San
Justino, filósofo y mártir, nació a principios del siglo II en Flavia Neápolis
(Nablus), la antigua Siquem, en Samaria, de familia pagana. Una vez convertido
a la fe, escribió profusamente en defensa de la religión, aunque sólo se
conservan de él dos «Apologías» y el «Diálogo con Trifón». Abrió una escuela en
Roma, en la que sostuvo públicas disputas. Sufrió el martirio, junto con sus
compañeros, en tiempos de Marco Aurelio, hacia el año 165.
No
fue sacerdote, sino laico, y escribió varias apologías o defensas del
cristianismo, frente a los detractores[2] de
la religión católica. El mismo Justino cuenta que él era un Samaritano, porque
nació en la antigua ciudad de Siquem, capital de Samaria. Sus padres eran
paganos, de origen griego, y le dieron una excelente educación, instruyéndolo
lo mejor posible en filosofía, literatura e historia.
Un
día que paseaba junto al mar, meditando acerca de Dios, vio que se le acercaba
un venerable anciano, el cual le dijo: “Si quiere saber mucho acerca de Dios,
le recomiendo estudiar la religión cristiana, porque es la única que habla de
Dios debidamente y de manera que el alma queda plenamente satisfecha”. El
anciano le recomendó además que le pidiera a Dios la gracia de lograr saber más
acerca de Él, y le recomendó la lectura de las Escrituras, consejo que San
Justino siguió al pie de la letra, encontrando allí la verdadera sabiduría,
dedicando toda su vida, en adelante, al estudio de la Palabra de Dios.
El
santo cuenta que cuando todavía no era cristiano, había algo que lo conmovía
profundamente y era ver el valor inmenso con el cual los mártires preferían los
más atroces martirios, con tal de no renegar de su fe en Cristo, y que esto lo hacía
pensar: “Estos no deben ser criminales porque mueren muy santamente y Cristo en
el cual tanto creen, debe ser un ser muy importante, porque ningún tormento les
hace dejar de creer en Él”.
Movido
por el amor a la Verdad, y convencido de la cita del Eclesiástico en la que se
afirma que la sabiduría de nada sirve si no se la comunica a los demás –“Tener
sabiduría y guardársela para uno mismo sin comunicarla a los demás, es una
infidelidad y una inutilidad”-, aprovechando sus conocimientos de filosofía, San
Justino se dedicó a escribir en defensa de la religión cristiana, con el
objetivo de que los paganos se convirtieran, y fue así que surgió su obra más
conocida, llamada “Apologías”, en favor de la religión de Jesucristo y de la
Iglesia Católica. Además de escribir, se dedicó a recorrer ciudades,
discutiendo con los paganos, los herejes y los judíos, tratando de convencerlos
de que el cristianismo es la única religión verdadera.
En
Roma tuvo Justino una gran discusión filosófica con un filósofo cínico llamado
Crescencio, en la cual le logró demostrar que las enseñanzas de los cínicos
(que no respetan las leyes morales) son de mala fe y demuestran mucha ignorancia
en lo religioso. Crescencio, lleno de odio al sentirse derrotado por los
argumentos de Justino, dispuso acusarlo de cristiano, ante el alcalde de la
ciudad. Había una ley que prohibía declararse públicamente como seguidor de
Cristo. Y además en el gobierno había ciertos descontentos porque Justino había
dirigido sus “Apologías” al emperador Antonino Pío y a su hijo Marco Aurelio,
exigiéndoles que si en verdad querían ser piadosos y justos debían respetar a
la religión cristiana.
En
su obra “Apología”, se dirige así a los gobernantes de su tiempo: “¿Por qué
persiguen a los seguidores de Cristo? ¿Porque son ateos? No lo son. Creen en el
Dios verdadero. ¿Porque son inmorales? No. Los cristianos observan mejor
comportamiento que los de otras religiones. ¿Porque son un peligro para el
gobierno? Nada de eso. Los cristianos son los ciudadanos más pacíficos del
mundo. ¿Porque practican ceremonias indebidas?”. Y les describe enseguida cómo
es el bautismo y cómo se celebra la Eucaristía, y de esa manera les demuestra
que las ceremonias de los cristianos son las más santas que existen.
Las
actas que se conservan acerca del martirio de Justino son uno de los documentos
más impresionantes que se conservan de la antigüedad. Justino es llevado ante
el alcalde de Roma, y empieza entre los dos un diálogo memorable:
Alcalde:
¿Cuál es su especialidad? ¿En qué se ha especializado?
Justino:
Durante mis primero treinta años me dediqué a estudiar filosofía, historia y
literatura. Pero cuando conocí la doctrina de Jesucristo me dediqué por
completo a tratar de convencer a otros de que el cristianismo es la mejor
religión.
Alcalde:
Loco debe de estar para seguir semejante religión, siendo Ud. tan sabio.
Justino:
Ignorante fui cuando no conocía esta santa religión. Pero el cristianismo me ha
proporcionado la verdad que no había encontrado en ninguna otra religión.
Alcalde:
¿Y qué es lo que enseña esa religión?
Justino:
La religión cristiana enseña que hay uno solo Dios y Padre de todos nosotros,
que ha creado los cielos y la tierra y todo lo que existe. Y que su Hijo
Jesucristo, Dios como el Padre, se ha hecho hombre por salvarnos a todos.
Nuestra religión enseña que Dios está en todas partes observando a los buenos y
a los malos y que pagará a cada uno según haya sido su conducta.
Alcalde:
¿Y Usted persiste en declarar públicamente que es cristiano?
Justino:
Sí; declaro públicamente que soy un seguidor de Jesucristo y quiero serlo hasta
la muerte.
El
alcalde pregunta luego a los amigos de Justino si ellos también se declaran
cristianos y todos proclaman que sí, que prefieren morir antes que dejar de ser
discípulos de Cristo.
Alcalde:
Y si yo lo mando torturar y ordeno que le corten la cabeza, Ud. que es tan
elocuente y tan instruido ¿cree que se irá al cielo?
Justino:
No solamente lo creo, sino que estoy totalmente seguro de que si muero por
Cristo y cumplo sus mandamientos tendré la Vida Eterna y gozaré para siempre en
el cielo.
Alcalde:
Por última vez le mando: acérquese y ofrezca incienso a los dioses. Y si no lo
hace lo mandaré a torturar atrozmente y haré que le corten la cabeza.
Justino:
Ningún cristiano que sea prudente va a cometer el tremendo error de dejar su
santa religión por quemar incienso a falsos dioses. Nada más honroso para mí y
para mis compañeros, y nada que más deseemos, que ofrecer nuestra vida en
sacrificio por proclamar el amor que sentimos por Nuestro Señor Jesucristo.
Los
otros cristianos afirmaron que ellos estaban totalmente de acuerdo con lo que
Justino acababa de decir. Justino y sus compañeros, cinco hombres y una mujer,
fueron azotados cruelmente, y luego fueron decapitados.
Las
Actas del martirio de San Justino termina con estas palabras: “Algunos fieles recogieron
en secreto los cadáveres de los siete mártires, y les dieron sepultura, y se
alegraron que les hubiera concedido tanto valor, Nuestro Señor Jesucristo a
quien sea dada la gloria por los siglos de los siglos. Amén”.
Mensaje
de santidad.
En
una época en la que el ateísmo, el agnosticismo y el ocultismo gnóstico de la
Nueva Era buscan hacer desaparecer de la faz de la tierra y, sobre todo, del
corazón y de la mente de los hombres, no solo la religión cristiana, sino hasta
el nombre mismo de “Dios”, para reemplazarlo por el materialismo, el hedonismo,
y la práctica del ocultismo, el ejemplo de San Justino, de amor a la Sabiduría de
Dios y la Verdad encarnada, Jesucristo, el Hombre-Dios, es tanto o más actual
que en los primeros años del cristianismo. Es tanto o más actual hoy, cuando el
hombre se aleja de Dios para postrarse ante los ídolos de la neo-modernidad, y
cuando gustoso abandona las iglesias para llenar estadios de fútbol, porque el
martirio de San Justino, quien da la vida por no renegar de Jesucristo, es la
contracara luminosa de la Verdad de Dios, en medio de las siniestras tinieblas de
muerte en las que el mundo está inserto.
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