Los
santos Simón y Judas fueron elegidos por Jesús para que fueran Apóstoles de su
Iglesia; tuvieron la dicha de formar el grupo selecto de amigos que compartió
con Jesús la Última Cena y, si bien defeccionaron brevemente en la durísima
prueba que significó para todos los Apóstoles la Pasión de Jesús, pues al igual
que todos los demás Apóstoles, huyeron a causa del miedo cuando los romanos
apresaron a Jesús, sin embargo repararon largamente esta defección, al donar
sus vidas martirialmente por Jesús, años más tarde. Según la Tradición, a San
Simón lo mataron aserrándolo por la mitad del cuerpo y a San Judas Tadeo lo decapitaron y por ese motivo es representado con un hacha en la mano. La
Iglesia de Occidente los celebra juntos[1],
aunque la Iglesia de Oriente los celebra por separado.
Simón
es “el Zelote” para distinguirlo de Simón Pedro, el príncipe del Colegio
Apostólico; Judas es llamado “Tadeo” para distinguirlo de Judas “el traidor”; San
Juan le llama expresamente “Judas, no el Iscariote”.
Además de esto, es poco lo que se sabe de estos santos
Apóstoles.
Con
respecto a San Simón, es, de todos los Apóstoles, el menos conocido. Se sabe
que pertenecía al partido hebreo religioso de los zelotes, caracterizados por
su fidelidad a la ley mosaica y por su férrea oposición a la dominación romana
y a sus costumbres paganas[2].
Los zelotes, partido al que pertenecía el Apóstol San Simón, esperaban a un
mesías, que sería el Libertador de Israel; este Libertador al que ellos
esperaban con ansias, era el anunciado por los profetas, por lo que escrutaban
las Escrituras y los profetas y eran grandes conocedores de las mismas, ya que
esperaban al Mesías que allí se anunciaba. Sin embargo, en los zelotes, el
Mesías esperado es más bien de orden terrenal y nacional (en esto consistía su error, en que el Mesías que esperaban era de orden terrenal, político y nacional), y por eso la tensión
se orienta hacia lo político y terreno, y es lo que hace que se desencadene lo
que se conoce como “guerras judías”[3].
San Simón pertenece a este partido religioso-político hebreo, en donde el
nacionalismo se mezcla con lo político y lo religioso y en donde la espera del
Mesías se orienta hacia un horizonte más bien terreno. Es en estas
circunstancias, en donde se da su conversión hacia el verdadero y Único Mesías,
Jesucristo, el Hombre-Dios (Hech 21,
20).
Según la Tradición, luego de su conversión, predicó la
doctrina evangélica en Egipto, luego en Mesopotamia y después en Persia, ya en
compañía de San Judas. En la lista de los apóstoles aparece ya al final, junto
a su compañero San Judas (cfr. Mt 10,
3-4; Mc 3, 16, 19; Lc 6,13; Hch 1,13).
Con
respecto a San Judas, de él los Evangelios registran solamente una
intervención, y es durante la Última Cena, en el marco del mandamiento muevo de
Jesús[4];
apenas finaliza Jesús de dar su mandamiento nuevo, interviene San Judas,
diciendo: “Señor, ¿cómo ha de ser esto, que te has de mostrar a nosotros, y no
al mundo?” (Jn 14, 22). En su
pregunta hay ya un ardor apostólico y un deseo por dar a conocer a los demás el
Amor de Jesús: si Jesús se da a conocer a ellos, San Judas quiere que se dé a
conocer también a todos los hombres: es el deseo de quien verdaderamente conoce
y ama al Sagrado Corazón, porque quien lo conoce y lo ama, no descansa hasta
que no lo hace conocer y amar por todos sus hermanos.
¿Cómo fue el martirio de ambos Apóstoles?
¿Cómo fue el martirio de ambos Apóstoles?
Según
la tradición, recogida en los martirologios romanos, el de Beda y Adón, y a
través de San Jerónimo y San Isidoro, nos dicen que San Simón y San Judas
fueron martirizados en Persia[5],
en la ciudad de Suamir, cuyos templos estaban repletos de ídolos. En ese lugar fueron hechos prisioneros los santos
apóstoles. Simón fue conducido al templo del Sol y Judas al de
la Luna, para que los adoraran, pero ante la presencia de los Santos Apóstoles
los ídolos se derrumbaron estrepitosamente y de sus figuras desmoronadas
salieron, dando gritos de odio, los demonios. Esto concuerda con lo que dice
San Pablo: “Los ídolos de los gentiles son demonios” (cfr. 1 Cor 10, 19-21). Al ver esto, los sacerdotes paganos se volvieron
contra los apóstoles y los martirizaron. Entonces, el cielo, que se encontraba en esos momentos, sereno y despejado, se cubrió repentinamente de oscuras y densas nubes, que desencadenaron una gran
tempestad, la cual provocó la muerte de muchos de los presentes. El rey, que ya
se había convertido al cristianismo por la predicación de los santos apóstoles,
levantó un templo majestuoso, donde reposaron sus cuerpos hasta que fueron
trasladados a la iglesia de San Pedro de Roma[6].
Al conmemorar a los santos apóstoles en su fiesta, podemos pedirles las siguientes gracias: a Simón, el zelote, que cambió la pasión de una causa terrena por el amor al
Mesías verdadero, el Hombre-Dios Jesucristo, al punto de dar la vida y derramar
su sangre por él, le pedimos que interceda por nosotros, para que tengamos
siempre presente que esta vida terrena es finita y se termina pronto y que nos
espera una eternidad de felicidad si somos fieles a la gracia y al Amor de
Jesucristo; a San Judas, que movido por la caridad ardiente hacia el prójimo,
le pidió a Jesús que también se manifestara a los demás (cfr. Jn 14, 22), y como prueba de su amor a
Jesús, no se quedó en la pregunta, sino que ofreció a Jesús, para que a través
suyo, Jesús se manifestara “al mundo” –porque la sangre derramada de los
mártires es semilla de nuevos cristianos y por lo tanto es manifestación del
Espíritu de Cristo a través del mártir-, le pedimos que interceda para que
también Jesús se manifieste “al mundo” a través nuestro, y así le decimos a Jesús,
por intermedio de San Judas: “Jesús, que seas carne en mi carne, sangre en mi
sangre, alma en mi alma, para que todo aquel que me vea, Te vea, y todo aquel que
me oiga, Te oiga. Amén”.
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