Vida
de santidad.
San Antonio nació en 1195, en Lisboa. Bautizado como
Fernando, cambió su nombre por Antonio en homenaje al titular del convento
franciscano de los Olivares, martirizado en Marruecos junto con otros frailes. Se
destacó en su vida –y también luego de su muerte- por el don que Dios le
concedió, de hacer innumerables milagros. Algunos de estos milagros son los
siguientes: un día fue invitado a comer y le pusieron ponzoña en el plato para
matarlo, Antonio hizo la señal de la cruz sobre el plato y comió sin recibir
mal alguno. Treinta y dos años después de su muerte, su cuerpo debía ser
trasladado: se encontraron entre sus huesos su lengua tan entera y fresca como
si estuviera viva.
Otro de sus milagros
fue la reimplantación de un pie amputado: en Padua, un joven de nombre
Leonardo, en un arranque de ira, pateó a su propia madre. Arrepentido, le
confesó su falta a San Antonio quien le dijo: “El pie de aquel que patea a su
propia madre, merece ser cortado”. Leonardo corrió a casa y se cortó el pie.
Enterado de esto, San Antonio tomó el miembro amputado del joven y
milagrosamente lo reunió al cuerpo[2].
Era gran devoto de
la Eucaristía, y por un milagro, hizo que una mula se arrodillara ante el
Santísimo Sacramento: cierto día discutía con un hereje, el cual se negaba
obstinadamente a admitir el misterio de la transubstanciación, porque después
de las palabras de la consagración no percibía cambio alguno en las especies
eucarísticas. Antonio trataba en vano de convencerlo, citando la Escritura y la
Tradición; todos sus esfuerzos chocaban con la obstinación de su interlocutor.
Cambió, entonces, de táctica. –Usted tiene –dijo– una mula. Voy a presentarle
una hostia consagrada; si se postrase ante el Santísimo Sacramento, ¿admitirá
la presencia real del Salvador en las especies eucarísticas? –Sin duda–,
respondió el incrédulo que esperaba dejar en situación embarazosa al apóstol
con semejante apuesta. Acordaron realizar la prueba tres días después. Para
garantizar mejor el éxito, el hereje privó al animal de cualquier alimento. En
el día y hora fijados, Antonio que se había preparado con redobladas oraciones,
salió de la iglesia portando el ostensorio en sus manos. Por el otro lado, el
incrédulo llegaba sujetando al hambriento animal por las riendas. Una multitud
considerable se agolpaba en la plaza, llena de curiosidad en presenciar el
singular espectáculo. El hereje, pensando ya que había triunfado, colocó ante
el animal un saco de avena. Pero la mula se desvió del alimento que se le ofrecía
y dobló las patas ante el augusto Sacramento; sólo se levantó después de haber
recibido el permiso del Santo. Ante el
evidente milagro, el hereje mantuvo la palabra y se convirtió; varios de sus
correligionarios abjuraron también de sus errores y también se convirtieron.
Poco después, San Antonio
hizo otro milagro en la misma ciudad. Los herejes se burlaban de sus sermones: –Ya
que los hombres no quieren oír la palabra de Dios –les dijo– voy a predicar a
los peces. Se dirigió hacia las verdes márgenes de un río, que daba ya al mar e
invitó a los peces a alabar al Señor. Para sorpresa de los asistentes los peces
se fueron reuniendo cerca de la playa; ponían la cabeza hacia fuera y parecían
escuchar al orador con atención. Apoyado en tales manifestaciones sobrenaturales,
el ministerio del Santo produjo frutos abundantes.
Son favores
temporales, curaciones, conversiones retumbantes y hasta resurrección de
muertos. El Santo devolvió la vida hasta a su propio sobrino que se había
ahogado por accidente en el Tajo. Otro don que tenía, era el encontrar objetos
perdidos, encontrados contra
toda esperanza. –Don Íñigo Manrique, que fue obispo de Córdoba en el siglo XVI,
había perdido un anillo pastoral de gran valor. En vano había invocado a San
Antonio: imposible encontrar la preciosa joya. Un día el prelado contaba su
desventura a sus secretarios, que compartían con él la mesa. “Obtuve muchas
gracias por la intercesión de este ilustre taumaturgo –les decía– pero de esta
vez no estoy contento con él”. Acababa de decir estas palabras y una mano
invisible hacía caer sobre la mesa el anillo perdido. Este hecho impresionó
profundamente a personas tan dignas de crédito que dieron testimonio de él.
La Virgen Inmaculada
socorrió aún por medio de intervenciones visibles a su fiel siervo. Por dos
veces, en Brive y en Padua, el demonio asaltó al ardoroso predicador que le
arrancaba tantas víctimas. Antonio lanzó a María un grito de súplica; recitó el
himno: “Oh gloriosa Domina”, que tanto le gustaba repetir. La Reina del Cielo
se le apareció en medio de una claridad deslumbrante y puso en fuga al espíritu
maligno.
El Salvador también visitó a nuestro Santo. Antonio, según una antigua tradición, se alojó en la casa del señor de Chateauneuf, región de Limoges. Este señor se proponía observar atentamente la conducta del religioso, cuya reputación le lo asombraba. Caída la noche espió, con indiscreta curiosidad, lo que su huésped hacía en el cuarto. Fue así testimonio de un gracioso prodigio: el Niño Jesús reposaba en los brazos de Antonio que lo colmaba de respetuosas caricias.
El Salvador también visitó a nuestro Santo. Antonio, según una antigua tradición, se alojó en la casa del señor de Chateauneuf, región de Limoges. Este señor se proponía observar atentamente la conducta del religioso, cuya reputación le lo asombraba. Caída la noche espió, con indiscreta curiosidad, lo que su huésped hacía en el cuarto. Fue así testimonio de un gracioso prodigio: el Niño Jesús reposaba en los brazos de Antonio que lo colmaba de respetuosas caricias.
San Antonio se
dedicó a escribir los sermones de las fiestas de los grandes santos y de todos
los domingos del año, hasta su muerte, el 13 de junio de 1231, a los 36 años de
edad. Su vida de completa dedicación a Dios y sus milagros fueron tantos, que
once meses después de su muerte, el Papa Gregorio IX lo canonizó. En 1946, el
Papa Pío XII lo proclamó “Doctor de la Iglesia”, con el título de “Doctor
Evangélico”.
Mensaje de santidad.
A lo largo de los siglos, Antonio intercedió por sus devotos,
obteniéndoles para ellos numerosos milagros, multiplicando los prodigios por
todas partes en donde era invocado. Sin embargo, a pesar de sus numerosos
milagros, lo que hizo santo a San Antonio de Padua fue su fidelidad a la gracia
y el vivir de modo heroico las virtudes cristianas. Dice de él San
Buenaventura: “En San Antonio resplandece el conjunto de todas las perfecciones
y de todas las gracias de los elegidos. Tiene este santo la ciencia de los
Ángeles, las celestes inspiraciones de los Profetas, el celo de los Apóstoles,
la austeridad de los Confesores, el heroísmo de los mártires, la Pureza de las
vírgenes”. Al recordar a San Antonio de Padua en su día, le pidamos que
interceda para que también nosotros seamos fieles a la gracia de Dios,
eligiendo siempre “morir, antes que pecar”, como decimos en la fórmula del
Sacramento de la Confesión.
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