Los Santos Cornelio, Papa, y Cipriano, Obispo, junto a la Virgen y el Niño.
Miniatura del Siglo XVII en un libro de heráldica alemán
San
Cipriano, obispo de Cartago, murió decapitado el 14 de septiembre del año 258,
durante la persecución del emperador Valeriano. Junto con el Papa Cornelio fueron
mártires porque dieron sus vidas y derramaron su sangre, como lo dice el mismo
Cipriano en una carta a Cornelio, “confesando el nombre de Cristo”[1]. En
el caso de estos santos mártires, la confesión de Cristo revistió
características particulares, sobre todo la de San Cipriano, según se puede
deducir, al leer las Actas de su martirio. En efecto, de su lectura, se puede
constatar que mientras San Cornelio se enfrentó a la herejía de los Novacianos[2], San
Cipriano, por el contrario, se caracterizó por defender la Santa Misa, al
negarse a quemar incienso a los ídolos.
El
testimonio de ambos mártires, pero particularmente el de San Cipriano, es
particularmente válido para nuestros días, en el que la Santa Misa, que es la
renovación incruenta del Santo Sacrificio del Calvario –por eso se llama “Santo
Sacrificio del Altar”- es menospreciada, infravalorada, ultrajada, despreciada,
pospuesta, dejada de lado, a cambio de los ídolos del mundo moderno, por la
inmensa mayoría de los católicos.
Dice
así el Acta de martirio de San Cipriano:
“Juez:
“El emperador Valeriano ha dado órdenes de que no se permite celebrar ningún
otro culto, sino el de nuestros dioses. ¿Ud. Qué responde?” Cipriano: “Yo soy
cristiano y soy obispo. No reconozco a ningún otro Dios, sino al único y
verdadero Dios que hizo el cielo y la tierra. A Él rezamos cada día los
cristianos”. El 14 de septiembre una gran multitud de cristianos se reunió
frente a la casa del juez. Este le preguntó a Cipriano: “¿Es usted el
responsable de toda esta gente?” Cipriano: “Si, lo soy”. El juez: “El emperador
le ordena que ofrezca sacrificios a los dioses”. Cipriano: “No lo haré nunca”. El
juez: “Píenselo bien”. Cipriano: “Lo que le han ordenado hacer, hágalo pronto.
Que en estas cosas tan importantes mi decisión es irrevocable, y no va a
cambiar”. El juez Valerio consultó a sus consejeros y luego de mala gana dictó
esta sentencia: “Ya que se niega a obedecer las órdenes del emperador Valeriano
y no quiere adorar a nuestros dioses, y es responsable de que todo este gentío
siga sus creencias religiosas, Cipriano: queda condenado a muerte. Le cortarán
la cabeza con una espada”. Al oír la sentencia, Cipriano exclamó: “¡Gracias
sean dadas a Dios!” Toda la inmensa multitud gritaba: “Que nos maten también a
nosotros, junto con él”, y lo siguieron en gran tumulto hacia el sitio del
martirio. Al llegar al lugar donde lo iban a matar Cipriano mandó regalarle 25
monedas de oro al verdugo que le iba a cortar la cabeza. Los fieles colocaron
sábanas blancas en el suelo para recoger su sangre y llevarla como reliquias. El
santo obispo se vendó él mismo los ojos y se arrodilló. El verdugo le cortó la
cabeza con un golpe de espada. Esa noche los fieles llevaron en solemne
procesión, con antorchas y cantos, el cuerpo del glorioso mártir para darle
honrosa sepultura. A los pocos días murió de repente el juez Valerio. Pocas
semanas después, el emperador Valeriano fue hecho prisionero por sus enemigos
en una guerra en Persia y esclavo prisionero estuvo hasta su muerte”[3].
Como
se lee en las Actas de su martirio, San Cipriano se deja decapitar antes que
renunciar a la Santa Misa y antes que quemar incienso a los ídolos, es decir,
antes que cometer el pecado de apostasía, todo lo contrario a lo que sucede con
ingentes masas de católicos, que se inclinan ante los ídolos neo-paganos del
mundo de hoy, ídolos presentados por los medios de comunicación masiva y que a
pesar de la estridencia de sus gritos; a pesar del volumen ensordecedor de la
música que embota el cerebro y los sentidos de quienes los idolatran, y a pesar
de las vestimentas y espejos multicolores con los cuales se disfrazan, son
ídolos mudos, sordos y ciegos, que prometen una felicidad vana y pasajera, y
que esconden, detrás de una sonrisa de cartón, la amargura, la tristeza y el
dolor provocados por la ausencia de Dios, porque el objetivo principal de estos
ídolos neo-paganos –fútbol, música, espectáculos, deportes, política, y todo lo
que el hombre moderno inventa para olvidarse de Dios-, es apartar al hombre del
Domingo y de la Santa Misa.
Por
este motivo, el Acta del martirio de San Cipriano, es de suma actualidad y
valor para nuestros días, en el que la Santa Misa ha sido dejada de lado por
estos ídolos neo-paganos, construidos por los medios masivos de comunicación.
Al conmemorar a los Santos Cornelio y Cipriano, pidamos por su intercesión, la
gracia de no solo rechazar a los modernos ídolos neo-paganos, sino ante todo y
en primer lugar, de saber apreciar y amar, cada vez más, la Santa Misa, el
Santo Sacrificio del Altar, hasta dar la vida en sacrificio por el Hombre-Dios,
que en la Misa se sacrifica por nosotros, entregando su Cuerpo Sacratísimo en
la Eucaristía y derramando su Sangre Preciosísima en el Cáliz, para donarnos el
Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico, cada vez que lo recibimos en la sagrada
comunión.
[1] Carta 60, 1-2. 5: CSEL
3,691-692. 694-695.
[2] Doctrina rigorista surgida en el
seno de la Iglesia en el siglo III, según la cual se debe negar la absolución a
los lapsos, ya que afirma que la
Iglesia no puede perdonar a los que renegaron de la fe en la persecución. Esta
doctrina rigorista fue perdiendo adeptos hasta desaparecer en el siglo VII.
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