San Carlos Borromeo se caracterizó por ser uno de los principales promotores del Concilio de
Trento y por intentar llevar a la práctica las importantes reformas allí
surgidas[1].
Se
le confió la supervisión de la publicación del Catecismo del Concilio de Trento
y la reforma de los libros litúrgicos y de la música sagrada; él fue quien
encomendó a Palestrina la composición de la Missa
Papae Maecelli[2].
Convocó a un sínodo, cuyas decisiones sobre la observancia de los decretos del
Concilio de Trento, sobre la disciplina y la formación del Clero, sobre la
celebración de los divinos oficios, sobre la administración de los sacramentos,
sobre la enseñanza dominical del catecismo y sobre muchos otros puntos, que fueron
tan acertado que el Papa escribió a San Carlos para felicitarlo[3].
En
la diócesis de Milán, de la cual era su Arzobispo, se conocía mal la religión y
se la comprendía aún menos; las prácticas religiosas estaban contaminadas por
la superstición y profanadas por los abusos. La gran mayoría de los bautizados
habían abandonado los sacramentos, ya sea porque muchos sacerdotes apenas
sabían cómo administrarlos y poco les importaba su correcta administración, o
porque eran ignorantes o porque llevaban una vida no acorde a su dignidad
sacerdotal. Además, los monasterios eran un completo desorden. En esa caótica situación,
San Carlos Borromeo convocó concilios provinciales y sínodos diocesanos y
aplicó progresivamente las medidas necesarias para la reforma del clero y del
pueblo, las cuales fueron tan sabias y acertadas, que todavía hoy se las consideran
como un modelo y se las estudian para aplicarlas. San Carlos fue uno de los
hombres más eminentes en teología pastoral que Dios enviara a su Iglesia para
remediar los desórdenes producidos por la decadencia espiritual y por los excesos
de los reformadores protestantes[4].
Empleando por una parte la ternura paternal y las ardientes exhortaciones y,
poniendo rigurosamente en práctica, por la otra, los decretos de los sínodos,
sin distinción de personas, ni clases, ni privilegios, doblegó poco a poco a
los obstinados y llegó a vencer dificultades que habrían desalentado aun a los
más valientes[5].
Además,
se caracterizó por su gran humildad, por su caridad, por su atención hacia los
más necesitados y por vivir pobremente, a pesar de contar con grandes recursos
económicos, debido a su alta condición jerárquica –era Arzobispo-; el motivo de
su pobreza era que no utilizaba el dinero para sí mismo, sino para obras de
caridad para los indigentes.
De
toda la inmensa obra de San Carlos Borromeo, destacamos dos obras: la
publicación del Catecismo y la Reforma de los libros litúrgicos, porque ambos constituyen
el núcleo o el corazón, por así decirlo, de la vida espiritual del cristiano
(en nuestros días, obviamente, se trata del Catecismo de la Iglesia Católica,
aprobado por el Santo Padre Juan Pablo II, y el Misal de Pablo VI). Por el Catecismo,
el cristiano conoce las Verdades de la Fe, reveladas por Jesucristo, y sin
estas verdades, es imposible acceder a la salvación; por la reforma de los libros litúrgicos,
principalmente, los de la Santa Misa, el cristiano tiene acceso a la Santa
Misa, que es la renovación incruenta del Santo Sacrificio de la Cruz, porque la
Santa Misa es la renovación incruenta del Santo Sacrificio de la Cruz, y por
eso uno de sus nombres es el de “Santo Sacrificio del Altar”, y al tener acceso
al Santo Sacrificio de la Cruz, tiene acceso a la Fuente misma de la salvación,
el Sagrado Corazón de Jesús.
Hoy,
como en tiempos de San Carlos Borromeo, se presentan tiempos similares, y si no
más oscuros todavía, porque la religión católica, o se la conoce poco, o se la
conoce mal, o si se la conoce, se la abandona masivamente, ya sea en la apostasía
masiva, silenciosa, que se da de facto, en las grandes masas que domingo a
domingo desertan de la Santa Misa por espectáculos deportivos o de cualquier
clase, o por masas un poco más restringidas, más ideologizadas, pero que igualmente
la abandonan, como las que conforman los movimientos de apostasía organizados,
para los que cuentan con páginas web[6],
personería legal y jurídica, etc.; además, muchos en el clero, al igual que en
tiempos de San Carlos Borromeo, no conocen o conocen mal los sacramentos, y los
administran peor aún. Es por estos motivos que la Santa Iglesia necesita de
otros tantos San Carlos Borromeos –ya sean arzobispos, obispos, sacerdotes,
religiosas, laicos- que, iluminados por el Espíritu Santo, emprendan una
silenciosa y fructífera tarea de catequizar y de salvar almas para el Reino de
los cielos.
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