Santa Escolástica, hermana de San Benito de Nursia, ingresó
a la vida religiosa, siguiendo los pasos de su hermano. Vivió recluida, hasta
su muerte, ocurrida en el año 547 –el día de su muerte, San Benito vio cómo su
alma se elevaba, en forma de paloma blanca[1], al cielo- en un convento
religioso ubicado en Montecassino, Italia. Al leer su biografía, el mundo no puede
apreciar la riqueza de la vida de santa Escolástica, porque el mundo todo lo ve
con la luz de la razón humana: una mujer joven, decide recluirse en un
convento, de por vida. El mundo no puede entender esta elección y por eso
considera, a santa Escolástica, y a todos los religiosos y consagrados en
general, como personas sin razón, o antisociales, que prefieren recluirse,
antes que “disfrutar” de los atractivos mundanos. Sin embargo, la vida de santa
Escolástica es inimaginablemente rica y dichosa, porque la reclusión en un
convento, indica la respuesta libre a un llamado, también libre y motivado por
el Amor, de parte de Dios. En esto último radica el sentido y la esencia de la
vida religiosa, y explica el porqué de la elección de una persona que, dejando
atrás al mundo y a sus atractivos, ingresa en la vida religiosa: es la
respuesta libre y movida por el amor, a una llamada divina, también libre y
también movida por el Amor. En otras palabras, el religioso no se “recluye” en
un convento, huyendo del mundo por su incapacidad para la vida social: el
religioso, el que elige la vida religiosa y consagrada, se “refugia” en el
convento –en la vida religiosa- para no solo estar “más tiempo” con un Dios,
que es Trinidad de Personas, que por Amor lo ha llamado, sino que consagra toda
su vida a ese Dios Trino, para estar, no solo “un poco más de tiempo”, sino todo
lo que le queda de su vida terrena, en compañía y diálogo de Amor con ese Dios
Trino que la ha elegido y llamado y para así continuar, por toda la eternidad,
con el diálogo de Amor con la Trinidad de las Divinas Personas.
Ahora bien, el mundo no entiende la vida religiosa, porque
no posee la luz de la fe, que capacita para comprender la felicidad que esta
encierra, y no la entiende, tanto más, cuanto que la vida religiosa implica
adoptar un estilo de vida que se encuentra en las antípodas del estilo de vida
mundano, puesto que el religioso se obliga a sí mismo, libremente, a vivir la
pobreza, la castidad y la obediencia. El mundo, por el contrario, exalta la
riqueza material, el desenfreno de las pasiones y la propia autonomía de la
razón como única guía a seguir, de manera que el principio mundano es: “Haz lo
que quieras”. El mundo no puede entender la vida religiosa, pero no solo el
mundo, sino hasta los mismos cristianos, sino reflexionan y profundizan sobre
esta, tampoco pueden entenderlo. Por eso, al conmemorar a Santa Escolástica, es
oportuno reflexionar en la grandeza de la vida religiosa, preguntándonos: ¿qué es
la vida religiosa y cuál es su fuente, para que almas, como Santa Escolástica,
se refugien en ella hasta el día de su muerte?
La
vida religiosa es imitación de Cristo, y como Cristo es Dios encarnado que vive
su perfección divina a través de su humanidad asumida, la vida religiosa, que
imita los actos de Cristo en su humanidad, es imitación del modo divino de
vivir la humanidad, es imitación del modo como Dios Encarnado vivió su propia
humanidad. Es vivir la humanidad al modo como la vivió la Persona del Verbo Eterno
del Padre cuando se encarnó en el tiempo.
El
valor de los actos virtuosos del religioso –actos de pobreza, de castidad y de
obediencia- está dado por el hecho de ser él personalmente quien los hace, pero
sobre todo por hacerlos animado y vivificado por el Espíritu de Cristo, en
Cristo y por Cristo.
A
la hermosura y al atractivo intrínseco que la pobreza, la castidad y la
obediencia tienen en sí, se les agrega una hermosura y un atractivo
sobrenatural, la hermosura y el atractivo del Ser divino, que viviéndolas y
practicándolas en su vida terrena, eligiéndolas para Él como modo de vivir su
vida humana, les concedió una belleza imposible siquiera de imaginar.
A
partir de la encarnación del Verbo, la pobreza, la castidad y la obediencia no
son más excelentes virtudes puramente humanas, son la expresión y la
manifestación, en actos virtuosos humanos, de la infinita perfección y belleza
del Ser divino.
Cuando
el religioso vive los votos, no sólo practica virtudes humanas excelentes, no
sólo imita externamente al Verbo en su paso por la tierra; se convierte en una
prolongación de la Presencia del Verbo entre los hombres; se hace signo
explícito de la Verdad eterna de Dios manifestada en Cristo. Los votos son por
esto mismo una manifestación y una puesta en acto del misterio de Cristo, que
mediante actos de los miembros predilectos de su Cuerpo, los religiosos,
esparce su santidad en el mundo, redimiéndolo, transformándolo, y
conduciéndolo, en el Espíritu, al Padre.
Y
si la vida religiosa es vivir la pobreza, la castidad y la obediencia, para
vivir y gozar de la riqueza y del amor de Dios, amándolo en Su voluntad, es
para el religioso la Eucaristía la fuente y el manantial mismo de su vida
religiosa, porque en su pobreza sensible la Eucaristía esconde la riqueza infinita
de la Persona divina del Verbo, y en su humilde obediencia renueva sobre el
altar el único sacrificio de la cruz, sacrificio por el cual el Verbo espira en
el alma su Espíritu de Amor divino.
Es esto lo que explica que almas, como Santa Escolástica,
abandonen el mundo y se refugien en la vida religiosa, hasta el día de su
muerte, que es el día de su ingreso en la bienaventuranza eterna.
[1] Según el relato de San Gregorio
Magno, Papa; en: Diálogos de San Gregorio
Magno, Libro 2, 33: PL 66, 194-196.
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