San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

miércoles, 1 de noviembre de 2017

Solemnidad de Todos los Santos


María, Reina de todos los santos.

         Así como en Halloween son el Infierno y el Demonio quienes celebran a los servidores de Satanás –brujos, hechiceros, magos- y a los habitantes del Infierno –demonios, almas condenadas-, así en la Solemnidad de Todos los Santos, la Santa Iglesia Católica celebra a los habitantes del Cielo, que en la tierra se santificaron por la gracia de Jesucristo y ahora lo aman y adoran por la eternidad.
         La razón por la cual los santos están en el cielo es, obviamente, la santidad de sus cuerpos y almas, puesto que nadie que no sea santo no puede estar ante la presencia de Dios, que es la Santidad Increada.
         Es la santidad, vivida en la tierra, la que llevó a los santos a dejar de ser lo que eran, hombres comunes y pecadores, para ser santos. Esto nos lleva entonces a preguntarnos qué es la santidad, puesto que la santidad es lo que hace que un hombre sea santo y no un pecador. Ante todo, podemos decir que la santidad no es un “producto” del hombre, como si dependiera de él o como si radicara en él, en su naturaleza humana, esta santidad. Ante todo, la santidad es la bondad, pero no la bondad humana –que por buena que sea una persona, está manchada por el pecado original, además de ser una bondad limitada por la misma naturaleza humana-, sino que es la bondad divina que, brotando del Corazón mismo de Dios Uno y Trino, inhiere en el alma por medio de la gracia santificante. La santidad, esto es, la bondad divina, convierte al alma, porque le quita el pecado, le concede la participación en la vida divina de Dios Trino y, como consecuencia de participar en su vida divina, permite que el alma viva con la bondad que no es humana, sino divina. El santo es el que, en la tierra, vive en estado de gracia santificante, gracia por la cual se hace partícipe de la bondad divina. Esto es lo que explica que los santos hayan obrado obras de misericordia que superan infinitamente las fuerzas humanas, porque no obraban con sus solas fuerzas humanas, sino que lo hacían con la fuerza de la bondad y del Amor divinos, comunicados por la gracia santificante. Sin la gracia santificante, el alma posee solo la bondad humana, bondad que por ser humana es limitada, además de contar con el agravante de estar contaminada con el pecado original.
         La santidad –esto es, la participación a la bondad divina por medio de la gracia, gracia que es conferida por los sacramentos-, es lo que diferencia a un santo –en vida terrena, un pecador que vive en gracia y que por lo mismo está “en el camino de la santidad”- de un hombre común, esto es, una persona “buena”, pero con una bondad puramente humana, limitada y contaminada por el pecado original. En otras palabras, es la santidad, hecha posible por la gracia santificante, la que diferencia a una persona que vive en la bondad divina, de una persona que, aun siendo buena, no posee la bondad divina y que, por lo mismo, puede obrar la misma obra externa de un santo, pero sin la bondad divina, lo cual quiere decir que no es meritorio para la vida eterna.
En otras palabras, un integrante de una ONG solidaria –por ejemplo, que asista a los pobres, proporcionándoles alimento, vestimentas, etc.- puede no diferenciarse casi en nada con un integrante de la Iglesia que, materialmente y considerado desde el punto de vista externo, realizan la misma obra, pero la diferencia es que el integrante de la ONG obra movido por su bondad humana, que no es santa y por eso no es salvífica, en tanto que el miembro de la Iglesia Católica lo hace movido por la bondad divina y, por lo tanto, su obrar es salvífico.
         Ahora bien, para obtener esta santidad –la gracia santificante que convierte al pecador en justo en esta vida y en santo en la vida eterna- es necesario, indispensablemente, recibir la gracia santificante, que a los católicos se nos transmite por los Sacramentos. Pretender, como erróneamente lo hace Karl Rahner, que todo hombre es “cristiano anónimo” por el hecho de la Encarnación y que por lo mismo no necesita de los sacramentos, es falsificar el concepto de santidad y condenar a miles de personas a permanecer sin el auxilio de la gracia, esto es, a negarles la entrada en el cielo en la vida futura, y es condenarlos a ser privados de la inhabitación del Santificador de las almas, el Espíritu Santo. Es doctrina católica que el alma del justo, cuando está en gracia –concedida por los sacramentos-, en virtud de esta gracia, no solo participa de la vida divina y de la bondad divina, sino que el Santificador, que es el Espíritu Santo, viene a inhabitar en sus almas. Así, por la gracia, el alma se convierte en morada de la Trinidad, el corazón en altar de Dios Hijo encarnado que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, y el cuerpo en templo del Espíritu Santo –de ahí que profanar el cuerpo es profanar al Espíritu Santo, Dueño del cuerpo del cristiano-. La incomprensión de esta verdad, por parte de miles de niños y jóvenes que año a año reciben la Primera Comunión y la Confirmación, y luego abandonan la Iglesia, es la responsable de la apostasía masiva que vive el catolicismo en nuestros días. La crisis de la Iglesia es crisis de santidad, porque no se busca ser santos, porque no se entendió que la santidad viene por la gracia y que la gracia se recibe por los sacramentos. Así, se da la paradoja de niños y jóvenes católicos que, en la práctica, habiendo apostatado de su identidad católica, abandonan los sacramentos y viven, de hecho, como protestantes.
         Todo católico tiene, por objetivo en esta vida, alcanzar la santidad, y esta se logra recibiendo la gracia santificante por los sacramentos, y obrando luego la misericordia con la misma bondad divina. Si el católico pierde de vista este objetivo, pierde de vista la razón por la cual Dios Trino lo eligió para que pertenezca a su Iglesia, por el Bautismo. Y si la Iglesia pierde de vista su objetivo primario, exclusivo y central, que es obtener la santidad de todos los hombres –esto es, que todos los hombres, por el Bautismo sacramental, reciban la gracia santificante que les permite que el Espíritu Santo more en ellos-, razón por la cual misiona hasta los confines del mundo, para convertir a las almas al Evangelio de Jesucristo, pierde la razón por la cual fue cread por Jesucristo, apostata de su misión y se convierte en una inmensa ONG; solidaria, sí, pero ONG al fin, que no busca la santidad y salvación del género humano. Y esto se llama apostasía. No es indiferentes ser o no ser santos, buscar o no la santidad, tanto como miembros individuales de la Iglesia, como Iglesia en cuanto Cuerpo Místico de Cristo: el rechazo de la santidad –favorecido por teólogos de la inmanencia, como Karl Rahner- conduce a la apostasía. Imitemos a los santos católicos de todos los tiempos, los cuales se caracterizaron por algo en común, y era el vivir en gracia; busquemos entonces vivir la santidad, esto es, busquemos vivir en gracia, recibiendo la Confesión y la Comunión con frecuencia, para que el Espíritu Santo inhabite en nosotros y se sirva de nosotros para esparcir, sobre el mundo, la bondad divina.


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