En una de las apariciones, y para demostrarle a Santa
Margarita cuánto la amaba, Jesús le pidió a Santa Margarita su corazón y,
tomándolo con sus manos, lo introdujo en su pecho, para sacarlo luego
convertido, a este corazón de carne, en un corazón de fuego. ¿Qué era lo que
había sucedido? Lo que había sucedido era que el corazón de Santa Margarita, al
contacto con el Fuego del Divino Amor que ardía en el Sagrado Corazón de Jesús,
se había convertido en una imagen viviente de ese Corazón, al encenderse con el
fuego del Espíritu Santo.
Cuando
se medita acerca de las apariciones del Sagrado Corazón a Santa Margarita María
Alacquoque, no puede dejar de considerarse el extraordinario don y la
inmensidad de gracias que significaron, para Margarita y para la Iglesia toda,
estas apariciones y, de modo particular, el hecho de que Jesús tome el corazón
de la santa, lo introduzca en su pecho y se lo devuelva convertido en un
corazón encendido en el Fuego del Divino Amor. Podemos decir que es el
cumplimiento cabal de las palabras de Jesús: “He venido a traer fuego a la
tierra, ¡y cómo quisiera verlo ya encendido!” (Lc 12 49). El Fuego que arde en el Corazón de Jesús, sin consumirlo
–como la zarza ardiente-, es el fuego que Jesús ha venido a traer a la tierra,
y Él desea verlo ardiendo en nuestros corazones. Al obrar de esta manera con
Santa Margarita, Jesús le demuestra que el amor por ella, en persona, no tiene
límites, porque no solo se le aparece visiblemente, la elige para que sea la
difusora de la nueva devoción, sino que convierte su corazón de carne, en un
corazón que arde en el Fuego del Amor de Dios.
Sin
embargo, para con nosotros, y aunque nos parezca difícil admitirlo, porque no
poseemos el grado de santidad de Santa Margarita, Jesús nos demuestra un amor
infinitamente más grande que el demostrado a Santa Margarita en la aparición.
¿Por qué? Porque en cada Santa Misa, no nos pide nuestro corazón de carne, para
devolverlo convertido en una llama viva, luego de ser introducido en su Corazón
que arde en el Fuego del Amor de Dios; mucho más que eso, nos da todo su
Corazón, que arde sin consumirse en las llamas del Espíritu Santo, en cada
Eucaristía, para que recibiéndolo nosotros en nuestra humilde morada terrena,
nuestros corazones, al contacto con las llamas de este Amor Divino, se
conviertan, de oscuros, negros y fríos como el carbón, en brasas ardientes y
luminosas, que irradien al mundo el calor del Divino Amor. En cada Santa Misa,
Jesús nos dona su Sagrado Corazón Eucarístico, envuelto en las llamas del
Divino Amor, para que a su contacto, nuestros corazones se prendan fuego y se
conviertan en el mismo fuego, así como le sucede al hierro que, cuando toma
contacto con el fuego, al volverse incandescente, se convierte en el mismo
fuego. En la Eucaristía arde, sin consumirla, el Fuego del Corazón de Dios, que
Jesús trae en cada Santa Misa y quiere ya verlo ardiendo. Si después de
comulgar, nuestros corazones permanecen fríos y oscuros, como el hierro o el carbón,
y continuamos con rencores, venganzas, mentiras y malicias de todo tipo, el don
del Sagrado Corazón fue en vano. No desaprovechemos la Comunión Eucarística, el
don del Sagrado Corazón Eucarístico que Jesús nos hace en cada Eucaristía.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario