San Jenaro fue martirizado por la secta de los arrianos, por
defender la fe del Concilio de Nicea[1];
en ese Concilio, se afirmaba la divinidad de Jesucristo, porque se sostenía la
misma fe de los Apóstoles, en la que se afirmaba que Jesús era “de la misma
substancia –divina- que Dios Padre”, y que era “engendrado” y “no creado”, es
decir, se afirmaba claramente que Jesús no era una “creatura”. Así decía el texto
del Concilio de Nicea, por el cual San Jenaro dio su vida: “Creemos en un solo Dios, Padre Todopoderoso, Creador de todas las cosas
visibles e invisibles; y en un solo Señor Jesucristo, el unigénito del Padre,
esto es, de la sustancia [ek tes ousias] del Padre, Dios de Dios, Luz de Luz,
Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza
del Padre [homoousion to patri]”. También este Concilio rechazaba todas las
teorías que negaban la divinidad de Jesucristo: “Aquellos que dicen: hubo un
tiempo en el que Él no existía, y Él no existía antes de ser engendrado; y que
Él fue creado de la nada (ex ouk onton); o quienes mantienen que Él es de otra
naturaleza o de otra sustancia [que el Padre], o que el Hijo de Dios es creado,
o mudable, o sujeto a cambios, [a ellos] la Iglesia Católica los anatematiza”[2].
Este Concilio de Nicea fue tan importante, que la Iglesia tomó el Credo que el Concilio redactó y lo incorporó al Misal y es el que rezamos todos los domingos; en él afirmamos nuestra fe en Jesucristo como Dios Hijo encarnado, como “Dios de Dios”, como Dios Hijo que proviene de Dios Padre: por eso en el Credo de los domingos rezamos el Credo de Nicea, el que le costó la vida a San Jenaro, diciendo: “Dios de Dios, Luz de Luz, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre”.
Este Concilio de Nicea fue tan importante, que la Iglesia tomó el Credo que el Concilio redactó y lo incorporó al Misal y es el que rezamos todos los domingos; en él afirmamos nuestra fe en Jesucristo como Dios Hijo encarnado, como “Dios de Dios”, como Dios Hijo que proviene de Dios Padre: por eso en el Credo de los domingos rezamos el Credo de Nicea, el que le costó la vida a San Jenaro, diciendo: “Dios de Dios, Luz de Luz, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre”.
Como estaba iluminado por el Espíritu Santo, San Jenaro
sabía muy bien que no es indistinto afirmar que “Cristo es Dios”, tal como lo
sostiene la Iglesia, a decir: “Cristo no es Dios”, porque si decimos que Cristo
no es Dios, entonces, nada de nuestra fe tiene sentido. Si Cristo no es Dios,
entonces la Eucaristía es solo un pancito bendecido, los pecados no se perdonan
en la confesión, el matrimonio no es indisoluble, no hay resurrección de los
muertos, y el Infierno es el destino final e irreversible de todo hombre que
nace en esta tierra, por lo que la desesperación y el sinsentido deberían
dominar toda la vida del ser humano. Sin embargo, San Jenaro, al morir mártir
por la fe del Concilio de Nicea, negando la herejía arriana, que sostenía
falsamente que Jesús no era Dios sino una creatura, perfecta, eso sí, pero solo
una creatura, nos confirma en la fe verdadera, la fe de los Apóstoles, la fe de
la Santa Iglesia Católica: Jesucristo de Nazareth es Dios Hijo encarnado, que
se hace hombre sin dejar de ser Dios, para perdonarnos nuestros pecados, por
medio de la oblación de su Cuerpo y de su Sangre, de su Alma y de su Divinidad,
en el Santo Sacrificio de la Cruz, y renueva, de modo incruento, ese
sacrificio, en el Santo Sacrificio del Altar, la Santa Misa, y porque Cristo es
Dios, los católicos creemos firmemente que la Eucaristía es el mismo Jesús,
Dios Hijo en Persona, y no un pan bendecido; creemos que hay perdón de los
pecados en la confesión sacramental; creemos que el matrimonio es indisoluble;
creemos que hay resurrección de los muertos y creemos que el Infierno ha sido
vencido, de una vez y para siempre, por Cristo en la cruz, y que por lo tanto
el Infierno no es el destino irreversible de la humanidad, sino solo de
aquellos que “libremente elijan morir en pecado mortal”[3], ya que Jesús nos ha
abierto las puertas del cielo, de par en par, con su sacrificio en cruz, para
todo aquel que quiera seguirlo por el camino de la cruz.
El testimonio martirial de San Jenaro
es un faro de luz divina en medio de las tinieblas del siglo en el que vivimos.
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