26
de junio
Nació en Barbastro (Huesca, España) el 9 de
enero de 1902 y falleció en Roma el 26 de junio de 1975. Sus padres se llamaban
José y Dolores. Tuvo cinco hermanos: Carmen (1899-1957), Santiago (1919-1994) y
otras tres hermanas menores que él, que murieron cuando eran niñas. El
matrimonio Escrivá dio a sus hijos una profunda educación cristiana. En 1915 la
familia se trasladó a Logroño, en donde San Josemaría decide ingresar al
seminario para cumplir su vocación sacerdotal, la cual surge luego de ver las
huellas en la nieve de los pies descalzos de un religioso. Paralelamente,
estudia también la carrera civil de Derecho como alumno libre en la Universidad de
Zaragoza. Obtendrá el doctorado en Derecho años más tarde.
Es ordenado
sacerdote el 28 de marzo de 1925, comenzando a ejercer su ministerio en una
parroquia rural.
El
2 de octubre de 1928, estando en Madrid, Dios le hace ver lo que espera de él,
y funda el Opus Dei, comenzando a trabajar desde ese día con todas sus fuerzas
en el desarrollo de la fundación que Dios le pide. Simultáneamente, desarrolla
un intenso apostolado en hospitales y barriadas populares de Madrid.
En
1936 estalla la guerra civil con la consiguiente persecución relgiosa, lo que
obliga a San Josemaría a refugiarse en diversos lugares, aunque no por esto
deja de ejercer, si bien clandestinamente, su ministerio sacerdotal.
Finalmente, logra salir de Madrid y, pasando por el sur de Francia, se dirige a
Burgos.
En 1946 fija su
residencia en Roma. Obtiene el doctorado en Teología por la Universidad Lateranense.
Es nombrado consultor de dos Congregaciones vaticanas, miembro honorario de la Pontificia Academia
de Teología y prelado de honor de Su Santidad. Sigue con atención los
preparativos y las sesiones del Concilio Vaticano II (1962-1965), y mantiene un
trato intenso con muchos de los padres conciliares.
Desde Roma viaja en
numerosas ocasiones a distintos países de Europa, para impulsar el
establecimiento y la consolidación del trabajo apostólico del Opus Dei. Con el
mismo objeto, entre 1970 y 1975 hace largos viajes por México, la Península Ibérica ,
América del Sur y Guatemala, donde además tiene reuniones de catequesis con
grupos numerosos de hombres y mujeres.
Fallece en Roma el
26 de junio de 1975. Varios miles de personas, entre ellas numerosos obispos de
distintos países —en conjunto, un tercio del episcopado mundial—, solicitan a la Santa Sede la apertura
de su causa de canonización.
El 17 de mayo de
1992, Juan Pablo II beatifica a Josemaría Escrivá de Balaguer, “el santo de lo
ordinario”. Lo proclama santo diez años después, el 6 de octubre de 2002, en la
plaza de San Pedro, en Roma, ante una gran multitud. “Siguiendo sus huellas”,
dijo en esa ocasión el Papa en su homilía, “difundid en la sociedad, sin
distinción de raza, clase, cultura o edad, la conciencia de que todos estamos
llamados a la santidad”.
Mensaje de santidad de San Josemaría
Escrivá
En una época marcada
por el materialismo y la negación y la expulsión de Dios no solo de todos los
ámbitos del quehacer del hombre, sino ante todo de su propio interior y de su
propia conciencia, el mensaje que nos deja San Josemaría es que todos estamos
llamados a la santidad, es decir, todos estamos llamados a vivir de Dios, en
Dios, por Dios y para Dios. En otras palabras, mientras el mundo dice: “Dios no
existe”, San Josemaría nos dice: “Dios existe, y nos llama a todos a ser santos
como Él es santo”.
Para San Josemaría, no están llamados a ser
santos solo los clérigos, los religiosos, o los monjes que pasan las
veinticuatro horas del día en un convento: ellos, y todos los hombres, no
importa su raza, su edad, su condición social; todos estamos llamados a vivir
de la gracia divina, que es lo que nos hace santos: “Pero no me perdáis de
vista que el santo no nace: se forja en el continuo juego de la gracia divina y
de la correspondencia humana”.
El mensaje de San
Josemaría es que todos estamos llamados a la santidad. ¿Y cómo vivir esa
santidad?
Aquí viene el otro
mensaje de San Josemaría: por medio del trabajo cotidiano. El trabajo se vuelve
ya no una actividad que se contrapone a la oración, sino que se convierte en
oración y sacrificio ofrecidos a Dios, y como es oración y sacrificio, por el
trabajo viene la santidad.
Por supuesto que,
como a Dios no se puede ofrecer algo mal hecho, para que el trabajo sea ámbito
y materia de santificación para el cristiano, tiene que estar hecho con la máxima
perfección posible: “Por eso te digo que, si deseas portarte como un cristiano
consecuente (...), has de poner un cuidado extremo en los detalles más nimios,
porque la santidad que Nuestro Señor te exige se alcanza cumpliendo con amor de
Dios el trabajo, las obligaciones de cada día, que casi siempre se componen de
realidades menudas” (Amigos de Dios,
n. 7).
Nos dice entonces
San Josemaría que tenemos que santificarnos todos, en el trabajo cotidiano, y
con el trabajo hecho con la mayor perfección posible, lo cual, a su vez, es lo
Jesús nos pide en el Evangelio: “Sed perfectos, porque mi Padre es perfecto”.
No es un pecado
hacer bien las cosas o, todavía más, hacerlas “perfectas”, porque Jesús quiere
que seamos perfectos, como Él lo es. Lo malo es ensoberbecernos a causa de esa
obra bien hecha. Para evitar esto, ofrecer la obra “perfecta” a la Virgen María consagrándonos a
Ella, como lo hacía San Josemaría todos los días de su vida.
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