(Ciclo
C – 2019)
Al celebrar a los Santos, los habitantes del Cielo, la
Iglesia no solo celebra y recuerda a aquellos hombres y mujeres que dieron sus
vidas por Cristo, sino que recuerda, ante todo y antes que nada, a Cristo
Redentor, sin cuya gracia santificante los santos no habrían sido más que
hombres comunes y corrientes, además de pecadores. En efecto, si hoy nosotros
podemos rezarles a nuestros santos de nuestra devoción –el P. Pío, Santa
Margarita de Alacquoque, San Juan Pablo II, etc.-, es porque ellos están en el
Cielo por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo. Si Jesús no hubiera muerto en
Cruz por nuestra salvación y para concedernos su gracia, no habrían santos en
el Cielo y no podrían ser nuestros intercesores ante la Trinidad, por lo que no
tendría sentido celebrar una solemnidad como esta.
Ahora bien, si podemos celebrar la Solemnidad de Todos los
Santos, es entonces gracias a Nuestro Señor Jesucristo quien, al dar su vida en
la Cruz por nuestra salvación, nos dejó como legado también su gracia
santificante, que se nos comunica sobre todo a través de los sacramentos. Los Santos
fueron los más sabios del mundo, en el sentido de que aprovecharon la gracia
santificante en el mayor grado posible, y es así como salvaron sus almas. Aprovechar
la gracia divina para salvar el alma demuestra que esa alma es sabia con la
Sabiduría de Dios, según dice Santa Teresa de Ávila: “El que se salva, sabe, y
el que no, no sabe nada”. Los santos se salvaron porque sabiamente se dieron
cuenta que sin la gracia santificante no hay posibilidad de llegar al Cielo y
salvar el alma y es así como hicieron todo lo que estuvo a su alcance, según
sus estados de vidas, para adquirir, conservar y acrecentar la gracia, gracia que
fue la que los llevó a los Cielos finalmente.
Por lo tanto, al recordar a todos los Santos y en especial a
aquellos a los que más devoción les tenemos, recordemos también a Aquel por
cuya causa los santos son santos y no hombres pecadores, Cristo Jesús, y le
pidamos a nuestros santos de predilección que intercedan por nosotros para que
también nosotros, al igual que ellos, apreciemos la gracia santificante, la
adquiramos si no la tenemos y la conservemos y acrecentemos si ya la tenemos. De
este modo, pasaremos de ser, de pecadores en esta vida, a santos en la vida
eterna, tal como les sucedió a los amados Santos de Dios.
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