San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial

San Miguel Arcángel, Príncipe de la Milicia celestial
"San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale, Dios, pedimos suplicantes, y tú, Príncipe de la Milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder, a Satanás y a los demás espíritus malignos, que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén".

viernes, 7 de septiembre de 2012

El Sagrado Corazón y su dolor



         En una de las apariciones a Santa Margarita –llamada “Tercera Gran Revelación” del año 1674-, Jesús le dice que vaya a hacer adoración eucarística los jueves a la noche, entre las 10 y las 11 de la noche. Si alguien no está enterado de la totalidad de los mensajes, y si viera solo la imagen del Sagrado Corazón, teniendo en cuenta que Jesús en el sagrario está con su Cuerpo resucitado, glorioso, impasible, y por lo tanto no puede sufrir, uno podría creer que Jesús llama a Santa Margarita frente al sagrario para comunicarle su alegría de resucitado, su gozo inefable, su paz, su inmensa dicha.
         Sin embargo, Jesús no la llama para comunicarle su alegría, sino su tristeza, aunque, considerando las palabras de Jesús, “tristeza” no alcanza a reflejar el abismo de dolor y de amargura en el que su Corazón está sumergido. Dice así Jesús: “Comulgarás todos los primeros viernes de cada mes.
   Todas las noches del jueves al viernes haré que participes de aquella mortal tristeza que Yo quise sentir en el huerto de los Olivos; tristeza que te reducirá a una especie de agonía más difícil de sufrir que la muerte. Para acompañarme en la humilde oración que hice entonces a mi Padre en medio de todas mis congojas, te levantaré de once a doce de la noche para postrarte durante una hora conmigo, el rostro en el suelo…”.
Como vemos, el estado de ánimo que Jesús experimentó en el Huerto de los Olivos, y que es el que quiere comunicar a Santa Margarita, no es para nada el de la alegría y el gozo, sino el de la tristeza, una tristeza tan profunda, que la hará sumergir en agonía, una agonía más dura y difícil de sufrir que la misma muerte.
Si Jesús ya no sufre, porque está en la gloria, y en la Eucaristía está con su Cuerpo glorioso, ¿por qué tanto dolor en Jesús? ¿Es eso lo que Jesús quiere comunicarnos desde el sagrario? ¿Qué es lo que causa tanto dolor en Jesús, al punto de llevarlo a una agonía más dura que la misma muerte?
Ante todo, si bien es cierto que Jesús ya no sufre, sí es cierto que desde la Eucaristía sufre con un sufrimiento no físico, pero sí moral, al comprobar cuántos bautizados, día a día, se dejan arrastrar por el pecado, y cuántos, aún sin cometer pecados mortales, viven en la tibieza, y lo abandonan en el sagrario, como los discípulos lo abandonaron en el Huerto. Dice así Jesús: “(Vendrás los jueves, a postrarte rostro en tierra), tanto para calmar la cólera divina, pidiendo misericordia para los pecadores, como para suavizar, en cierto modo, la amargura que sentí al ser abandonado por mis Apóstoles, obligándome a echarles en cara el no haber podido velar una hora conmigo; durante esta hora harás lo que yo te enseñaré”.
Pero no son los pecadores ni los cristianos tibios los que causan el dolor más grande del Sagrado Corazón: lo que lo lleva a morir de la pena, de la tristeza, de la amargura y del dolor, es el comprobar cuántas almas hacen vano su sacrificio, cayendo en los abismos del infierno, tal como se lo revela a Santa Brígida de Suecia, relatándolo así la santa en sus oraciones: “Acordáos de la tristeza aguda que habéis sentido al contemplar con anticipación, las almas que habían de condenarse (…) Habéis contemplado tristemente la inmensa multitud de réprobos que serían condenados por sus pecados, y Os habéis quejado amargamente de esos desesperados, perdidos y desgraciados pecadores…”. Según Luisa Piccarretta, Jesús sufre y llora amargamente por Judas Iscariote, que rechaza con corazón endurecido todas sus muestras de amor, y elige la condenación eterna, pero como en Judas está representada toda la serie de católicos apóstatas y traidores que habrían igualmente de condenarse, Jesús llora amargamente también por ellos, al verlos caer en el infierno.
Pero puede haber quienes duden de la actualidad de estos mensajes, ya que se podría decir que son del año 1674, y que ahora estamos en el siglo XXI, y que los tiempos son distintos, y que por lo tanto no hay que exagerar, ya que con toda seguridad el infierno está vacío; para quien dice esto, basta solo repasar, superficialmente, solo muy superficialmente, la inmensidad de espantosos y pavorosos males en los cuales vive el hombre de hoy, males creados por su propio corazón sin Dios y que, de no mediar un verdadero arrepentimiento, conducen a la condenación eterna: el genocidio silencioso del aborto –sólo en EE.UU. mueren por aborto 1 bebé cada 18 segundos-; los asesinatos en masa; la eutanasia; las muertes por fecundación in vitro; los crímenes y violencias de todo tipo; los tráficos de personas; las guerras pasadas, presentes y futuras, las que se planean movidas por el odio al hermano y por la avaricia del oro y del petróleo, la drogadicción sin freno; el alcoholismo; la lujuria y la lascivia presentadas en programas televisivos y en programas educativos para niños; la ausencia de perdón entre los mismos cristianos, entre los que están llamados a amarse como Cristo los amó, hasta la muerte de Cruz, y que en vez de eso, arden en rencor y en deseos de venganza hacia su prójimo; la falta de caridad en las comunidades cristianas, la falta de amor sobrenatural entre los bautizados, la ausencia de testimonio cristiano entre aquellos que se dicen practicar la religión, ya que esos mismos son los primeros en desear, buscar, planear y ejecutar la venganza frente al prójimo que los ha ofendido de alguna manera. Estos, y tantos y tantos crímenes cometidos por los cristianos todos los días, son los que llenan hasta rebosar al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, con los dolores más amargos que puedan ser siquiera imaginados.
Ser devotos del Sagrado Corazón significa, por lo tanto, empezar a reconocer los propios pecados, y hacer el propósito de morir antes que ofender al Sagrado Corazón.

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