San Blas fue obispo en Sebaste, Armenia, en tiempos de la
persecución desencadenada por Diocleciano a principios del siglo IV y
continuada por sus sucesores Galeno, Máximo, Daia y Licinio. Al arreciar la
persecución, bajo el prefecto Agrícola, comisionado por Licinio para exterminar
el cristianismo, San Blas, siguiendo el consejo de Cristo, huye a las montañas,
y se refugia en una gruta del monte Argeo. Allí, privado de todo consuelo
humano, pero abundando en consuelos celestiales, hace vida eremítica, entregado
a la penitencia y a la oración contemplativa.
En
la noche precedente a la prisión se le aparece por tres veces Nuestro Señor
Jesucristo, animándolo a que “le ofrezca el sacrificio”; por la expresión
utilizada por Jesús, San Blas entendió que Jesús lo llamaba al martirio, puesto
que “el sacrificio” que le pedía Jesús, era la entrega de su vida, pero no de
cualquier manera, ni por cualquier motivo: “ofrecer el sacrificio”, en palabras
de Jesús, es “entregar la vida en sacrificio”, significa que quien lo hace, une
su vida al sacrificio redentor de la cruz de Jesús, con lo cual, su vida
adquiere un valor infinito, un valor de redención y salvación, para él y para
sus hermanos, porque la está uniendo al santo sacrificio del Calvario. Es decir,
Jesús se le aparece a San Blas para prepararlo para el martirio, para la
entrega sacrificial de su vida, uniéndola a su sacrificio en cruz. Esa entrega
se concretó al amanecer del tercer día de las apariciones de Jesús: San Blas se
levantó y celebró la Santa Misa; al finalizar, llegaron los ministros del
prefecto, diciéndole: “Sal de tu gruta; el prefecto te llama”. Sabiendo San
Blas que la llamada era para ser ejecutado, responde con calma y con alegría,
deseoso de acudir a su ejecución, lo cual es un indicio de que estaba asistido
por el Espíritu Santo. Según la Tradición, San Blas salió y con rostro
sonriente y palabras cariñosas, se dirigió así a sus carceleros: “Bienvenidos
seáis, hijitos míos. Me traéis una buena nueva. Vayamos prontamente. Y sea con
nosotros mi Señor Jesucristo que desea la hostia de mi cuerpo”. En estas
palabras, se ve cómo el santo tiene un preanuncio de su martirio y una perfecta
comprensión de que ha sido elegido para participar del Calvario y del sacrificio redentor de Jesucristo: ésa es la
razón por la cual, ante el arresto y el conocimiento que habrá de morir, no
solo no se desespera ni intenta huir, sino que se entrega mansamente, como un
cordero, en manos de sus guardianes y ejecutores, imitando en esto a Nuestro
Señor Jesucristo, el Cordero de Dios, quien libre y voluntariamente se entregó
a sus verdugos, ofreciéndose como Víctima de expiación para la salvación de los
hombres. Durante el traslado de San Blas a Sebaste, el santo hizo numerosos
milagros a los enfermos que se acercaban a él para pedirle su bendición y la
curación de sus dolencias. Fue aquí en donde sucedió el milagro que dio luego
origen a la bendición de las gargantas, propia de su festividad. Una madre le
presentó a su hijo moribundo, a causa de una espina atravesada en la garganta,
clamando: “¡Siervo de Nuestro Salvador Jesucristo, apiádate de mi hijo; es mi
único hijo!”. Inmediatamente, San Blas, impuso su mano sobre el agonizante, haciendo
sobre su garganta la señal de la cruz, rezó por él, y el niño recuperó
inmediatamente la salud.
Llevado
ante el prefecto y una vez ante él, éste le propuso la renuncia al cristianismo
y la adoración de los dioses paganos, a cambio de la vida. San Blas rechazó, de
plano, la idolátrica propuesta, por lo que el prefecto dio orden que comenzara
su martirio, el cual se extendió por varios días. Luego de sufrir una terrible
golpiza, y viendo sus verdugos que no conseguían hacerlo apostatar de la fe, lo
suspendieron de un madero y, con unos garfios de hierro, laceraron su piel y desgarraron
sus músculos con garfios de hierro, dejándolo casi agonizante a causa de la
severidad de sus lesiones y la abundante pérdida de sangre, aunque tampoco con
esta tremenda tortura consiguieron hacerlo apostatar de la fe; todo lo
contrario, el santo, asistido por el Espíritu Santo, como todos los mártires,
vio acrecentada su fe y su amor por Jesucristo, y fue así como la confesión del
Nombre de Jesucristo, al precio de su sangre y de su vida, se reafirmó en San
Blas por cada segundo transcurrido en la tortura. Antes de su muerte, y en
medio de las terribles torturas que le provocaban abundante efusión de sangre,
sucedió un hecho que confirma el dicho: “la sangre de los mártires es semilla
de nuevos cristianos”: al volver a la prisión regando el suelo con sangre,
siete fervorosas cristianas recogieron su sangre y se ungieron con ella, siendo
detenidas por esta acción. En el interrogatorio, sin ceder ante las amenazas de
muerte y ante las torturas, alentadas por el ejemplo de San Blas, confesaron su
fe en Jesucristo, perseverando en la fe hasta ser decapitadas. Una de estas mártires,
antes de morir, encomendó a San Blas sus dos pequeños hijos, quienes, a pesar
de su corta edad, querían seguirla por la senda celestial del martirio. Ambos niños
murieron decapitados junto con San Blas, en las afueras de Sebaste, en el año
316, consumando así el glorioso martirio del pastor junto con sus corderos.
Al
conmemorar a San Blas, le pidamos que interceda para que, al igual que él, que
movido por un ardiente amor a Jesucristo, no dudó en derramar su sangre y ofrendar
su vida dando testimonio de su divinidad, así también nosotros, movidos por el amor
a Jesús Eucaristía, el mismo y único Jesucristo por el cual San Blas dio su
vida, seamos capaces de dar testimonio de su divinidad y de su Presencia real
en el Santísimo Sacramento del altar, y así como él bendijo la garganta del
moribundo dándole la vida, así también nosotros bendigamos a Dios Uno y Trino y
a nuestro Salvador Jesucristo, con nuestras gargantas, nuestros corazones y
nuestras buenas obras, en el tiempo y en la eternidad.
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