Nació
en la región de Toscana, siendo nombrado Sumo Pontífice en el año 440,
ejerciendo su cargo como un verdadero pastor y padre de las almas. Trabajó
intensamente por la integridad de la fe, defendió con ardor la unidad de la
Iglesia e hizo lo posible por evitar o mitigar las incursiones de los bárbaros,
obras todas las cuales que le valieron con toda justicia el apelativo de “Magno”.
Murió el año 461.
En
uno de sus sermones, el Papa San León Magno habla del ministerio petrino y de
su excelencia, pero se refiere también a cómo esa excelencia se transmite o
comunica a todos los integrantes del Cuerpo Místico de Cristo, que es la
Iglesia. Comienza afirmando que en la Iglesia de Cristo, en cuanto Cuerpo suyo,
hay diversidad de miembros -y por lo tanto, de funciones-, lo cual, sin
embargo, no es causa de división, sino de unidad, porque todos los miembros del
Cuerpo Místico de Cristo están unidos, por la fe, la gracia y la caridad, a la
Cabeza de ese Cuerpo, que es Cristo: “Aunque toda la Iglesia está organizada en
distintos grados, de manera que la integridad del sagrado cuerpo consta de una
diversidad de miembros, sin embargo, como dice el Apóstol, todos somos uno en
Cristo Jesús; y esta diversidad de funciones no es en modo alguno causa de
división entre los miembros, ya que todos, por humilde que sea su función,
están unidos a la cabeza”.
La
unidad, dada por la “fe y el bautismo”, hace que todos los miembros,
independientemente de sus funciones y/o posiciones que ocupe en el Cuerpo
Místico, “gozan de la misma dignidad”, por el hecho de ser todos “piedras vivas”
del “templo del Espíritu”, y esos miembros dignos ofrecen un sacrificio acorde
a su dignidad, esto es, “sacrificios espirituales en Jesucristo”: “En efecto,
nuestra unidad de fe y de bautismo hace de todos nosotros una sociedad
indiscriminada, en la que todos gozan de la misma dignidad, según aquellas
palabras de san Pedro, tan dignas de consideración: También Vosotros, como
piedras vivas, entráis en la construcción del templo del Espíritu, formando un
sacerdocio sagrado, para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por
Jesucristo; y más adelante: Vosotros sois linaje escogido, sacerdocio regio,
nación santa, pueblo adquirido por Dios”.
En
la Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, se adquiere una nueva nobleza, tan alta,
que convierte a todos sus miembros en reyes y sacerdotes, y esto sucede en
virtud de la Cruz de Cristo y la unción del Espíritu Santo: “La señal de la
cruz hace reyes a todos los regenerados en Cristo, y la unción del Espíritu
Santo los consagra sacerdotes; y así, además de este especial servicio de
nuestro ministerio, todos los cristianos espirituales y perfectos deben saber
que son partícipes del linaje regio y del oficio sacerdotal”.
La
reyecía consiste en la participación, por la gracia, a la condición de Cristo
de ser Rey de cielos y tierra, y esta participación a la reyecía de Cristo,
hace que el alma, llena de gracia, sea pura y pueda ofrecer, en el altar de su
corazón, la pureza y la santidad que le otorgan la gracia santificante: “¿Qué
hay más regio que un espíritu que, sometido a Dios, rige su propio cuerpo? ¿Y
qué hay más sacerdotal que ofrecer a Dios una conciencia pura y las inmaculadas
víctimas de nuestra piedad en el altar del corazón?”.
Ahora
bien, esta reyecía proviene del Papado, sobre el cual Cristo, al elegirlo como
Vicario suyo en la tierra, derramó toda clase de dones y bienes, los cuales sin
embargo no permanecen en él, sino que se derraman a todos miembros del Cuerpo
Místico de Cristo, y esto es causa de alegría y de celebración para los
cristianos: “Aunque esto, por gracia de Dios, es común a todos, sin embargo, es
también digno y laudable que os alegréis del día de nuestra promoción como de
un honor que os atañe también a vosotros; para que sea celebrado así en todo el
cuerpo de la Iglesia el único sacramento del pontificado, cuya unción
consecratoria se derrama ciertamente con más profusión en la parte superior,
pero desciende también con abundancia a las partes inferiores”.
Entonces,
al celebrar el Papado, dice San León Magno, el cristiano no debe detenerse ante
todo en la consideración de la persona de tal o cual Papa, sino que la razón
del gozo es que los dones de Dios, derramándose desde el Papado hacia los demás
integrantes del Cuerpo Místico de Cristo, colma a toda la Iglesia de dichos
bienes sobrenaturales. En otras palabras, celebrar el Papado no es celebrar a
tal o cual Papa, sino al Papado y a Dios, por concedernos, a los miembros que
ocupamos los lugares más bajos en la jerarquía, dones sobrenaturales
inimaginables que por el Papado nos sobrevienen: “Así pues, amadísimos
hermanos, aunque todos tenemos razón para gozarnos de nuestra común
participación en este oficio, nuestro motivo de alegría será más auténtico y
elevado si no detenéis vuestra atención en nuestra humilde persona, ya que es
mucho más provechoso y adecuado elevar nuestra mente a la contemplación de la
gloria del bienaventurado Pedro y celebrar este día solemne con la veneración
de aquel que fue inundado tan copiosamente por la misma fuente de todos los
carismas, de modo que, habiendo sido el único que recibió en su persona tanta
abundancia de dones, nada pasa a los demás si no es a través de él. Así, el
Verbo hecho carne habitaba ya entre nosotros, y Cristo se había entregado
totalmente a la salvación del género humano”.
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