Cuando se revisa, con la distancia de los años, la escena
del martirio de San Pablo Miki y la de sus compañeros mártires, hay algo en la
historia que no parece cuadrar. Por un lado, se destaca la extrema crueldad que
aplican sus ejecutores: a todos los integrantes del grupo de 26 mártires, entre
los cuales se encontraban tres niños de trece años que eran monaguillos, antes
de ejecutarlos, les cortaron la oreja izquierda y, sin hacerles curaciones de
ningún tipo y sin ningún tipo de abrigo especial, los obligaron a emprender una
larga caminata en pleno invierno hasta el lugar del martirio, durante un mes,
recorriendo numerosos pueblos, para que sirvieran de escarmiento y atemorizar a
los que quisieran convertirse al cristianismo.
Una vez llegados a Nagasaki, lugar del martirio –en donde se
arrojaría una de las bombas atómicas en el año 1945-, les permitieron
confesarse con los sacerdotes, y luego los crucificaron, atándolos a las cruces
con cuerdas y cadenas en piernas y brazos y sujetándolos al madero con una
argolla de hierro al cuello. Entre una cruz y otra había la distancia de un
metro y medio.
Debe tenerse en cuenta los mártires estaban ateridos de
frío, se habían desangrado por la herida de las orejas cortadas, sufrían
dolores atroces por el hecho de estar colgados y atados con cadenas en pies y
manos y sujetados con argollas de hierros en el cuello.
¿Qué
es lo que no encaja en la historia? Lo que no cuadra en la historia es lo que sigue: a pesar de la
crueldad extrema de sus verdugos, a pesar del frío reinante, a pesar de las
heridas de los mártires, a pesar de la agonía y de los dolores crecientes que la
crucifixión suponía, los mártires no manifestaron en ningún momento tristeza, desesperación,
angustia, pesar, dolor, rabia, quejas, como cabría esperarse, humanamente
hablando, en una situación como esta. Por el contrario, lo que se destaca en
ellos es una valentía sobrehumana, una alegría celestial, una esperanza, una
paciencia y una confianza que no eran de este mundo, tal como lo relatan los
testigos. “Una vez crucificados, era admirable ver el fervor y
la paciencia de todos. Los sacerdotes animaban a los demás a sufrir todo por
amor a Jesucristo y la salvación de las almas. El Padre Pedro estaba inmóvil,
con los ojos fijos en el cielo. El hermano Martín cantaba salmos, en acción de
gracias a la bondad de Dios, y entre frase y frase iba repitiendo aquella
oración del salmo 30: ‘Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu’ (…) El
hermano Gonzalo rezaba fervorosamente el Padre Nuestro y el Avemaría” (…) en el
rostro de todos se veía una alegría muy grande, especialmente en el del niño
Luis; éste, al gritarle otro cristiano que pronto estaría en el Paraíso, atrajo
hacia sí las miradas de todos por el gesto lleno de gozo que hizo. El niño
Antonio, que estaba al lado de Luis, con los ojos fijos en el cielo, después de
haber invocado los santísimos nombres de Jesús, José y María, se pudo a cantar
los salmos que había aprendido en la clase de catecismo. A otros se les oía
decir continuamente: ‘Jesús, José y María, os doy el corazón y el alma mía’.
Varios de los crucificados aconsejaban a las gentes allí presentes que
permanecieran fieles a nuestra santa religión por siempre”. Finalmente, los
verdugos sacaron sus lanzas y asestaron a cada uno de los crucificados dos
lanzazos, con lo que en unos momentos pusieron fin a sus vidas[1].
¿Por
qué se da este contraste en el mártir, entre el extremo sufrimiento por un
lado, y la alegría por otro? Mejor dicho, ¿por qué el mártir, a pesar de los
tormentos aplicados por los verdugos, no experimentan ni los dolores, ni las
penas, ni las tristezas, ni las desesperaciones, ni las amarguras, que estas
torturas sí provocan en los hombres? ¿Qué es lo que hace que los mártires, en
vez de esto, manifiesten alegría y eleven los ojos al cielo y ansíen la muerte
con calma y paz en el alma, desafiando toda lógica humana?
Lo
que explica esta falta de lógica humana es la Presencia del Espíritu Santo en
las almas, corazones, los sentidos y los cuerpos de los mártires, que los
invade y los colma con su dulzura, sus contentos, sus alegrías y su Amor de una
manera tan profunda e intensa, que puede decirse que experimentan, en medio de
los tormentos, el cielo por anticipado. Es esta Presencia personal y acción del
Espíritu en los mártires lo que no solo los sustrae de las horrendas torturas a
las que los someten sus verdugos, sino que les concede la calma, la paz, la
alegría, la dicha y la felicidad del cielo, estando aún en la tierra y es lo
que explica que las palabras de los mártires sean palabras inspiradas por el
mismo Espíritu Santo, tal como lo dice Jesús en el Evangelio: “Cuando os entreguen,
no os preocupéis de lo que habréis de decir, porque en aquella hora os será
dado lo que habréis de hablar; porque no sois vosotros los que habláis, sino el
Espíritu de vuestro Padre que habla en vosotros” (Mt 10, 19-20).
De
manera análoga, también habla el Espíritu Santo e inhabita en quien, en medio
de las tribulaciones, las pruebas, los dolores, no solo no se abandona a sí
mismo, sino que, como los mártires de Nagasaki, se aferra cada vez con más
fuerza a la Cruz de Jesús y al manto de María Santísima.
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