Dentro de todos los dones y gracias sobrenaturales que
recibió Don Bosco de parte de Dios, uno de los más notables, fue el de recibir revelaciones
(privadas) a través de los sueños. De hecho, luego de ser recopiladas sus
obras, todo un capítulo de estas se conoce como “Los sueños de Don Bosco”. Sin embargo,
debido a la vivacidad de los sueños, a la precisión de los términos y conceptos,
diálogos e imágenes y a la conformación en un todo con la doctrina católica,
los así llamados “sueños” de Don Bosco, más que sueños propiamente, son
verdaderas revelaciones sobrenaturales. El sueño, por propia definición, se
caracteriza por ser, ante todo, irracional, ya que en el sueño, la imaginación
queda libre, sin el control de la razón. Nada de esto hay en los “sueños” de
Don Bosco, por lo que estos, en realidad, son verdaderas manifestaciones y
revelaciones sobrenaturales y no simples imaginaciones del santo.
Una de estas revelaciones, acaecidas en uno de sus sueños,
es la siguiente, relatada por él mismo en persona, y recopilada en sus “Memorias” [1]: “El
día 4 de abril don Bosco contó el siguiente sueño a todos los jóvenes reunidos
en el salón de estudio después de las oraciones de la noche: “Me encontraba
cerca de la puerta de mi habitación, y al salir miré a mi alrededor y me vi en
la iglesia, en medio de una muchedumbre tal de jóvenes, que el templo parecía
completamente abarrotado. Estaban allí los alumnos del Oratorio de Turín, los
de Lanzo, los de Mirabello y otros muchos a los cuales no conocía. No rezaban,
sino que parecía que se estaban preparando para confesar. Una cantidad inmensa
de ellos asediaba mi confesionario, esperándome, debajo del púlpito. Yo,
después de haber observado un poco, me puse a considerar cómo conseguiría
confesar a tantos muchachos. Pero después temí estar dormido, soñando, y, para
cerciorarme de que no lo estaba, comencé a palmotear y sentía el ruido; y, para
asegurarme aún más, alargué el brazo y toqué la pared, que está detrás de mi
pequeño confesionario. Seguro ya de que estaba despierto, me dije: -Ya que
estoy aquí, confesemos. Y comencé a confesar.
Pero
pronto, al ver a tantos jóvenes, me levanté para ver si había otros confesores
que me ayudasen; y, no encontrando ninguno, me dirigí a la sacristía en busca
de algún sacerdote que quisiese escuchar confesiones. Y he aquí que vi por una
parte y por otra a algunos jóvenes que llevaban al cuello una cuerda que les
apretaba la garganta. -¿Por qué tenéis esa cuerda al cuello? Quitáosla, les
dije. Pero no me respondían y se quedaban mirándome con fijeza. -Vamos, repetí
a alguno; quítate esa cuerda. El joven, al cual yo había dado esta orden, se
avino a ello, pero me dijo: -No me la puedo quitar; hay uno detrás que la sujeta.
Venga a ver. Volví entonces la mirada con mayor atención hacia aquella multitud
de muchachos y me pareció ver sobresalir por detrás de las espaldas de muchos
de ellos dos larguísimos cuernos. Me acerqué un poco más para ver mejor, y,
dando la vuelta por detrás del que tenía más cerca, vi un horrible animal, de
hocico monstruoso, forma de gatazo y largos cuernos, que apretaba aquel lazo.
La bestia aquella bajaba el hocico, lo escondía entre las patas delanteras, y
se encogía como para que no le viesen. Yo me dirigí a aquel joven víctima del
monstruo y a algunos otros preguntándoles sus nombres, pero no me quisieron
responder; al preguntarle a aquel feo animal se encogió aún más. Entonces dije
a un joven: -Mira, ve a la sacristía y dile al P. Merlone que te dé el acetre
del agua bendita. El muchacho volvió pronto con lo que yo le había pedido, pero
entre tanto yo había descubierto que cada uno de los jóvenes tenía a sus
espaldas un servidor tan poco agraciado como el primero y que, éste, también se
agazapaba. Yo temía estar aún dormido. Tomé entonces el hisopo y pregunté a uno
de aquellos gatazos: -Dime: ¿quién eres? El animal, que no dejaba de mirarme,
alargó el hocico, sacó la lengua y después se puso a rechinar los dientes como
en actitud de arrojarse sobre mí. -Dime inmediatamente qué es lo que haces aquí
¡bestia horrible! Ya puedes enfurecerte todo lo que quieras, que no te temo.
¿Ves? Con esta agua te voy a dar un buen baño. El monstruo siempre agazapado me
miraba; después comenzó a hacer contorsiones con el cuerpo de tal forma, que
las patas de atrás le llegaban a tocar los hombros por delante. Y de nuevo
quería arrojarse sobre mí. Al mirarlo detenidamente vi que tenía en la mano
varios lazos. -¡Vamos! Dime: ¿qué haces aquí? Y al decir esto, levanté el
hisopo. Hizo él unas contorsiones y quería huir. -No te escaparás, continué
diciendo; te ordeno que te quedes aquí. Lanzó una serie de gruñidos y me dijo: -¡Mira!
Y me enseñó los lazos. -Dime qué son esos tres lazos, añadí; ¿qué significan? -¿No
lo sabes? Desde aquí, me dijo, con estos tres lazos obligo a los jóvenes a que
se confiesen mal: de esta manera llevo conmigo a la perdición a la décima parte
del género humano. -¿Cómo? ¿De qué manera? -¡Oh! No te lo diré porque tú se lo
descubrirás. -¡Vamos! Quiero saber qué significan estos tres lazos. ¡Habla! De
lo contrario te echaré encima el agua bendita. -Por favor, envíame al infierno
pero no me eches esa agua. -En nombre de Jesucristo, pues. El monstruo,
contorsionándose espantosamente, respondió: -El primer modo con que aprieto
este lazo es haciendo callar a los jóvenes los pecados en la confesión. -¿Y el
segundo? -El segundo, incitándoles a que se confiesen sin dolor. -Y el tercero:
-El tercero no te lo quiero decir. -¿Cómo? ¿Que no me lo quieres decir?
Entonces te rociaré con agua bendita. -No; no hablaré; y comenzó a gritar
desaforadamente: ¿Es que no te basta? ¡Ya he dicho demasiado! Y tornó a
enfurecerse. -Quiero que me lo digas para comunicárselo a los Directores. Y
repitiendo la amenaza levanté el brazo. Entonces comenzó a despedir llamas por
sus ojos, después unas gotas de sangre y dijo: -El tercero es no hacer
propósito firme y no seguir los consejos del confesor. -¡Bestia horrible!, le
grité por segunda vez. Y mientras quería preguntarle otras cosas e intimarle a
que me descubriese la manera de remediar un mal tan grande y hacer vanas sus
artimañas, todos los otros horribles gatazos, que hasta entonces habían
procurado pasar desapercibidos, comenzaron a producir un sordo murmullo,
después prorrumpieron en lamentos y gritos contra el que había hablado
provocando una sublevación general. Yo, al contemplar aquella revuelta, y
convencido de que no sacaría ya ventaja alguna de aquellos animales, levanté el
hisopo y arrojando el agua bendita sobre el gatazo que había hablado, le dije: -¡Ahora,
vete! Y desapareció. Después eché agua bendita por todas partes. Entonces,
haciendo un grandísimo estrépito, todos aquellos monstruos se dieron a una
precipitada fuga, unos por una parte, otros por otra. Y al producirse aquel
ruido me desperté y me encontré en mi lecho. ¡Oh, queridos jóvenes, cuántos de
los que yo jamás habría sospechado, tenían el lazo al cuello y el gatazo a las
espaldas! Ya sabéis qué simbolizan esos tres lazos. El primero, que sujeta a
los jóvenes por el cuello, simboliza el callar
pecados en la confesión. El lazo les obliga a cerrar la boca para que no se
confiesen del todo: o bien para que digan de ciertos pecados que cometieron
cuatro veces que solamente incurrieron en ellos tres. El que tal hace, falta
contra la sinceridad de la misma manera que el que calla pecados. El segundo
lazo es la falta de dolor; y el
tercero la falta de propósito. Por
tanto, si queremos romper estos lazos y arrebatarlos de las manos del demonio,
confesemos todos nuestros pecados y procuremos sentir un verdadero dolor de
ellos y hagamos un firme propósito de obedecer al confesor. Aquel monstruo,
poco antes de montar en cólera, me dijo también: -Observa el fruto que los
jóvenes sacan de las confesiones. El fruto principal de ellas debe ser la
enmienda; si quieres conocer si yo tengo a los jóvenes sujetos con los lazos,
observa si se enmiendan o no. Debo añadir que quise también que el demonio me
dijera por qué se ponía detrás, a las espaldas de los jóvenes, y me respondió: -Para
que no me vean y poderlos arrastrar más fácilmente a mi reino. Pude comprobar
que eran muchísimos los que tenían a las espaldas aquellos monstruos, más de
los que yo hubiera sospechado. Dad a este sueño el alcance que queráis; lo
cierto es que he querido observar y comprobar si era cierto cuanto he soñado y
he sacado como consecuencia que se nos ofrece una verdadera realidad. Hagamos,
pues, una buena confesión y una santa comunión para vernos libres de estos
lazos del demonio. Mientras tanto mirad si, tiempo atrás, habéis cumplido las
condiciones necesarias para hacer una buena confesión: yo os encomendaré a
todos el domingo en la santa misa”.
En
esta revelación, tenida durante el sueño, Don Bosco nos previene acerca de cómo
la ligereza en la confesión sacramental acarrea graves daños para el alma,
pudiendo incluso ser causa de eterna condenación.
No
fue dada, sin embargo, esta revelación, para que alguien quede con escrúpulos,
sino, todo lo contrario, para que revisemos nuestras confesiones y nuestra vida
espiritual, y para que tomemos conciencia del valor del Sacramento de la
Penitencia, poniendo el acento en la contrición del corazón y en el propósito
de enmienda. El propósito de enmienda incluye el deseo de morir a la vida
física, terrenal, antes de cometer un pecado mortal o venial deliberado. La contrición
del corazón, a su vez, hace perfecta a la confesión, porque revela el dolor del
corazón, que se da cuenta, por un lado, de la maldad y fealdad extrema del
pecado y, por otro lado, se da cuenta de la hermosura de Amor Divino,
injustamente ofendido por la malicia del pecado. La contrición lleva al
propósito de enmienda y a cumplir la penitencia, y así el alma recibe las
gracias del Sacramento de la Penitencia, lo cual la hace crecer en santidad, y
de tal manera, que este sacramento puede llamarse “fábrica de santos”.
Éste
es el fin por el cual la Divina Providencia concedió a Don Bosco estas admirables
revelaciones durante sus sueños: para hacernos crecer en la santidad, que
quiere decir crecer en su Amor, por medio de santas confesiones.
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