Se dice que Santa Rita de Casia es “Patrona de lo imposible”
y es así como su figura viene asociada a peticiones de casos cuya solución
parece, precisamente, imposible. Sin embargo, se presta poca atención a un
hecho particular central en su vida, que la condujo, no solo a los altares,
sino al cielo, y es el hecho de que Santa Rita amó a Jesucristo en condiciones que,
humanamente, podríamos llamar “imposibles”.
Santa Rita amó a Jesucristo hasta el final, hasta lo
imposible, aun cuando ninguno de sus anhelos se cumplía ni realizaba, según
puede verse en su vida, y aun así siguió amándolo, hasta lo imposible.
Desde
niña, Santa Rita quería ser monja, pero sus padres no solo se negaron, sino que
le impusieron un esposo y Santa Rita, por obedecerles y no contrariarlos, se
casó[1]. Una
vez casada, su esposo, lejos de ser un esposo dulce y amante, fue cruel y
violento, causándole muchos sufrimientos, aunque ella devolvió su crueldad con
oración y bondad. Con el tiempo, la bondad de Santa Rita para con su esposo dio
sus frutos, ya que él se convirtió, llegando a ser un hombre con gran temor de
Dios. Sin embargo, no terminaron aquí las tribulaciones matrimoniales de Santa
Rita, pues tuvo que soportar un gran dolor cuando su esposo fue asesinado[2]. Como
vemos, durante su dura etapa de niñez, de juventud y de vida matrimonial, aunque
todos sus sueños fueron contrariados, cuando muchos otros hubieran desistido en
el amor y en el seguimiento de Jesucristo, Santa Rita hizo lo que parecía
imposible: se mantuvo fiel en el amor a Jesucristo, a pesar de todas las
contrariedades.
Luego
de la muerte de su esposo, Santa Rita se dio cuenta que sus dos hijos pensaban
cometer un crimen para vengar el asesinato del padre, siguiendo la perversa y
diabólica costumbre de la “vendetta” o venganza. Debido a que esto es un pecado
mortal y si lo cometían se condenarían, perdiendo sus almas por toda la
eternidad en el infierno, Santa Rita, demostrando un amor verdaderamente heroico
y sobrenatural por sus almas, suplicó a Dios que se los llevara de esta vida
antes de permitirles cometer este pecado mortal. Poco tiempo después, los dos
hijos de Santa Rita murieron, no sin antes haber tenido tiempo de preparar sus
almas para el encuentro con Dios.
Ya
sin su esposo e hijos, Santa Rita se entregó a la oración, penitencia y obras
de caridad, y luego de un tiempo, pidió ingresar al Convento Agustiniano en
Casia[3],
retomando su primigenia vocación religiosa. Pero tampoco aquí fue fácil para
Santa Rita, ya que no fue aceptada en un primer momento: solo después de
rezarle a sus tres especiales santos patronos - San Juan Bautista, San Agustín
y San Nicolás de Tolentino - entró milagrosamente al convento, siendo
finalmente admitida en la vida religiosa, alrededor del año 1411.
Una
vez en el convento, la vida de Santa Rita fue marcada por su gran caridad y
severas penitencias, al tiempo que sus oraciones obtuvieron para otros, curas
notables, liberaciones del demonio y otros favores especiales de Dios.
Podríamos pensar que, siendo Santa Rita una religiosa ejemplar y de gran
caridad, sus tribulaciones pasadas en su vida laical deberían ya haber
finalizado. Sin embargo, Nuestro Señor le concedió un don especialísimo,
reservado para aquellos a quienes más ama: para que ella pudiera compartir el
dolor de su Corona de Espinas, Nuestro Señor la hizo participar a Santa Rita –una
vez que ella estaba meditando en la Pasión, delante de un crucifijo- de una de
sus heridas de espinas en la frente, la cual le provocaba fuertes dolores. Sin embargo,
la gracia no finalizaba aquí, porque Jesús no solo quería que Santa Rita participara
del dolor de la coronación de espinas, sino que participara también de la humillación
que Él sufrió durante su Pasión –pensemos cuán humillante y ultrajante fue para
Jesús el ser condenado a muerte injusta, insultado, golpeado, desnudado,
flagelado, salivado, cargado con una cruz, crucificado, y tantas otras
humillaciones más, que nos son ocultas, debido a la humildad de Nuestro Señor-,
y para eso, Jesús le concedió que la herida de la frente no solo fuera dolorosa
y no cicatrizara nunca, sino que despidiera un olor sumamente desagradable, con
lo cual Santa Rita debía vivir prácticamente sola. Esta herida duró por el
resto de su vida y solo desapareció en una oportunidad, por unos días, en el
que Santa Rita y sus hermanas de religión fueron a Roma en ocasión de una visita
al Santo Padre. A pesar del dolor y la humillación que le provocaba la herida,
el amor de Santa Rita a Jesús no solo no disminuyó, sino que aumentó cada vez
más, pues ella la consideraba una “gracia divina”[4]. Santa
Rita oraba así: “Oh amado Jesús, aumenta mi paciencia en la medida que aumentan
mis sufrimientos”. El día de su muerte el 22 de Mayo de 1457, la herida
purulenta de la frente desapareció y su cuerpo despidió una fragancia
exquisita. Desde su muerte, acaecida a la edad de 76 años, Santa Rita ha
intercedido innumerables veces desde el cielo, concediendo, como dijimos al
principio, soluciones a casos considerados “imposibles”. Que la beata Santa
Rita interceda para que, cuando agobiados por las pruebas, tribulaciones y
persecuciones de este mundo, nos parezca desfallecer en el amor a Jesús,
perseveremos en su amor y, llevados por María Virgen, seamos capaces, como Santa Rita de amar a Jesús hasta el extremo de lo imposible.
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