Martirologio Romano:
Memoria de los santos Andrés Dung Lac, sacerdote, y compañeros, mártires. En
una única celebración, fueron honrados ciento diecisiete mártires de diferentes
regiones de Vietnam, entre ellos ocho obispos, muchos sacerdotes y un gran número
de fieles laicos de ambos sexos y de toda edad y condición, en la que todos,
prefirieron sufrir el exilio, el encarcelamiento, la tortura y la pena máxima
en vez de negar llevan la cruz y renunciar a su fe cristiana.
San
Andrés Dung-Lac fue un sacerdote católico vietnamita ejecutado por
decapitación, debido a su fe católica, en el reinado de Minh Ming. Durante la
persecución de los cristianos, San Andrés Ding cambió su nombre a Lac para
evitar la captura, y de este modo es conmemorado como Andrés Dung-Lac, y al
mismo tiempo con todos los mártires vietnamitas de los siglos XVII, XVIII y XIX
(1625-1886). San Andrés Dung-Lac fue incansable en su predicación. Ayunaba muy
a menudo, llevó una vida austera y sencilla. Convirtió a muchos a la fe
católica.
Uno
de los mártires, Pablo Le Bao-Thin, escribe desde la prisión una carta en la que nos deja
numerosas enseñanzas para nuestra vida espiritual, la principal de todas, es la
participación de los mártires, miembros selectos del Cuerpo Místico de Cristo,
en la victoria de Cristo Cabeza. Dice así: “Yo, Pablo, encarcelado por el
nombre de Cristo, os quiero explicar las tribulaciones en que me veo sumergido
cada día, para que, enfervorizados en el amor a Dios, alabéis conmigo al Señor,
porque es eterna su misericordia. Esta cárcel es un verdadero infierno: a los
crueles suplicios de toda clase, como son grillos, cadenas de hierro y
ataduras, hay que añadir el odio, las venganzas, las calumnias, palabras
indecentes, peleas, actos perversos, juramentos injustos, maldiciones y,
finalmente, angustias y tristeza. Pero Dios, que en otro tiempo libró a los
tres jóvenes del horno de fuego, está siempre conmigo y me libra de estas
tribulaciones y las convierte en dulzura, porque es eterna su misericordia”. Pablo
describe las penurias y horrores que vive en la cárcel; sin embargo, lo que
haría que un pagano se desmoralice y desespere, es para el cristiano una fuente
de gracia y fortaleza, pero no por sí mismo, sino porque es Cristo quien lo
auxilia y lo conforta, convirtiendo esas penurias y angustias en gozo y
alegría. Así lo dice Pablo: “En medio de estos tormentos, que aterrorizarían a
cualquiera, por la gracia de Dios estoy lleno de gozo y alegría, porque no
estoy solo, sino que Cristo está conmigo”. Es la presencia de Cristo en el alma
del mártir, presencia misteriosa pero no por eso menos real, lo que infunde al
mártir la fortaleza misma de Cristo y le permite sobrellevar hasta con alegría
tribulaciones que harían desfallecer a cualquier hombre.
Continúa
Pablo, afirmando que Cristo es su fortaleza, porque Cristo lleva nuestras
debilidades en su Cruz: “Él, nuestro maestro, aguanta todo el peso de la cruz,
dejándome a mí solamente la parte más pequeña e insignificante. Él, no sólo es
espectador de mi combate, sino que toma parte en él, vence y lleva a feliz
término toda la lucha. Por esto en su cabeza lleva la corona de la victoria, de
cuya gloria participan también sus miembros”. Cristo no es mero espectador del
combate del cristiano por la salvación del alma, sino que toma parte activa en
este combate, luchando en lugar del alma que a Él se confía, venciendo con su
fuerza divina y mereciendo la corona de gloria, gloria de la cual hace
partícipes a los suyos.
El
beato mártir Pablo, a continuación, relata la causa de su prisión, y es el no
soportar ver cómo el Nombre de Cristo es ultrajado y su Cruz pisoteada por los
paganos: “¿Cómo resistir este espectáculo, viendo cada día cómo los
emperadores, los mandarines y sus cortesanos blasfeman tu santo nombre, Señor,
que te sientas sobre querubines y serafines? ¡Mira, tu cruz es pisoteada por
los paganos!”.
Luego,
afirma que desea morir, antes que contemplar este ignominioso espectáculo, y
confía su vida en manos de Cristo, en quien pone todas sus esperanzas de
victoria: “¿Dónde está tu gloria? Al ver todo esto, prefiero, encendido en tu
amor, morir descuartizado, en testimonio de tu amor. Muestra, Señor, tu poder,
sálvame y dame tu apoyo, para que la fuerza se manifieste en mi debilidad y sea
glorificada ante los gentiles, ya que, si llegara a vacilar en el camino, tus
enemigos podrían levantar la cabeza con soberbia”.
Anima
a los demás a alabar a Dios, entonando el Magnificat, el canto de la Virgen: “Queridos
hermanos, al escuchar todo esto, llenos de alegría, tenéis que dar gracias
incesantes a Dios, de quien procede todo bien; bendecid conmigo al Señor,
porque es eterna su misericordia. Proclame mi alma la grandeza del Señor, se
alegre mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su
siervo y desde ahora me felicitarán todas las generaciones futuras, porque es
eterna su misericordia”.
Dios
se sirve de los débiles para humillar a los poderosos, y por medio de los
mártires, Dios silencia a los soberbios del mundo, henchidos de una sabiduría
que no sirve para la salvación: “Alabad al Señor, todas las naciones,
aclamadlo, todos los pueblos, porque lo débil del mundo lo ha escogido Dios
para humillar el poder, y lo despreciable, lo que no cuenta, lo ha escogido
Dios para humillar lo elevado. Por mi boca y mi inteligencia humilla a los
filósofos, discípulos de los sabios de este mundo, porque es eterna su
misericordia”.
Quien
está firme en su fe en Dios, aun cuando los hombres lo condenen a muerte –como es
el caso de los mártires-, no teme a la muerte, sino que espera en la vida
eterna: “Os escribo todo esto para que se unan vuestra fe y la mía. En medio de
esta tempestad echo el ancla hasta el trono de Dios, esperanza viva de mi
corazón”.
San
Pablo anima a los cristianos que permanecen en el mundo, a no desfallecer en la
lucha por la fe y por la salvación del alma, siendo preferible perder la vida
terrena antes que la vida eterna: “En cuanto a vosotros, queridos hermanos,
corred de manera que ganéis el premio, haced que la fe sea vuestra coraza y
empuñad las armas de Cristo con la derecha y con la izquierda, como enseña san
Pablo, mi patrono. Más os vale entrar tuertos o mancos en la vida que ser
arrojados fuera con todos los miembros”.
Por
último, San Pablo pide el auxilio de la Iglesia Militante, un auxilio que no es
material, con armas terrenas, sino que es un auxilio proporcionado por las
armas que da la Fe, la principal de todas, la oración; de esa manera, al estar
unidos por la caridad, el mártir espera unirse en el cielo con aquellos que
permanecen en esta vida para adorar al Cordero por la eternidad, puesto que lo
único que él hace, al dar su vida por Jesús, es adelantarse en el camino al
Reino de Dios: “Ayudadme con vuestras oraciones para que pueda combatir como es
de ley, que pueda combatir bien mi combate y combatirlo hasta el final,
corriendo así hasta alcanzar felizmente la meta; en esta vida ya no nos
veremos, pero hallaremos la felicidad en el mundo futuro, cuando, ante el trono
del Cordero inmaculado, cantaremos juntos sus alabanzas, rebosantes de alegría
por el gozo de la victoria para siempre. Amén”.
[2] Carta de San
Pablo Le-Bao-Tinh a los alumnos del seminario de Ke-Vinh: A. Launay, Le clergé tonkinois et ses pretres martyrs, MEP, Paris 1925, 80-83.
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