Nació
en Hungría, pero sus padres se fueron a vivir a Italia. Era hijo de un veterano
del ejército y a los 15 años ya vestía el uniforme militar. Un episodio
sucedido al santo, en el que se encontró con Jesucristo en la apariencia de un
indigente, cambió su vida para siempre. Siendo muy joven y estando de militar
en Amiens, Francia, en un día de invierno de frío muy intenso, San Martín se
encontró por el camino con un pobre hombre a medio vestir, que estaba tiritando
de frío. Martín, como no llevaba nada más para regalarle, sacó la espada y
dividió en dos partes su manto, y le dio la mitad al pobre. Esa noche vio en
sueños que Jesucristo se le presentaba vestido con el medio manto que él había
regalado al pobre y oyó que le decía: “Martín, hoy me cubriste con tu manto”.
Sulpicio
Severo, discípulo y biógrafo del santo, cuenta que tan pronto Martín tuvo esta
visión se hizo bautizar (era catecúmeno, o sea estaba preparándose para el
bautismo); inmediatamente después de recibir el bautismo, se presentó ante su
general que estaba repartiendo regalos a los militares y le dijo: “Hasta ahora
te he servido como soldado. Déjame de ahora en adelante servir a Jesucristo
propagando su santa religión”. El general quiso darle varios premios pero él le
dijo: “Estos regalos repártelos entre los que van a seguir luchando en tu
ejército. Yo me voy a luchar en el ejército de Jesucristo, y mis premios serán
espirituales”.
Como
Martín sentía un gran deseo de dedicarse a la oración y a la meditación, San
Hilario le cedió unas tierras en sitio solitario y allá fue con varios amigos,
y fundó el primer convento o monasterio que hubo en Francia, en donde por diez
años se dedicó a la oración, a hacer sacrificios y a estudiar las Sagradas
Escrituras. Los habitantes de los alrededores consiguieron por sus oraciones y
bendiciones, muchas curaciones y varios prodigios. Cuando después le
preguntaban qué profesiones había ejercido respondía: “Fui soldado por
obligación y por deber, y monje por inclinación y para salvar mi alma”.
Un
día en el año 371 fue invitado a Tours con el pretexto de que lo necesitaba un
enfermo grave, pero era que el pueblo quería elegirlo obispo. Apenas estuvo en
la catedral toda la multitud lo aclamó como obispo de Tours, y por más que él
se declarara indigno de recibir ese cargo, lo obligaron a aceptar. En Tours
fundó otro convento y pronto tenía ya ochenta monjes dedicados a la
contemplación, la adoración y la predicación. Al poco tiempo, y como don de
Dios, se multiplicaron los milagros y las conversiones, lo cual hizo
desaparecer la plaga del paganismo, siendo su madre y sus hermanos los primeros
paganos en convertirse al Dios verdadero, Jesucristo.
Un
día un antiguo compañero de armas lo criticó diciéndole que era un cobarde por
haberse retirado del ejército. Él le contestó: “Con la espada podía vencer a
los enemigos materiales. Con la cruz estoy derrotando a los enemigos
espirituales”.
Un
día en un banquete San Martín tuvo que ofrecer una copa de vino, y la pasó
primero a un sacerdote y después sí al emperador, que estaba allí a su lado. Y
explicó el por qué: “Es que el emperador tiene potestad sobre lo material, pero
al sacerdote Dios le concedió la potestad sobre lo espiritual”, explicación que
agradó al emperador.
En
los años en que fue obispo se ganó el cariño de todo su pueblo, y su caridad
era inagotable con los necesitados. Según San Sulpicio, la gente se admiraba al
ver a Martín siempre de buen genio, alegre y amable, siendo bondadoso y
caritativo con todos.
Los
únicos que no lo querían eran ciertos tipos que querían vivir en paz con sus
vicios, pero el santo no los dejaba. De uno de ellos, que inventaba toda clase
de cuentos contra San Martín, porque éste le criticaba sus malas costumbres,
dijo el santo cuando le aconsejaron que lo debía hacer castigar: “Si Cristo
soportó a Judas, ¿por qué no he de soportar yo a este que me traiciona?”.
San Martín de Tours se enfrentó con funcionarios
del imperio, porque en ese tiempo se acostumbraba torturar a los prisioneros
para que declararan sus delitos, práctica a la cual nuestro santo se oponía de
manera rotunda.
Luego
de su muerte, se guardó en una urna el medio manto de San Martín (el que cortó
con la espada para dar al pobre, a través del cual se le manifestó Jesucristo)
y se le construyó un pequeño santuario para guardar esa reliquia. Como en latín
para decir “medio manto” se dice “capilla”, la gente decía: “Vamos a orar donde
está la capilla”. Y de ahí viene el nombre de capilla, que se da a los pequeños
salones que se hacen para orar.
Mensaje de santidad.
San
Martín de Tours nos enseña cuáles son los verdaderos valores y bienes que
debemos esperar, y estos son los espirituales, concedidos por el Gran Capitán
Jesucristo, a quienes combaten en su ejército, armados con la fe y la Santa
Cruz, contra el Demonio y sus ángeles. También nos enseña acerca de cuál es la
verdadera batalla del cristiano: no es “contra la carne y la sangre, sino
contra las potestades malignas de los aires”. Otro ejemplo de santidad es la
caridad, que es dar al prójimo por amor a Dios, y nos enseña a ver cómo, en el
prójimo más necesitado, está Jesucristo, de manera misteriosa, pero real y
verdadera.
Como
hemos visto, la vida de San Martín de Tours fue ejemplar en santidad, y lo fue
todavía más al momento de la muerte, cuyos detalles podemos conocerlos gracias
al testimonio de Sulpicio Severo[2].
Según San Sulpicio, San Martín conoció con mucha antelación
su muerte y anunció a sus hermanos la proximidad de la disolución de su cuerpo.
Entretanto, por una determinada circunstancia, tuvo que visitar la diócesis de
Candes. Existía en aquella Iglesia una desavenencia entre los clérigos, y,
deseando él poner paz entre ellos, aunque sabía que se acercaba su fin, no dudó
en ponerse en camino, movido por este deseo, pensando que si lograba pacificar la
Iglesia sería éste un buen final para su vida terrena. Permaneció por un tiempo
en esa población y una vez restablecida la paz entre los clérigos, cuando ya
pensaba regresar a su monasterio, empezó a experimentar falta de fuerzas; llamó
entonces a los hermanos y les indicó que se acercaba el momento de su muerte.
Ellos, entristecidos, le dijeron entre lágrimas: “¿Por qué nos dejas, padre? ¿A
quién nos encomiendas en nuestra desolación? Invadirán tu grey lobos rapaces;
¿quién nos defenderá de sus mordeduras, si nos falta el pastor? Sabemos que
deseas estar con Cristo, pero una dilación no hará que se pierda ni disminuya
tu premio; compadécete más bien de nosotros, a quienes dejas”.
Al
escuchar estas palabras, el santo, siempre lleno su corazón de la misericordia
de Dios, se conmovió y, llorando él también, dirigió esta oración al Señor: “Señor,
si aún soy necesario a tu pueblo, no rehúyo el trabajo; hágase tu voluntad”. Pero
Dios había considerado que San Martín había dado ya testimonio de Él, de manera
que se lo llevó consigo al cielo, para darle su recompensa.
En
esto también es ejemplo de santidad, porque sabiendo que le esperaba el cielo,
no dudó en pedir la gracia de continuar en esta tierra, con sus trabajos y
afanes, si esa era la voluntad de Dios. Es decir, no pedía ni cielo ni tierra,
sino que se cumpla la voluntad de Dios en su vida y es así como debemos hacer
nosotros: pedir que se cumpla la voluntad de Dios en nuestras vidas. Finalmente,
sabiendo ya que habría de morir en pocos instantes, les dijo así a sus hermanos
en religión: “Dejad, hermanos, dejad que mire al cielo y no a la tierra, y que
mi espíritu, a punto ya de emprender su camino, se dirija al Señor”. Una vez
dicho esto, vio al demonio cerca de él, y le dijo: “¿Por qué estás aquí, bestia
feroz? Nada hallarás en mí, malvado; el seno de Abrahán está a punto de recibirme”.
El soldado de Cristo, que había dejado las armas terrenas para empuñar las
armas de la fe, unido a Cristo, resistió las últimas tentaciones del Demonio,
para ingresar, triunfante, en el cielo, y el pobre monje, que había compartido
de sus bienes con los más necesitados y había abandonado el mundo y sus
riquezas para dedicar su vida al Cordero, ahora recibía el premio merecido, la
felicidad eterna en el Reino de los cielos. He aquí el mensaje de santidad que
nos deja San Martín de Tours.
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