Según la tradición, el sacerdote San Valentín arriesgaba su vida
para casar cristianamente a las parejas durante el tiempo de persecución. Con
San Mario y su familia socorría a los presos que iban a ser martirizados
durante la persecución de Claudio el Godo. Precisamente, se encontraba en esta tarea cuando fue aprehendido y enviado por el
emperador al prefecto de Roma, quien al comprobar que sus intentos de hacerlo renunciar a la fe en Jesucristo eran vanos, mandó que lo golpearan con mazas y después
lo decapitaran. Esto ocurrió el 14 de febrero del año 269, según el martirologio romano.
Puede afirmarse que San Valentín dio su vida por Cristo y
por el amor puro y santo de los novios en Cristo porque, como vimos más arriba,
arriesgaba su vida para que recibieran el sacramento del matrimonio las parejas
en tiempos en que arreciaba la persecución por parte del emperador romano. El emperador,
que era pagano, además de oponerse al sacramento cristiano por motivos de su
creencia pagana, lo hacía por conveniencia estratégica: necesitaba hombres para
su ejército y veía en el matrimonio un impedimento para engrosar sus filas. Pero
San Valentín se oponía principalmente a la convivencia concubinaria de los
novios por el hecho de ser opuesta al verdadero amor de novios, al amor casto y
puro de Cristo que emana de la Cruz y que prepara para el amor esponsal. Cuando
el amor que une a los novios es el amor casto y puro de Cristo, tanto más se
acerca al amor esponsal y tanto más los prepara para el sacramento del
matrimonio, y como este amor es más espiritual que carnal y pasional, se
asemeja mucho a la perfección del amor esponsal, aún sin serlo, y por lo tanto concede
a los novios no solo una gran estabilidad emocional y psíquica, sino ante todo
serenidad, paz, confianza mutua, alegría y, principalmente, la seguridad de
saber de que se ha encontrado el amor que Dios había destinado desde la
eternidad para uno mismo.
Por el contrario, cuando los novios no se aman en Cristo,
sino egoístamente, en sí mismos, todo cambia: ni siquiera pueden ser llamados “novios”,
porque esa palabra se aplica a quienes se aman con el amor puro y casto de
Cristo, por lo que deben buscarse otra palabra que los identifique, como “amantes”,
o algo por el estilo; el amor tampoco es espiritual ni se eleva a la perfección
del amor esponsal, sino que desciende y se degrada a la imperfección de la
pasión carnal y de la satisfacción genital; lejos de la estabilidad emocional y
psíquica, hay desequilibrio de las pasiones y lejos de la seguridad de haber encontrado
al amor de la vida, se tiene la certeza de haber encontrado a alguien que no
sabe dónde va ni a qué fines.
El celo sacerdotal de San Valentín es sumamente valioso y
tanto más en nuestros días, cuando el noviazgo católico se ha desvirtuado al colmo
de la perversión, al extremo de que se piensa que estar de novios es tener
relaciones prematrimoniales y que “festejar” el noviazgo es enviarse fotos
sexuales[1].
En las antípodas de esta perversión que degrada al hombre a un estadio más bajo que las bestias -en efecto, las bestias irracionales nada malo hacen cuando usan de su sexualidad animal, porque así lo ha dispuesto el Creador; en cambio, cuando el hombre usa su sexualidad fuera del plan divino de salvación y fuera del amor casto y puro de Cristo, se degrada más bajo que los animales-, San Valentín deseaba que los novios se amaran con el amor casto y puro de Cristo, como modo de alcanzar el amor perfecto de los esposos, el amor esponsal, que es el amor con el cual Cristo Esposo ama a la Iglesia Esposa por la eternidad, y que es el amor con el cual la amó desde la cruz.
El amor casto y puro que llega hasta la muerte de cruz es el signo de que los novios se aman con amor puro y verdadero, el amor de Cristo.
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