San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

martes, 25 de septiembre de 2012

San Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei


26 de junio


            Vida y milagros de San Josemaría Escrivá[1],[2]
            Nació en Barbastro (Huesca, España) el 9 de enero de 1902 y falleció en Roma el 26 de junio de 1975. Sus padres se llamaban José y Dolores. Tuvo cinco hermanos: Carmen (1899-1957), Santiago (1919-1994) y otras tres hermanas menores que él, que murieron cuando eran niñas. El matrimonio Escrivá dio a sus hijos una profunda educación cristiana. En 1915 la familia se trasladó a Logroño, en donde San Josemaría decide ingresar al seminario para cumplir su vocación sacerdotal, la cual surge luego de ver las huellas en la nieve de los pies descalzos de un religioso. Paralelamente, estudia también la carrera civil de Derecho como alumno libre en la Universidad de Zaragoza. Obtendrá el doctorado en Derecho años más tarde.
Es ordenado sacerdote el 28 de marzo de 1925, comenzando a ejercer su ministerio en una parroquia rural.
            El 2 de octubre de 1928, estando en Madrid, Dios le hace ver lo que espera de él, y funda el Opus Dei, comenzando a trabajar desde ese día con todas sus fuerzas en el desarrollo de la fundación que Dios le pide. Simultáneamente, desarrolla un intenso apostolado en hospitales y barriadas populares de Madrid.
            En 1936 estalla la guerra civil con la consiguiente persecución relgiosa, lo que obliga a San Josemaría a refugiarse en diversos lugares, aunque no por esto deja de ejercer, si bien clandestinamente, su ministerio sacerdotal. Finalmente, logra salir de Madrid y, pasando por el sur de Francia, se dirige a Burgos.
En 1946 fija su residencia en Roma. Obtiene el doctorado en Teología por la Universidad Lateranense. Es nombrado consultor de dos Congregaciones vaticanas, miembro honorario de la Pontificia Academia de Teología y prelado de honor de Su Santidad. Sigue con atención los preparativos y las sesiones del Concilio Vaticano II (1962-1965), y mantiene un trato intenso con muchos de los padres conciliares. 
Desde Roma viaja en numerosas ocasiones a distintos países de Europa, para impulsar el establecimiento y la consolidación del trabajo apostólico del Opus Dei. Con el mismo objeto, entre 1970 y 1975 hace largos viajes por México, la Península Ibérica, América del Sur y Guatemala, donde además tiene reuniones de catequesis con grupos numerosos de hombres y mujeres.  
Fallece en Roma el 26 de junio de 1975. Varios miles de personas, entre ellas numerosos obispos de distintos países —en conjunto, un tercio del episcopado mundial—, solicitan a la Santa Sede la apertura de su causa de canonización.
El 17 de mayo de 1992, Juan Pablo II beatifica a Josemaría Escrivá de Balaguer, “el santo de lo ordinario”. Lo proclama santo diez años después, el 6 de octubre de 2002, en la plaza de San Pedro, en Roma, ante una gran multitud. “Siguiendo sus huellas”, dijo en esa ocasión el Papa en su homilía, “difundid en la sociedad, sin distinción de raza, clase, cultura o edad, la conciencia de que todos estamos llamados a la santidad”.

Mensaje de santidad de San Josemaría Escrivá
En una época marcada por el materialismo y la negación y la expulsión de Dios no solo de todos los ámbitos del quehacer del hombre, sino ante todo de su propio interior y de su propia conciencia, el mensaje que nos deja San Josemaría es que todos estamos llamados a la santidad, es decir, todos estamos llamados a vivir de Dios, en Dios, por Dios y para Dios. En otras palabras, mientras el mundo dice: “Dios no existe”, San Josemaría nos dice: “Dios existe, y nos llama a todos a ser santos como Él es santo”.
Para San Josemaría, no están llamados a ser santos solo los clérigos, los religiosos, o los monjes que pasan las veinticuatro horas del día en un convento: ellos, y todos los hombres, no importa su raza, su edad, su condición social; todos estamos llamados a vivir de la gracia divina, que es lo que nos hace santos: “Pero no me perdáis de vista que el santo no nace: se forja en el continuo juego de la gracia divina y de la correspondencia humana”.
El mensaje de San Josemaría es que todos estamos llamados a la santidad. ¿Y cómo vivir esa santidad?
Aquí viene el otro mensaje de San Josemaría: por medio del trabajo cotidiano. El trabajo se vuelve ya no una actividad que se contrapone a la oración, sino que se convierte en oración y sacrificio ofrecidos a Dios, y como es oración y sacrificio, por el trabajo viene la santidad.
Por supuesto que, como a Dios no se puede ofrecer algo mal hecho, para que el trabajo sea ámbito y materia de santificación para el cristiano, tiene que estar hecho con la máxima perfección posible: “Por eso te digo que, si deseas portarte como un cristiano consecuente (...), has de poner un cuidado extremo en los detalles más nimios, porque la santidad que Nuestro Señor te exige se alcanza cumpliendo con amor de Dios el trabajo, las obligaciones de cada día, que casi siempre se componen de realidades menudas” (Amigos de Dios, n. 7).
Nos dice entonces San Josemaría que tenemos que santificarnos todos, en el trabajo cotidiano, y con el trabajo hecho con la mayor perfección posible, lo cual, a su vez, es lo Jesús nos pide en el Evangelio: “Sed perfectos, porque mi Padre es perfecto”.
No es un pecado hacer bien las cosas o, todavía más, hacerlas “perfectas”, porque Jesús quiere que seamos perfectos, como Él lo es. Lo malo es ensoberbecernos a causa de esa obra bien hecha. Para evitar esto, ofrecer la obra “perfecta” a la Virgen María consagrándonos a Ella, como lo hacía San Josemaría todos los días de su vida.

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