Algo que caracterizaba a San Felipe Neri era su permanente
alegría y buen humor. ¿De dónde provenían esta alegría y este buen humor? Visto
mundanamente, San Felipe Neri no tenía motivos para estar alegre ni para tener
buen humor: desde muy joven, renunció no solo a toda riqueza terrena sino a
todo proyecto de construir humanamente una riqueza terrena[1].
Luego de su conversión, a los 17 años, partió hacia Roma, para ingresar en la
vida religiosa, y desde allí, hasta su muerte, vivió como religioso, observando
fielmente los votos de pobreza, castidad y obediencia. No tenía riquezas
materiales, no estaba dominado por la concupiscencia de la carne, había
renunciado libremente a hacer su propia voluntad, por el voto de obediencia:
visto mundanamente, San Felipe no tenía motivos ni para ser feliz ni para estar
alegre, y sin embargo, como decimos al principio, lo que caracterizó su vida
fueron, precisamente, la felicidad, la alegría y el buen humor.
¿Cómo se puede explicar esta aparente contradicción?
La
explicación de la felicidad, la alegría y el buen humor de San Felipe Neri, se
encuentran en su amor a Jesús y en la certeza de saber que esta vida habría de
terminar más bien pronto –aun cuando falleció a los ochenta años- y que luego
le esperaba una eternidad de gozos, de alegría, de dicha inconcebible, en
compañía de Jesús.
Pero
además, y esto es lo más importante en su vida de santidad, San Felipe sabía
que Jesús se encontraba misteriosamente en el prójimo más necesitado, y es así
que se dedicó por completo a las obras de misericordia. Es por esto que caeríamos
en un error si dijéramos que la fuente de la felicidad de San Felipe Neri eran
solo los éxtasis místicos: más que estos, encontraba su felicidad en dedicar el
día entero a las obras de misericordia corporales y espirituales: corporales,
porque visitaba enfermos de toda clase; espirituales, porque buscaba
permanentemente la conversión de las personas, y se dedicó con tanta pasión a
esta tarea de misericordia, que se lo llamó “el Apóstol de Roma”. Para dar
impulso a unas y otras obras de caridad, fundó la Cofradía de la Santísima
Trinidad, conocida como la cofradía de los pobres, que se encargaba de socorrer
a los peregrinos necesitados. Por medio de esa cofradía San Felipe difundió la
devoción de las cuarenta horas (adoración Eucarística), además de fundar el célebre
hospital de Santa Trinitá dei Pellegrini[2]. Fundó
también la Congregación del Oratorio (los oratorianos), regidos por una
constitución muy sencilla escrita por el mismo santo.
San
Felipe Neri conocía el Amor de Dios, que es fuente de felicidad y de alegría
inagotables, que se manifiesta en la caridad y en la misericordia hacia el
prójimo más necesitado. Pero otra forma de expresarse el Amor de Dios –mucho
menos frecuentes y reservada solo a los grandes santos- es a través de las
experiencias místicas, las cuales eran habituales en él. En su biografía,
pueden leerse algunas de estas: “Felipe consagraba el día entero al apostolado;
pero al atardecer, se retiraba a la soledad para entrar en profunda oración y,
con frecuencia, pasaba la noche en el pórtico de alguna iglesia, o en las
catacumbas de San Sebastián, junto a la Via
Appia. Se hallaba ahí, precisamente, la víspera se Pentecostés de 1544,
pidiendo los dones del Espíritu Santo, cuando vio venir del cielo un globo de
fuego que penetró en su boca y se dilató en su pecho. El santo se sintió
poseído por un amor de Dios tan enorme, que parecía ahogarle; cayó al suelo,
corno derribado y exclamó con acento de dolor: ‘¡Basta, Señor, basta! ¡No puedo
soportarlo más!’. Cuando recuperó plenamente la conciencia, descubrió que su
pecho estaba hinchado, teniendo un bulto del tamaño de un puño; pero jamás le
causó dolor alguno. A partir de entonces, San Felipe experimentaba tales
accesos de amor de Dios, que todo su cuerpo se estremecía. A menudo tenía que
descubrirse el pecho para aliviar un poco el ardor que lo consumía; y rogaba a
Dios que mitigase sus consuelos para no morir de gozo. Tan fuertes era las
palpitaciones de su corazón que otros podían oírlas y sentir sus palpitaciones,
especialmente años más tarde, cuando como sacerdote, celebraba la Santa Misa,
confesaba o predicaba. Había también un resplandor celestial que desde su
corazón emanaba calor. Tras su muerte, la autopsia del cadáver del santo reveló
que tenía dos costillas rotas y que éstas se habían arqueado para dejar más
sitio al corazón”[3].
De esta forma, Dios le había respondido a una oración que con frecuencia hacía
San Felipe: “¿Oh Señor que eres tan adorable y me has mandado a amarte, por qué
me diste tan solo un corazón y este tan pequeño?”. Es decir, Dios le dilató el
corazón, para que tuviera más capacidad para “almacenar” el Amor de Dios.
También
en las Misas eran frecuentes los arrebatos místicos: “Como frecuentemente era
arrebatado en éxtasis durante la misa, los asistentes acabaron por tomar la
costumbre de retirarse al “Agnus Dei”. El acólito hacía lo mismo. Después de
apagar los cirios, encender una lamparilla y colgar de la puerta un letrero
para anunciar que San Felipe estaba celebrando todavía; dos horas después
volvía el acólito, encendía de nuevo los cirios y la misa continuaba”[4].
Como
vemos, San Felipe Neri había experimentado el Amor de Dios, por medio de las
obras de misericordia, pero también a través de numerosos éxtasis místicos, en
los cuales el alma se sumerge y se deleita de tal manera en el Amor de Dios,
que ya nada más quiere saber en esta vida y nada quiere entender ni amar que no
sea ir a la otra vida para gozar del Amor de Dios para siempre –es lo que decía
Santa Teresa de Ávila: “Tan alta vida espero, que muero porque no muero”-, y por
lo tanto sabía que, manteniéndose fiel
en el Amor a Jesús y a su gracia, una vez traspasado el umbral de la muerte
terrena, comenzaría a vivir la Vida eterna, plena de Amor divino, fuente
inagotable de dicha, de consuelo, de luz, de paz, y ese pensamiento era lo que
lo mantenía permanentemente alegre y de buen humor, y era la fuente de su
permanente felicidad. No es casualidad que su médico de cabecera declarara que
el día que “más alegre lo vio”[5],
fuera el día de su muerte, y esto es coherente con lo que decimos, pues San
Felipe Neri había recibido un anuncio del cielo, por medio del cual sabía que
ese día moriría y que por lo tanto, comenzaría inmediatamente a gozar de la
visión de su amado Jesús.
Con
toda seguridad, no tendremos los éxtasis místicos que tenía San Felipe Neri, y
estos no dependen de nosotros, pero como hemos visto, estos no eran la única ni
la principal causa de su felicidad, sino que esta radicaba en su incansable
dedicación al prójimo por medio de las obras de misericordia, y esto sí depende
de nosotros. Al conmemorar a San Felipe, le rogamos que interceda para que
también nosotros encontremos la felicidad, la alegría y el buen humor, que se
derivan de olvidarnos de nosotros mismos, para dedicarnos a las necesidades espirituales
y materiales de nuestros prójimos, para que, también al igual que San Felipe,
vivamos una eternidad de alegría y gozo, en la contemplación de Jesús, el Hombre-Dios,
en el Reino de los cielos.
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