En el Evangelio se describe que cuando el soldado romano traspasó el costado de Jesús de Nazareth, estando éste ya muerto y suspendido en la cruz, de
inmediato brotó Sangre y Agua, que al derramarse sobre el soldado, lo hicieron exclamar: “¡Verdaderamente,
este era el Hijo de Dios!” (Mc 15, 39).
¿Cómo puede ser que el exudado sanguíneo y la sangre fresca de un hombre que
acaba de morir en la cruz, que caen sobre el rostro de un soldado romano pagano,
despierten en el soldado un sentimiento religioso que se encuentra en las antípodas de
su paganismo, esto es, el cristianismo, puesto que reconoce en ese hombre
muerto crucificado al Hijo de Dios, Jesucristo?
Lo que explica lo sucedido es que el exudado y la
sangre fresca que brotan del corazón traspasado por la lanza son el Agua y la
Sangre que brotan del Sagrado Corazón del Hombre-Dios Jesucristo y por lo
tanto, contienen y transportan, en sí mismos, al Espíritu Santo, porque Jesús,
en cuanto Hombre y en cuanto Dios, espira, junto al Padre, al Espíritu Santo, y
así como en la eternidad, Él espira, junto al Padre, al Espíritu Santo, así
también la efusión de Sangre de su Sagrado Corazón, en el tiempo, es la prolongación,
continuación y actualización ad extra
de esa espiración ad intra del
Espíritu en la Trinidad. En otras palabras, el Padre y el Hijo espiran mutuamente
el Espíritu Santo y esa espiración se continúa y prolonga en la efusión de
Sangre y Agua del Corazón traspasado de Jesús por la lanza en el Calvario, y es
lo que explica que todo aquel sobre el cual caiga la Sangre y sea bañado por
esta, su alma se vea purificada por la gracia santificante y su corazón sea
colmado por el Amor de Dios, como le sucedió Longinos, el soldado romano que
traspasó con su lanza al Sagrado Corazón.
“¡Verdaderamente, este era el Hijo de Dios!”. En todo aquel
que bebe del cáliz de la Santa Misa, se derrama sobre su alma la Sangre y el
Agua del Sagrado Corazón de Jesús, que contiene el Espíritu Santo, el cual obra
la obra de santificación que obró en San Longinos, llevándolo a reconocer en
Jesús al Hijo de Dios: convirtió su cuerpo en templo de Dios, purificó su alma
con la gracia santificante y colmó su corazón con el Amor del Espíritu Santo,
haciéndolo exclamar, en un éxtasis de amor a Cristo crucificado: “¡Verdaderamente,
éste es el Hijo de Dios!”.
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