Vida de santidad[1].
Rosa de Lima, la primera santa americana canonizada, nació
de ascendencia española en la capital del Perú en 1586. Sus humildes padres son
Gaspar de Flores y María de Oliva. Sucedió que el padre de Rosa fracasó en la
explotación de una mina, y la familia se vio en circunstancias económicas
difíciles, debido a lo cual Rosa trabajaba el día entero en el huerto, cosía
una parte de la noche y en esa forma ayudaba al sostenimiento de la familia. La
santa deseaba desde pequeña consagrarse en cuerpo y alma a Dios y por esto tuvo
que oponerse durante diez años a sus padres, que deseaban que contrajera
matrimonio. Santa Rosa hizo voto de virginidad para confirmar su resolución de
vivir consagrada al Señor. Después de esos años, ingresó en la tercera orden de
Santo Domingo, imitando así a Santa Catalina de Siena. A partir de entonces, se
recluyó prácticamente en una cabaña que había construido en el huerto. Llevaba
sobre la cabeza una cinta de plata, cuyo interior era lleno de puntas,
sirviendo así como una corona de espinas. Su amor de Dios era tan ardiente que,
cuando hablaba de Él, cambiaba el tono de su voz y su rostro se encendía como
un reflejo de la gracia divina en la que se sumergía su alma, en éxtasis
místicos. Ese fenómeno se manifestaba, sobre todo, cuando la santa se hallaba
en presencia del Santísimo Sacramento o cuando en la comunión unía su corazón a
la Fuente del Amor, el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús. Santa Rosa pasó
los tres últimos años de su vida en la casa de Don Gonzalo de Massa, un
empleado del gobierno, cuya esposa le tenía particular cariño. Durante la
penosa y larga enfermedad que precedió a su muerte, la oración de la joven
era: “Señor, auméntame los sufrimientos, pero auméntame en la misma medida
tu amor” y esto porque el sufrimiento se convierte en instrumento de salvación
solo si se lo une a los sufrimientos de Cristo en la cruz; sufrir sin Cristo,
sufrir sin la cruz, sufrir sin el Amor de Dios, no conduce a nada. Dios la
llamó a Sí el 24 de agosto de 1617, a los treinta y un años de edad. El
capítulo, el senado y otros dignatarios de la ciudad se turnaron para
transportar su cuerpo al sepulcro. El Papa Clemente X la canonizó en 1671.
Mensaje de santidad.
Podemos
destacar su mensaje de santidad en uno de sus escritos, que dice así: “El
salvador levantó la voz y dijo, con incomparable majestad: “¡Conozcan todos que la
gracia sigue a la tribulación. Sepan que sin el peso de las aflicciones no se
llega al colmo de la gracia. Comprendan que, conforme al acrecentamiento de los
trabajos, se aumenta juntamente la medida de los carismas. Que nadie se engañe:
esta es la única verdadera escala del paraíso, y fuera de la cruz no hay camino
por donde se pueda subir al cielo!”. Santa Rosa describe a Nuestro Señor
Jesucristo quien, majestuosamente, nos revela el valor del sufrimiento o de la
tribulación, cuando se sufre en estado de gracia y abrazados a la cruz de Cristo
y el valor de la gracia y de la cruz es que son el único camino que conduce al
cielo. Continúa luego Santa Rosa, describiendo lo que sucede en su alma luego
de escuchar a Nuestro Señor: “Oídas estas palabras, me sobrevino un ímpetu poderoso
de ponerme en medio de la plaza para gritar con grandes clamores, diciendo a todas
las personas, de cualquier edad, sexo, estado y condición que fuesen: “Oíd
pueblos, oíd, todo género de gentes: de parte de Cristo y con palabras tomadas
de su misma boca, yo os aviso: Que no se adquiere gracia sin padecer aflicciones;
hay necesidad de trabajos y más trabajos, para conseguir la participación
íntima de la divina naturaleza, la gloria de los hijos de Dios y la perfecta
hermosura del alma”. Santa Rosa quiere comunicar a todo el mundo, a todos los
hombres, el valor del sufrimiento unido a Cristo y el valor de la gracia que
hace que el alma participe de la vida divina, de la vida de la Santísima Trinidad.
Finaliza este texto Santa Rosa, enalteciendo a la gracia santificante. Dice
así: “Este mismo estímulo me impulsaba impetuosamente a predicar la hermosura
de la divina gracia, me angustiaba y me hacía sudar y anhelar. Me parecía que
ya no podía el alma detenerse en la cárcel del cuerpo, sino que se había de
romper la prisión y, libre y sola, con más agilidad se había de ir por el
mundo, dando voces: “¡Oh, si conociesen los mortales qué gran cosa es la gracia,
qué hermosa, qué noble, qué preciosa, cuántas riquezas esconde en sí, cuántos
tesoros, cuántos júbilos y delicias! Sin duda emplearían toda su diligencia,
afanes y desvelos en buscar penas y aflicciones; andarían todos por el mundo en
busca de molestias, enfermedades y tormentos, en vez de aventuras, por
conseguir el tesoro último de la constancia en el sufrimiento. Nadie se quejaría
de la cruz ni de los trabajos que le caen en suerte, si conocieran las balanzas
donde se pesan para repartirlos entre los hombres”.
Al
recordarla en su día, le pidamos a Santa Rosa de Lima que interceda por
nosotros, para que apreciemos el valor incalculable de la gracia santificante,
que se nos comunica por los sacramentos -los más frecuentes, el Sacramento de
la Penitencia y la Sagrada Eucaristía- para que así vivamos ya, desde esta vida
terrena, en Presencia de Dios, como un anticipo del cielo.
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