Según
relata la Tradición, la noche antes de morir, Nuestro Señor Jesucristo se le apareció a San Blas, que se
encontraba refugiado en las montañas a causa de la persecución a los
cristianos, pidiéndole que le ofreciera el sacrificio. San Blas
entendió que el Señor le pedía el martirio, por lo que celebró la Santa Misa y
se dispuso a esperar a los soldados del emperador que lo viniesen a arrestar,
lo cual sucedió. Cuando estos llegaron y le dicen que salga de la gruta, San
Blas los recibe con el rostro sonriente y con estas cariñosas palabras, según
constan en las Actas de su martirio: “Bienvenidos seáis, hijitos míos. Me
traéis una buena nueva. Vayamos prontamente. Y sea con nosotros mi Señor
Jesucristo que desea la hostia de mi cuerpo”. Luego sucedió lo que todos
sabemos, el milagro en el camino, el de la resurrección del hijo de una mujer,
que había muerto a causa de una espina que se le había atravesado en la
garganta y que vuelve a la vida luego de que San Blas le impusiera sus manos en
la garganta y es el milagro que da origen a la fiesta que hoy celebramos.
Pero más importante que ese milagro son las palabras de San
Blas a sus captores, porque reflejan su disposición interior, espiritual, con
la cual él como obispo y sacerdote celebraba la Santa Misa. Esta disposición es
una disposición muy particular, y es la disposición misma del Salvador, es la disposición
martirial. Jesús se le aparece tres veces por la noche antes del martirio
físico, pidiéndole que celebre los “sagrados misterios”, es decir, la Santa
Misa, como modo de prepararlo para la entrega final, definitiva y total de su
vida en el martirio cruento que habría de suceder pocos días después.
La
muerte martirial, por la cual él habría de derramar físicamente su sangre y
entregar materialmente su vida, no tendría valor ni sentido si no estuviera
precedida y fundamentada en la entrega sacrificial de su espíritu y en la
inmolación de su ser en la cruz del altar, unido a Él, a Jesucristo, el
Salvador, por medio de la Santa Misa, y es por esto que Jesús se le aparece por
tres noches consecutivas, anteriores al martirio, para que se una
espiritualmente a Él, al sacrificio de la Cruz, de modo tal que el sacrificio
de su cuerpo, que sucederá días después, será solo la coronación del sacrificio
del espíritu que ha sido ya inmolado en la Cruz al Rey de los mártires. Es esto
lo que San Blas entiende y es esto lo que hace, y por eso es que San Blas dice
a sus captores: “Mi Señor Jesucristo desea la hostia de mi cuerpo” y, lejos de
oponerse a su captura o lejos de huir de una más que segura muerte, los recibe
con cariño y afecto, porque sus verdugos son en realidad ejecutores del plan
divino que para él, para San Blas, consiste en unirlo a la Cruz de Jesús y así
conducirlo al cielo.
Es
por esto que San Blas, además de ser para nosotros protector de todo mal de
garganta –especialmente, del mal más terrible de todos, el mal del pecado, y
por eso lo que debemos pedirle es que jamás salga, ni de nuestras gargantas ni
de nuestros corazones, pecado alguno que ofenda la majestad y bondad divina-, nos
enseña a participar en la Santa Misa con disposición martirial, de modo que en
cada Santa Misa digamos, junto con San Blas: “Mi Señor Jesucristo desea la
hostia de mi cuerpo y de mi espíritu”.
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