La vida de santidad y
sobre todo, la muerte martirial de Santa Lucía, nos enseña a mirar más allá de
este mundo, cuya figura pasará al fin del tiempo, porque Santa Lucía dio su
vida por una esperanza, pero no por una esperanza mundana, sino por una
esperanza de una vida nueva, una vida distinta a esta vida terrena que vivimos,
la vida eterna en el Reino de los cielos. Porque Santa Lucía poseía esta virtud
de la esperanza en grado heroico, es que despreció no solo al mundo y sus
riquezas, sino a esta vida terrena, por eso es que no le importó lo más
preciado que tiene el hombre por naturaleza y que es la propia vida. En
nuestros días, días caracterizados por ser días en los que el hombre ha construido
un mundo y una sociedad sin Dios y se ha alejado de Él, debido a esta ausencia
de Dios, los hombres ya no tienen la virtud de la esperanza en la vida eterna,
sino que su esperanza es una esperanza mundana: el hombre de hoy tiene
esperanzas de que la economía va a mejorar; tiene esperanzas de que podrá ganar
más dinero; tiene esperanzas de que con ese dinero podrá comprar más y más
cosas; tiene esperanzas de que no se enfermará y que vivirá sano; tiene
esperanzas de que construirá una familia y que vivirá esta vida sin problemas.
El hombre de hoy, un hombre sin Dios, tiene esperanza, pero se trata de una
esperanza meramente humana y mundana, porque solo espera en bienes materiales y
solo quiere bienes materiales. El hombre de hoy tiene esperanza, pero esperanza
intra-mundana, una esperanza que lo lleva a creer que puede vivir esta vida con
el estómago repleto y con las pasiones satisfechas.
Por esta razón, la muerte martirial de Santa Lucía es un
ejemplo para nosotros, porque Santa Lucía no muere por una esperanza
intra-mundana, sino que muere porque espera vivir en el más allá, en la vida
eterna, en el Reino de los cielos. Pero es incompatible querer vivir esta vida
y poner todas las esperanzas en esta vida y sus bienes, y al mismo tiempo
esperar vivir en el Reino de Dios, por eso es que Santa Lucía, puesta en la
disyuntiva de elegir entre una vida sin mayores sobresaltos –tanto ella como su
pretendiente poseían abundantes bienes materiales- y dar esta vida terrena para
conseguir una vida superior, la vida eterna en el Reino de los cielos, Santa
Lucía no duda ni un instante en elegir dar su vida por Cristo, porque espera en
Él y sólo en Él y no en este mundo. Aprendamos de Santa Lucía a vivir la virtud
de la esperanza, pero no una esperanza de que este mundo y esta vida sean
mejores, sino que pidamos la gracia de que vivamos en la esperanza de llegar a
vivir en la vida eterna, en el Reino de los cielos.
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