“En este
difícil tiempo, para ser victorioso se debe permanecer firme usando toda
nuestra fuerza y habilidades como valientes soldados completamente armados en
el campo de batalla”. Es el texto de una de una carta encontrada entre las
pertenencias del sacerdote coreano San Andrés Kim Taegon, decapitado a los 26 años.
Esa carta
conserva toda su actualidad, desde el momento en que ha sido escrita por un
mártir, y desde el momento en que es el Espíritu Santo quien asiste, ilumina e
inspira a todo mártir que muere en nombre de Cristo. El Padre Andrés habla de “difícil
tiempo”, ya en el año 1814, época en la cual todavía no se había exaltado la
contra-natura a rango de derecho humano, ni se osaba destruir la familia
tradicional, reemplazándola por toda clase de uniones anti-naturales, ni se
había autorizado por ley el asesinato de los niños por nacer, ni tampoco se
hablaba de una iniciación luciferina planetaria, preparada en nuestros días por
películas que ensalzan el ocultismo y la magia negra.
Por lo
tanto, si los tiempos de los mártires coreanos eran difíciles, mucho más lo son
nuestros tiempos actuales.
Pero
el P. Andrés no se detiene en la mera consideración de los tiempos difíciles; ante
todo, habla de la victoria que se avecina, y que está al alcance de la mano: “para
ser victorioso se debe permanecer firme usando toda nuestra fuerza y
habilidades”, para lo cual debemos alistarnos en la batalla como valientes
soldados fuertemente armados: “como valientes soldados completamente armados en
el campo de batalla”.
Como en los tiempos del P. Andrés, también nosotros nos encontramos inmersos en una batalla, la misma batalla de la que habla el P. Andrés: la batalla que libramos es la continuación de la iniciada en los cielos, entre los ángeles de luz y los ángeles rebeldes y apóstatas, comandados por Satanás; es una batalla que, ganada en el cielo por los ángeles de Dios, la continúa librando en la tierra hasta el fin de los tiempos la Iglesia Católica; es una batalla que se libra con armas, aunque son muy distintas, según el ejército que se trate: mientras que las armas del demonio son la mentira, la calumnia, la soberbia, la auto-suficiencia y la impiedad, las armas de los hijos de Dios son la humildad, la caridad, el Santo Rosario, el Escapulario, la Santa Misa y la Confesión sacramental; es una batalla que se libra en un campo de batalla, y el campo de batalla es el corazón de cada hombre; es una batalla en la que se enfrentan dos ejércitos, y los ejércitos que se enfrentan son, por un lado, los que aman a Jesucristo, los ángeles de luz y los hombres de buena voluntad, y por otro, los ángeles caídos y los hombres pervertidos que adoran a Lucifer; es una batalla en la que se enarbolan al viento los estandartes, y los estandartes que identifican estos ejércitos son la negra y siniestra bandera de Lucifer, de un lado, y el estandarte ensangrentado de la Cruz y la Bandera celeste y blanca de la Inmaculada, del otro.
Como en los tiempos del P. Andrés, también nosotros nos encontramos inmersos en una batalla, la misma batalla de la que habla el P. Andrés: la batalla que libramos es la continuación de la iniciada en los cielos, entre los ángeles de luz y los ángeles rebeldes y apóstatas, comandados por Satanás; es una batalla que, ganada en el cielo por los ángeles de Dios, la continúa librando en la tierra hasta el fin de los tiempos la Iglesia Católica; es una batalla que se libra con armas, aunque son muy distintas, según el ejército que se trate: mientras que las armas del demonio son la mentira, la calumnia, la soberbia, la auto-suficiencia y la impiedad, las armas de los hijos de Dios son la humildad, la caridad, el Santo Rosario, el Escapulario, la Santa Misa y la Confesión sacramental; es una batalla que se libra en un campo de batalla, y el campo de batalla es el corazón de cada hombre; es una batalla en la que se enfrentan dos ejércitos, y los ejércitos que se enfrentan son, por un lado, los que aman a Jesucristo, los ángeles de luz y los hombres de buena voluntad, y por otro, los ángeles caídos y los hombres pervertidos que adoran a Lucifer; es una batalla en la que se enarbolan al viento los estandartes, y los estandartes que identifican estos ejércitos son la negra y siniestra bandera de Lucifer, de un lado, y el estandarte ensangrentado de la Cruz y la Bandera celeste y blanca de la Inmaculada, del otro.
Que el
ejemplo de Andrés Kim Taegon y compañeros mártires nos estimule a “combatir el
buen combate hasta el fin” (1 Tim 6,
12), a dar testimonio de Cristo en nuestros más que difíciles tiempos, para recibir, en la otra vida, el premio inmerecido, la feliz
contemplación de la Trinidad por la eternidad.
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