Antes de la Conmemoración de los Fieles Difuntos, la Santa
Iglesia celebra a los “santos”, es decir, a aquellos de sus hijos que han
entrado ya a participar en el Banquete festivo del Reino de los cielos, y es
una fiesta tan importante, que llama a esta fiesta: “Solemnidad”.
Pero,
¿quiénes son estos santos?
Los
santos son los descriptos en el Apocalipsis, los que han “lavado sus mantos con
la Sangre del Cordero”, los que han pasado grandes tribulaciones en sus vidas
terrenas, pero todas las tribulaciones las han sobrellevado abrazados a la cruz
y porque han estado abrazados a la cruz, han sido bañados y lavados con la
Sangre del Cordero: “Estos son los que vienen de la gran tribulación, y han
lavado sus vestiduras y las han emblanquecido en la sangre del Cordero” (7, 14)
y por eso han sido encontrados sin mancha alguna, puros e inmaculados, pero no
solo sin mancha alguna, sino revestidos “de toda gracia y perfección” (cfr. Ef 6, 10), porque sus almas estaban, al
momento de morir, como el alma de la Virgen María, “llena de gracia”, porque
además de hijos de Dios, son hijos de la Virgen, y sus almas resplandecen con
la gracia, a imitación de su Madre, la Llena de gracia (cfr. Lc 1, 28); los santos son los “siervos
buenos y fieles” (cfr. Mt 25, 21) que,
durante sus vidas terrenas, han configurado sus almas y sus corazones a
Jesucristo, el Hombre-Dios y así Dios Padre les ha granjeado la entrada a su
Casa, para que “pasen a gozar del Reino que les tenía prometido” (cfr. Mt 25, 21), porque ha visto en ellos una
copia y una imagen viviente de su Hijo Jesucristo y al verlos, ha visto en
ellos a su mismo Hijo y los ha hecho pasar a su Casa; los santos son los que vivieron
en esta vida terrena las Bienaventuranzas, y así merecieron ser llamados
“bienaventurados” (cfr. Mt 5, 3-12):
los santos son los que fueron “pobres de espíritu”, porque se reconocieron indigentes
y necesitados de la luz, de la paz, de la alegría, del Amor, de la fortaleza y
de la Sabiduría de Cristo Dios, y así se hicieron merecedores del Reino de los
cielos y por ese motivo en ellos se cumplió a la perfección la Bienaventuranza
de la pobreza espiritual: “Bienaventurados los pobres de
espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos”; los santos son los que
fueron “mansos y humildes de corazón” (cfr. Mt
11, 29), porque imitaron al Sagrado Corazón de Jesús, y así se hicieron
“herederos de la tierra nueva y de los cielos nuevos” y por eso en ellos se cumplió
a la perfección la Bienaventuranza de la mansedumbre del corazón, que los hizo
ser una imagen viviente del Sagrado Corazón de Jesús: “Bienaventurados los
mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra”; los santos son los que
“lloraron” con Jesús en el Huerto de Getsemaní y bebieron del cáliz de la
amargura del Hombre-Dios y así fueron consolados por el mismo Hombre-Dios en
Persona, en el Reino de los cielos, y por eso se cumplió en ellos a la
perfección la Bienaventuranza de los que lloran junto al Hombre-Dios: “Bienaventurados
los que lloran, porque ellos serán consolados”; los santos son los que en esta
vida no soportaron la injusticia de ver el Nombre Sacrosanto de Dios Uno y
Trino, olvidado, menospreciado, injuriado, vilipendiado, y tampoco soportaron
ver los innumerables ultrajes, las incontables ofensas, las increíbles
profanaciones cometidas contra el Santísimo Sacramento del Altar, la
Eucaristía, y es así que vivieron siempre con hambre y sed de justicia, porque
deseaban ardientemente ver restaurados el Santo Nombre de Dios y el culto
debido a la Santísima Eucaristía, y por eso merecieron ser saciados de su
hambre y sed de justicia, en el Reino de los cielos, cumpliéndose en ellos a la
perfección la Bienaventuranza de los que tienen hambre y sed de justicia: “Bienaventurados
los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados”; los
santos son los que obraron las obras de misericordia corporales y espirituales
para con sus prójimos más necesitados, porque veían en sus hermanos más
necesitados al mismo Cristo en Persona que inhabitaba en ellos, y por eso
Cristo los recompensó, según sus mismas palabras: “Lo que habéis hecho con uno
de estos pequeños, a Mí me lo habéis hecho”, y por haber obrado en su vida
terrena la misericordia con los más necesitados, los santos obtuvieron, a la
hora de su muerte, la Misericordia Divina, y así se cumplió en ellos a la
perfección la Bienaventuranza de la Misericordia, reservada para los que obran
la misericordia: “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán
misericordia”; los santos son los que conservaron sus cuerpos, sus mentes y sus
corazones, puros y limpios, en estado de gracia, porque tenían siempre presente
que el “cuerpo es templo del Espíritu Santo”, y por eso se guardaban muy bien
de no profanarlo, para no profanar a la Persona Tercera de la Trinidad, Dueña
de sus cuerpos en virtud del Sacramento del Bautismo; pero además, conservaban
en sus corazones la pureza del amor a Dios, desechando cualquier amor mundano y
profano y en sus mentes brillaba la brillantez inmaculada de la Sabiduría
Divina, por lo que detestaban con todas sus fuerzas el engaño, la mentira, el
error, la herejía, la falsedad, y toda clase de falsedad, porque amaban a la
Verdad Absoluta, la Verdad Encarnada, Jesucristo, y eran enemigos del Príncipe
de las tinieblas, el Padre de la mentira, el Demonio, con el cual no tenían
ningún tipo de trato, y por eso en ellos se cumplió a la perfección la
Bienaventuranza de la pureza del corazón, y así es como ahora contemplan a Dios
Trino, cara a cara, por toda la eternidad: “Bienaventurados los limpios de
corazón, porque ellos verán a Dios”; los santos son los que en esta vida
terrena buscaron siempre la paz, pero no la paz del mundo, que es la paz del
compromiso mundano a costa de renunciar a la Verdad; los santos buscaban la paz
de Dios, que es la paz de Cristo, la paz que sobreviene al alma al saberse
perdonada y amada por el Padre en Cristo Jesús, y la prueba de este perdón y
amor es la Sangre del Cordero derramada en la cruz, Sangre que contiene al
Espíritu Santo, el Amor de Dios; los santos amaban la paz de Dios, contenida en
la Sangre de Cristo, Sangre que sellaba el perdón y el Amor de Dios en sus
almas, pero a costa de ser incomprendidos por el mundo, y por eso se hicieron
merecedores de la Bienaventuranza de ser llamados “hijos de Dios”: “Bienaventurados
los que buscan la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios”; los santos
son los que siguieron al Cordero por el Camino Real de la Cruz, y por seguir al
Cordero, fueron perseguidos por el mundo, y así se hicieron merecedores de la
Bienaventuranza de ser perseguidos por causa de la justicia de Dios y se
hicieron dignos del Reino de los cielos: “Bienaventurados los perseguidos por
causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos”; los santos
son los que fueron injuriados, perseguidos y calumniados, por causa de
Jesucristo, así merecieron ser
recompensados grandemente, con la vida eterna en los cielos, y merecieron
alegrarse y regocijarse, con una alegría y regocijo sobrenaturales,
celestiales, que nada ni nadie les puede quitar, nunca jamás, porque es la
alegría y el regocijo que les transmite el mismo Jesús: “Bienaventurados seréis
cuando os injurien, os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra
vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa será
grande en los cielos”.
Los
santos son entonces aquellos en quienes se cumplieron a la perfección las
Bienaventuranzas proclamadas por Nuestro Señor en el Sermón de la Montaña, pero
son también aquellos en quienes se cumplió a la perfección la Nueva Bienaventuranza,
la Bienaventuranza proclamada por la Santa Madre Iglesia desde el Nuevo Monte
de las Bienaventuranzas, el Altar Eucarístico, por medio del sacerdote
ministerial, en la Santa Misa, una vez producido el milagro de la
Transubstanciación, cuando el sacerdote, ostentando la Eucaristía en alto, dice
al Nuevo Pueblo Elegido: “Felices–es decir, bienaventurados, dichosos, alegres,
benditos-, los invitados al banquete celestial -a la Mesa del Altar, al
Banquete Eucarístico”[1].
Por esto, los santos son los que se alimentaron de la Eucaristía y prefirieron
el Banquete Eucarístico antes que los banquetes de la tierra; los santos son
los que despreciaron los manjares de la tierra, como si fueran cenizas, porque
los más exquisitos manjares de la tierra, tenían para ellos sabor a cenizas, en
comparación con el manjar de los manjares, ofrecido por la Santa Madre Iglesia
en el Banquete Dominical: la Carne del Cordero, asada en el Fuego del Espíritu
Santo, el Pan Vivo bajado del cielo y el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, la Sagrada Eucaristía; los santos
son los que prefirieron morir, literalmente hablando, antes que cometer un
pecado mortal o venial deliberado, tomando al pie de la letra lo que decían a
Jesucristo, oculto en el sacerdote ministerial, al recitar la fórmula de la
confesión sacramental: “…antes querría haber muerto que haberos ofendido”, porque sabían bien que el pecado
mortal o el venial deliberado los privaba, en mayor y en menor medida,
respectivamente, de la unión sacramental con el Amor Divino Encarnado,
Jesucristo, y por no privarse de la unión sacramental con el Amor de los
amores, preferían literalmente la muerte, antes que pecar mortalmente o con un
pecado venial deliberado; los santos fueron los que entraron al Reino de Dios
por la “Puerta Estrecha” (Lc 13,
22-30), que es la Santa Cruz de Jesús; son los que se esforzaron por cumplir
los Mandamientos de Jesús, dictados desde la cruz, movidos por el amor a Jesús
que brotaba de un corazón contrito y humillado, y no por el deseo del cielo, ni
por el temor al infierno, y es por eso que el amor con el que amaron a Jesús
fue un amor perfecto, porque no los movía ni las delicias del cielo, ni los
dolores del infierno, sino el amor puro y ardiente a Jesús crucificado.
Estos son los santos, a los cuales celebra la Santa Iglesia
Católica, y a los cuales nos propone para que los imitemos: son los que amaron
a la gracia santificante y a la Eucaristía, más que a la propia vida, y por eso
mismo, ahora son bienaventurados, es decir, dichosos, alegres, felices, por
toda la eternidad.
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