asceta que vivió entre los siglos III y IV, es
decir, en una época de la humanidad en la que no existían ninguno de los
grandes inventos de los que hoy disfrutamos a diario, posea el secreto de la
felicidad para todos los hombres de todos los tiempos? ¿Y que esa felicidad sea
tan duradera, que se extienda desde esta vida hasta la vida eterna?
Sí,
y no solo es posible, sino que es verdadero, es decir, San Jerónimo posee,
efectivamente, la clave de la felicidad, para todo hombre, para esta vida y
para la eterna, y veamos porqué.
San
Jerónimo decía que no era posible “ignorar a la Escritura”, porque hacerlo
equivalía a “ignorar a Cristo”: “Ignorar la Escritura es ignorar a Cristo”. Esto
mismo lo llevaba a preguntarse cómo era posible vivir sin la Palabra de Dios Escrita,
que es la Biblia, porque la Palabra de Dios Escrita es Cristo y Cristo es “la
vida de los creyentes”: “¿Cómo es posible vivir sin la ciencia de las
Escrituras, a través de las cuales se aprende a conocer al mismo Cristo, que es
la vida de los creyentes?”.
San Jerónimo, entonces, se asombraba de que hubiera
cristianos que pudieran vivir sin alimentarse de la Palabra de Dios, puesto que
la Palabra de Dios Escrita, esto es, la Escritura, es Cristo, y Cristo es la Vida
Increada en sí misma y la fuente de toda vida creada y participada, y así es la
vida, la gloria y el honor del hombre y por eso advertía: “Cumplo con mi deber,
obedeciendo los preceptos de Cristo, que dice: ‘Estudiad las Escrituras’, y
también: ‘Buscad, y encontraréis’, para que no tenga que decirme, como a los
judíos: ‘Estáis muy equivocados, porque no comprendéis las Escrituras ni el
poder de Dios’. Pues, si, como dice el apóstol Pablo, ‘Cristo es el poder de
Dios y la sabiduría de Dios’, y el que no conoce las Escrituras no conoce el
poder de Dios ni su sabiduría, de ahí se sigue que ignorar las Escrituras es
ignorar a Cristo”[1].
Ahora
bien, siguiendo el consejo de San Jerónimo de conocer las Escrituras, este conocimiento de las Escrituras, debe entonces conducirnos necesariamente a amar a Jesús en la Eucaristía y a alimentarnos del Pan eucarístico, porque quien conoce la Escritura, conoce que
en Ella, Cristo dice de sí mismo: “Yo Soy el Pan Vivo bajado del cielo” (Jn 6, 51); quien conoce las Escrituras, conoce
que Cristo dice de sí mismo: “Mi Carne es verdadera comida y mi Sangre es
verdadera bebida” (Jn 6, 55); quien conoce las Escrituras, conoce que Cristo dice: “Quien come mi Carne y bebe mi Sangre, tiene vida eterna (…) permanece en Mí y Yo en él” (Jn 6, 56); quien
conoce las Escrituras, conoce que Cristo dice, en la Última Cena: “Tomen y
coman, Éste es mi Cuerpo…, Tomen y beban, Ésta es mi Sangre” (Mt 26, 26-30).
Por
eso es que, al igual que San Jerónimo, que se preguntaba cómo era posible vivir
sin la ciencia de las Escrituras, y que ignorarlas era ignorar a Cristo, porque
la Escritura es la Palabra de Dios Escrita, también nosotros deberíamos
preguntarnos: ¿cómo es posible vivir sin la Eucaristía, que es la Palabra
encarnada? ¿Cómo es posible vivir sin la ciencia de la Eucaristía, puesto que
ignorar la Eucaristía es ignorar a Cristo, que es la Palabra encarnada, viva,
gloriosa y resucitada, Presente con todo el poder y la gloria de Dios, que se
nos dona cada vez en la comunión, para comunicarnos su Amor?
Y a su vez, el que tenga la ciencia de la Eucaristía, acudirá a la Santa Misa, y allí será
inmensamente feliz, porque allí recibirá la Nueva Bienaventuranza, la que
proclama la Santa Madre Iglesia, desde el Nuevo Monte de las Bienaventuranzas,
el altar eucarístico: “Bienaventurados los invitados al Banquete celestial;
bienaventurados los que se alimentan del Pan Vivo bajado del cielo, Jesucristo,
la Palabra de Dios encarnada, viva y gloriosa, resucitada, Presente en Persona
en la Eucaristía”[2].
Esta
es la razón por la que afirmamos que San Jerónimo posee la clave de la felicidad para todo
hombre, de todo tiempo, y para una felicidad que no se termina en esta tierra,
sino que continúa hasta la vida eterna: porque San Jerónimo nos conduce, por la
lectura de la Palabra de Dios Escrita, por la Sagrada Escritura, a la Palabra
de Dios Encarnada, gloriosa y resucitada, que nos dona todo su Amor, Jesús. Dios Eterno, en
la Eucaristía.
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