Toda la vida de Juan el Bautista, desde su nacimiento hasta
su muerte, constituye un testimonio del Hombre-Dios Jesucristo.
Su nacimiento es un testimonio porque es concebido por sus
padres en la ancianidad, y Dios obra este milagro, anunciado a Zaquarías por
medio del ángel, para que el mundo, al maravillarse por el milagro, contemple
al Precursor del Mesías.
Una vez concebido, y aun antes de nacer, es iluminado por el
Espíritu Santo y “salta de alegría” en el seno de Isabel, al saber, por el
Espíritu de Dios, que el que viene en el seno virgen de María, antes que su
pariente, es el Mesías, el Salvador de los hombres.
Ya de adulto, es un testimonio del Mesías con su vida
austera, con su penitencia y prédica en el desierto, porque así anuncia que el
hombre con su vida terrena y caduca está destinado a recibir otra vida, la vida
eterna, la vida que trae el Salvador de los hombres.
En el desierto, señala y da el nombre al Mesías, llamándolo “Cordero
de Dios que quita el pecado del mundo”, el mismo nombre con el que la Iglesia
continuaría llamando al Mesías, en el desierto del mundo y de la historia
humana, al Mesías oculto en apariencia de pan, la Eucaristía.
Con su martirio, testimonia la santidad del Hombre-Dios, y
de su Esposa, la Iglesia Santa y pura, porque da su vida pero no por la defensa
de las buenas costumbres, sino porque testimonia que el matrimonio entre el
varón y la mujer aquí en la tierra deber ser santo, porque participa de la
santidad de otro matrimonio, anterior a todo matrimonio terreno, el desposorio
místico del Cordero, Esposo de la Iglesia Esposa, y que el adulterio equivale a
la idolatría, ya sea de un falso cristo con la verdadera Iglesia, o de una
falsa iglesia con el verdadero Cristo Eucarístico.
Como la vida del Bautista, la vida de todo católico debería
ser, desde su nacimiento en el bautismo como hijo de Dios, hasta su muerte, un
testimonio, ante el mundo, de la Presencia real, verdadera y substancial del
Mesías, el Cordero de Dios, Jesús en la Eucaristía.
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