San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

viernes, 24 de noviembre de 2017

San Andrés Dung-Lac y compañeros mártires


Vida de santidad[1].

Martirologio Romano: Memoria de los santos Andrés Dung Lac, sacerdote, y compañeros, mártires. En una única celebración, fueron honrados ciento diecisiete mártires de diferentes regiones de Vietnam, entre ellos ocho obispos, muchos sacerdotes y un gran número de fieles laicos de ambos sexos y de toda edad y condición, en la que todos, prefirieron sufrir el exilio, el encarcelamiento, la tortura y la pena máxima en vez de negar llevan la cruz y renunciar a su fe cristiana.
San Andrés Dung-Lac fue un sacerdote católico vietnamita ejecutado por decapitación, debido a su fe católica, en el reinado de Minh Ming. Durante la persecución de los cristianos, San Andrés Ding cambió su nombre a Lac para evitar la captura, y de este modo es conmemorado como Andrés Dung-Lac, y al mismo tiempo con todos los mártires vietnamitas de los siglos XVII, XVIII y XIX (1625-1886). San Andrés Dung-Lac fue incansable en su predicación. Ayunaba muy a menudo, llevó una vida austera y sencilla. Convirtió a muchos a la fe católica.

Mensaje de santidad[2].

Uno de los mártires, Pablo Le Bao-Thin, escribe desde la prisión una carta en la que nos deja numerosas enseñanzas para nuestra vida espiritual, la principal de todas, es la participación de los mártires, miembros selectos del Cuerpo Místico de Cristo, en la victoria de Cristo Cabeza. Dice así: “Yo, Pablo, encarcelado por el nombre de Cristo, os quiero explicar las tribulaciones en que me veo sumergido cada día, para que, enfervorizados en el amor a Dios, alabéis conmigo al Señor, porque es eterna su misericordia. Esta cárcel es un verdadero infierno: a los crueles suplicios de toda clase, como son grillos, cadenas de hierro y ataduras, hay que añadir el odio, las venganzas, las calumnias, palabras indecentes, peleas, actos perversos, juramentos injustos, maldiciones y, finalmente, angustias y tristeza. Pero Dios, que en otro tiempo libró a los tres jóvenes del horno de fuego, está siempre conmigo y me libra de estas tribulaciones y las convierte en dulzura, porque es eterna su misericordia”. Pablo describe las penurias y horrores que vive en la cárcel; sin embargo, lo que haría que un pagano se desmoralice y desespere, es para el cristiano una fuente de gracia y fortaleza, pero no por sí mismo, sino porque es Cristo quien lo auxilia y lo conforta, convirtiendo esas penurias y angustias en gozo y alegría. Así lo dice Pablo: “En medio de estos tormentos, que aterrorizarían a cualquiera, por la gracia de Dios estoy lleno de gozo y alegría, porque no estoy solo, sino que Cristo está conmigo”. Es la presencia de Cristo en el alma del mártir, presencia misteriosa pero no por eso menos real, lo que infunde al mártir la fortaleza misma de Cristo y le permite sobrellevar hasta con alegría tribulaciones que harían desfallecer a cualquier hombre.
Continúa Pablo, afirmando que Cristo es su fortaleza, porque Cristo lleva nuestras debilidades en su Cruz: “Él, nuestro maestro, aguanta todo el peso de la cruz, dejándome a mí solamente la parte más pequeña e insignificante. Él, no sólo es espectador de mi combate, sino que toma parte en él, vence y lleva a feliz término toda la lucha. Por esto en su cabeza lleva la corona de la victoria, de cuya gloria participan también sus miembros”. Cristo no es mero espectador del combate del cristiano por la salvación del alma, sino que toma parte activa en este combate, luchando en lugar del alma que a Él se confía, venciendo con su fuerza divina y mereciendo la corona de gloria, gloria de la cual hace partícipes a los suyos.
El beato mártir Pablo, a continuación, relata la causa de su prisión, y es el no soportar ver cómo el Nombre de Cristo es ultrajado y su Cruz pisoteada por los paganos: “¿Cómo resistir este espectáculo, viendo cada día cómo los emperadores, los mandarines y sus cortesanos blasfeman tu santo nombre, Señor, que te sientas sobre querubines y serafines? ¡Mira, tu cruz es pisoteada por los paganos!”.
Luego, afirma que desea morir, antes que contemplar este ignominioso espectáculo, y confía su vida en manos de Cristo, en quien pone todas sus esperanzas de victoria: “¿Dónde está tu gloria? Al ver todo esto, prefiero, encendido en tu amor, morir descuartizado, en testimonio de tu amor. Muestra, Señor, tu poder, sálvame y dame tu apoyo, para que la fuerza se manifieste en mi debilidad y sea glorificada ante los gentiles, ya que, si llegara a vacilar en el camino, tus enemigos podrían levantar la cabeza con soberbia”.
Anima a los demás a alabar a Dios, entonando el Magnificat, el canto de la Virgen: “Queridos hermanos, al escuchar todo esto, llenos de alegría, tenéis que dar gracias incesantes a Dios, de quien procede todo bien; bendecid conmigo al Señor, porque es eterna su misericordia. Proclame mi alma la grandeza del Señor, se alegre mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su siervo y desde ahora me felicitarán todas las generaciones futuras, porque es eterna su misericordia”.
Dios se sirve de los débiles para humillar a los poderosos, y por medio de los mártires, Dios silencia a los soberbios del mundo, henchidos de una sabiduría que no sirve para la salvación: “Alabad al Señor, todas las naciones, aclamadlo, todos los pueblos, porque lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar el poder, y lo despreciable, lo que no cuenta, lo ha escogido Dios para humillar lo elevado. Por mi boca y mi inteligencia humilla a los filósofos, discípulos de los sabios de este mundo, porque es eterna su misericordia”.
Quien está firme en su fe en Dios, aun cuando los hombres lo condenen a muerte –como es el caso de los mártires-, no teme a la muerte, sino que espera en la vida eterna: “Os escribo todo esto para que se unan vuestra fe y la mía. En medio de esta tempestad echo el ancla hasta el trono de Dios, esperanza viva de mi corazón”.
San Pablo anima a los cristianos que permanecen en el mundo, a no desfallecer en la lucha por la fe y por la salvación del alma, siendo preferible perder la vida terrena antes que la vida eterna: “En cuanto a vosotros, queridos hermanos, corred de manera que ganéis el premio, haced que la fe sea vuestra coraza y empuñad las armas de Cristo con la derecha y con la izquierda, como enseña san Pablo, mi patrono. Más os vale entrar tuertos o mancos en la vida que ser arrojados fuera con todos los miembros”.
Por último, San Pablo pide el auxilio de la Iglesia Militante, un auxilio que no es material, con armas terrenas, sino que es un auxilio proporcionado por las armas que da la Fe, la principal de todas, la oración; de esa manera, al estar unidos por la caridad, el mártir espera unirse en el cielo con aquellos que permanecen en esta vida para adorar al Cordero por la eternidad, puesto que lo único que él hace, al dar su vida por Jesús, es adelantarse en el camino al Reino de Dios: “Ayudadme con vuestras oraciones para que pueda combatir como es de ley, que pueda combatir bien mi combate y combatirlo hasta el final, corriendo así hasta alcanzar felizmente la meta; en esta vida ya no nos veremos, pero hallaremos la felicidad en el mundo futuro, cuando, ante el trono del Cordero inmaculado, cantaremos juntos sus alabanzas, rebosantes de alegría por el gozo de la victoria para siempre. Amén”.



[2] Carta de San Pablo Le-Bao-Tinh a los alumnos del seminario de Ke-Vinh: A. Launay, Le clergé tonkinois et ses pretres martyrs, MEP, Paris 1925, 80-83.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario